»De pronto, llegó un nuevo mayor para tomar el mando del batallón. Y lo hizo. Repentinamente el viejo teniente coronel cayó enfermo, no podía moverse, no salió de casa en dos días y no entregó el dinero del Estado. Nuestro doctor Krávchenko aseguraba que estaba realmente enfermo. Pero he aquí lo que yo sabía a ciencia cierta y en secreto desde hacía tiempo: la suma de dinero, después de cada inspección de las autoridades, y desde hacía ya cuatro años consecutivos, desaparecía durante un tiempo. El teniente coronel se la prestaba a un hombre de total confianza, un comerciante local, el viejo viudo Trífonov, un hombre barbudo con gafas doradas. El otro se iba a la feria, hacía los negocios que tenía que hacer y enseguida devolvía el dinero al teniente coronel, la suma íntegra, junto con algún que otro regalo de la feria y una comisión por los intereses. Pero esta vez (lo supe por casualidad, por un adolescente, el hijito baboso de Trífonov, su vástago y heredero, el chico más depravado que el mundo haya jamás dado), esta vez, como decía, Trífonov, al regresar de la feria, no le devolvió nada. El teniente coronel corrió a verlo. “Nunca recibí nada de usted ni pude haberlo recibido”, fue la respuesta. Así que nuestro teniente coronel estaba en casa, con la cabeza envuelta en una toalla, mientras las tres mujeres le aplicaban hielo en las sienes; de pronto, un ordenanza, con un libro y una orden: “Entregue los fondos del Estado, de inmediato, en un plazo de dos horas”. Él firmó, después yo vi esta firma en el libro; se levantó, dijo que iba a ponerse el uniforme, corrió a su dormitorio, cogió su escopeta de caza, de dos cañones, la cargó, puso dentro una bala de soldado, se quitó la bota del pie derecho, apoyó la escopeta contra su pecho, y, con el pie, se puso a buscar el gatillo. Y Agafia, que sospechaba algo, se acordó de lo que yo le había dicho: se acercó cautelosamente y, justo a tiempo, lo vio todo: irrumpió en la habitación, se lanzó sobre él por la espalda, lo abrazó y la escopeta se disparó contra el techo; nadie resultó herido; las demás entraron corriendo, lo sujetaron, le quitaron la escopeta, lo sostuvieron por los brazos… Todo esto lo supe más tarde hasta el último detalle. Yo estaba en mi casa en ese momento; oscurecía y estaba a punto de salir, después de haberme vestido, peinado, de haber perfumado mi pañuelo y cogido mi gorro, cuando de pronto se abrió la puerta y allí, en mi apartamento, vi ante mí a Katerina Ivánovna.
»A veces pasan cosas extrañas: nadie en la calle se dio cuenta en ese momento de que ella había venido a verme, así que para la ciudad simplemente desapareció. Yo alquilaba mis aposentos a las mujeres de dos funcionarios, muy viejas las dos, que también me servían, mujeres respetables, me obedecían en todo, y esa vez, por orden mía, luego se quedaron calladas como dos postes de hierro. Por supuesto, lo comprendí todo de golpe. Entró y me miró directamente, sus ojos oscuros miraban decididos, desafiantes incluso, pero en sus labios y en torno a su boca distinguí cierta indecisión.
»“Mi hermana me dijo que me daría usted cuatro mil quinientos rublos si venía a buscarlos… yo misma. He venido… ¡Deme el dinero!” No podía resistir, se ahogaba, tenía miedo, se le cortaba la voz, y las comisuras de los labios, las líneas cercanas, le empezaron a temblar. Aliosha, ¿me escuchas o duermes?
–Mitia, sé que dirás toda la verdad —dijo Aliosha con emoción.
–Puedes estar seguro. Si quieres toda la verdad, así es como pasó todo, no me apiadaré de mí. Mi primer pensamiento fue el de un Karamázov. Una vez, hermano, me picó una araña y tuve que estar dos semanas en la cama con fiebre; pues bien, en ese momento fue igual, de golpe sentí en el corazón la mordedura de una araña, un insecto maligno, ¿entiendes? La miré de pies a cabeza. ¿La has visto? ¡Una belleza! En ese momento también era bella, pero por otra razón. Lo era por su nobleza, mientras que yo era un canalla, ella era hermosa por la grandeza de su generosidad y por el sacrificio que hacía por su padre, mientras que yo era una chinche. Y de mí, una chinche y un canalla, ella dependía por completo, toda entera, en cuerpo y alma. Sin salida. Te lo diré sin rodeos: esa idea, la idea de la araña, se apoderó de mi corazón hasta tal punto que faltó poco para que me ahogara del tormento. Parecía que no podía haber lucha siquiera: tenía que actuar precisamente como una chinche, como una tarántula maligna, sin la menor compasión… Me quedé sin aliento. Escucha: al día siguiente, por supuesto, habría ido a pedir su mano, para que todo acabara, por así decirlo, de la manera más noble, y nadie, por tanto, habría sabido ni habría podido saber nada. Porque, aunque soy hombre de bajos deseos, soy honrado. Y de repente, en ese mismo segundo, alguien me susurró al oído: «Mañana, cuando vayas a pedirla en matrimonio, ella no saldrá a verte y hará que te expulse el cochero: “¡Deshónrame por toda la ciudad, no me das miedo!”». Miré a la joven, la voz no me había mentido: eso era lo que realmente pasaría. Me agarrarían por el pescuezo y me echarían, su semblante no dejaba lugar a dudas. La cólera empezó a hervir dentro de mí; deseaba hