Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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una trastada tan sonada que toda la ciudad puso el grito en el cielo. Un día vi que ella me medía con la mirada; fue en casa del comandante de la batería, y yo no me acerqué, desdeñando, por así decirlo, conocerla. No fue hasta algunos días más tarde, también durante una velada, cuando me aproximé a ella, le dirigí la palabra; ella a duras penas me miró, frunció los labios con desdén, y yo pensé: ¡espera un poco, me vengaré! Entonces yo era un soldado zafio de los más temibles en la mayoría de los casos, y yo mismo lo sentía. Principalmente, lo que sentía era que Kátenka no era una ingenua colegiala sino una persona con carácter, orgullo y auténtica virtud y, sobre todo, inteligente e instruida, mientras que a mí me faltaba lo uno y lo otro. ¿Crees que quería pedir su mano? En absoluto, simplemente quería vengarme de que, siendo yo tan buen mozo, ella no lo advirtiera. Entretanto, juerga y desolación. Al final, el teniente coronel me puso bajo arresto tres días. Justo en ese momento padre me envió seis mil rublos, después de que le hubiera mandado una renuncia formal a todos mis derechos y pretensiones, esto es, diciendo que «las cuentas quedaban saldadas» y que no habría más reclamaciones. Entonces yo no entendía nada: hasta mi llegada aquí, hermano, hasta estos últimos días, y quizá hasta ahora mismo, no he entendido ni una pizca de todos estos altercados financieros con padre. Pero, al diablo con esto, lo dejaré para luego. Ya en posesión de estos seis mil rublos, de pronto me enteré por una carta de un amigo de algo que me interesaba muchísimo: que había cierto descontento con nuestro teniente coronel, que se le consideraba sospechoso de malversación, en pocas palabras, que sus enemigos le estaban preparando una pequeña sorpresa. Y, en efecto, recibió la visita del jefe de la división y le echó una reprimenda de tomo y lomo. Luego, un poco más tarde, le ordenaron que presentara la dimisión. No te contaré en detalle todo lo que pasó; tenía, en efecto, enemigos; de pronto, en la ciudad, la relación con él y con su familia se enfrió sobremanera, todo el mundo los evitaba. Entonces le jugué la primera mala pasada: me encontré con Agafia Ivánovna, cuya amistad siempre había conservado, y le dije: «Faltan cuatro mil quinientos rublos del Estado en la caja de su padre…». «¿A qué se refiere? ¿Por qué dice eso? Hace poco vino el general y estaba todo el dinero…» «Entonces estaba, pero ahora no.» Se espantó muchísimo: «No me asuste, por favor, ¿a quién se lo ha oído decir?». «No se inquiete —le dije—, no se lo diré a nadie, ya sabe que en este aspecto soy una tumba. Pero quería añadir algo al respecto, “por si acaso”: cuando le reclamen a su papá los cuatro mil quinientos rublos y no los tenga, antes de que le hagan un consejo de guerra y acabe como soldado raso en su vejez, envíeme enseguida a su hermana en secreto; acaban de mandarme dinero, creo que podré dejarle cuatro mil rublos, y guardaré el secreto como un santo.» «Oh, qué canalla es usted —así lo dijo—, qué mezquino canalla. Pero ¿cómo se atreve?» Se fue con una indignación terrible, y yo, a la espalda, le grité una vez más que guardaría el secreto de un modo inquebrantable, como un santo. Esas dos mujeres, me refiero a Agafia y a su tía, te lo diré de antemano, se revelaron como puros ángeles en toda esta historia: de hecho, idolatraban a la altanera de Katia, se rebajaban ante ella, eran como sus criadas… Pero Agafia fue y le contó mi bribonada, es decir, nuestra conversación. De esto me enteré más tarde con todo detalle. No le ocultó nada, y eso era, naturalmente, lo que yo necesitaba.

      »De pronto, llegó un nuevo mayor para tomar el mando del batallón. Y lo hizo. Repentinamente el viejo teniente coronel cayó enfermo, no podía moverse, no salió de casa en dos días y no entregó el dinero del Estado. Nuestro doctor Krávchenko aseguraba que estaba realmente enfermo. Pero he aquí lo que yo sabía a ciencia cierta y en secreto desde hacía tiempo: la suma de dinero, después de cada inspección de las autoridades, y desde hacía ya cuatro años consecutivos, desaparecía durante un tiempo. El teniente coronel se la prestaba a un hombre de total confianza, un comerciante local, el viejo viudo Trífonov, un hombre barbudo con gafas doradas. El otro se iba a la feria, hacía los negocios que tenía que hacer y enseguida devolvía el dinero al teniente coronel, la suma íntegra, junto con algún que otro regalo de la feria y una comisión por los intereses. Pero esta vez (lo supe por casualidad, por un adolescente, el hijito baboso de Trífonov, su vástago y heredero, el chico más depravado que el mundo haya jamás dado), esta vez, como decía, Trífonov, al regresar de la feria, no le devolvió nada. El teniente coronel corrió a verlo. “Nunca recibí nada de usted ni pude haberlo recibido”, fue la respuesta. Así que nuestro teniente coronel estaba en casa, con la cabeza envuelta en una toalla, mientras las tres mujeres le aplicaban hielo en las sienes; de pronto, un ordenanza, con un libro y una orden: “Entregue los fondos del Estado, de inmediato, en un plazo de dos horas”. Él firmó, después yo vi esta firma en el libro; se levantó, dijo que iba a ponerse el uniforme, corrió a su dormitorio, cogió su escopeta de caza, de dos cañones, la cargó, puso dentro una bala de soldado, se quitó la bota del pie derecho, apoyó la escopeta contra su pecho, y, con el pie, se puso a buscar el gatillo. Y Agafia, que sospechaba algo, se acordó de lo que yo le había dicho: se acercó cautelosamente y, justo a tiempo, lo vio todo: irrumpió en la habitación, se lanzó sobre él por la espalda, lo abrazó y la escopeta se disparó contra el techo; nadie resultó herido; las demás entraron corriendo, lo sujetaron, le quitaron la escopeta, lo sostuvieron por los brazos… Todo esto lo supe más tarde hasta el último detalle. Yo estaba en mi casa en ese momento; oscurecía y estaba a punto de salir, después de haberme vestido, peinado, de haber perfumado mi pañuelo y cogido mi gorro, cuando de pronto se abrió la puerta y allí, en mi apartamento, vi ante mí a Katerina Ivánovna.

      »A veces pasan cosas extrañas: nadie en la calle se dio cuenta en ese momento de que ella había venido a verme, así que para la ciudad simplemente desapareció. Yo alquilaba mis aposentos a las mujeres de dos funcionarios, muy viejas las dos, que también me servían, mujeres respetables, me obedecían en todo, y esa vez, por orden mía, luego se quedaron calladas como dos postes de hierro. Por supuesto, lo comprendí todo de golpe. Entró y me miró directamente, sus ojos oscuros miraban decididos, desafiantes incluso, pero en sus labios y en torno a su boca distinguí cierta indecisión.

      »“Mi hermana me dijo que me daría usted cuatro mil quinientos rublos si venía a buscarlos… yo misma. He venido… ¡Deme el dinero!” No podía resistir, se ahogaba, tenía miedo, se le cortaba la voz, y las comisuras de los labios, las líneas cercanas, le empezaron a temblar. Aliosha, ¿me escuchas o duermes?

      –Mitia, sé que dirás toda la verdad —dijo Aliosha con emoción.

      –Puedes estar seguro. Si quieres toda la verdad, así es como pasó todo, no me apiadaré de mí. Mi primer pensamiento fue el de un Karamázov. Una vez, hermano, me picó una araña y tuve que estar dos semanas en la cama con fiebre; pues bien, en ese momento fue igual, de golpe sentí en el corazón la mordedura de una araña, un insecto maligno, ¿entiendes? La miré de pies a cabeza. ¿La has visto? ¡Una belleza! En ese momento también era bella, pero por otra razón. Lo era por su nobleza, mientras que yo era un canalla, ella era hermosa por la grandeza de su generosidad y por el sacrificio que hacía por su padre, mientras que yo era una chinche. Y de mí, una chinche y un canalla, ella dependía por completo, toda entera, en cuerpo y alma. Sin salida. Te lo diré sin rodeos: esa idea, la idea de la araña, se apoderó de mi corazón hasta tal punto que faltó poco para que me ahogara del tormento. Parecía que no podía haber lucha siquiera: tenía que actuar precisamente como una chinche, como una tarántula maligna, sin la menor compasión… Me quedé sin aliento. Escucha: al día siguiente, por supuesto, habría ido a pedir su mano, para que todo acabara, por así decirlo, de la manera más noble, y nadie, por tanto, habría sabido ni habría podido saber nada. Porque, aunque soy hombre de bajos deseos, soy honrado. Y de repente, en ese mismo segundo, alguien me susurró al oído: «Mañana, cuando vayas a pedirla en matrimonio, ella no saldrá a verte y hará que te expulse el cochero: “¡Deshónrame por toda la ciudad, no me das miedo!”». Miré a la joven, la voz no me había mentido: eso era lo que realmente pasaría. Me agarrarían por el pescuezo y me echarían, su semblante no dejaba lugar a dudas. La cólera empezó a hervir dentro de mí; deseaba hacerle la bribonada más infame, más sucia, digna de un comerciante de poca monta: mirarla burlonamente y, teniéndola delante, desconcertarla con ese tono de voz que solo sabe emplear un mercachifle:

      »—¡Cuatro mil rublos! ¡Pero si era una broma! ¡Ha hecho sus cálculos demasiado a la ligera, señorita! Doscientos quizá, incluso con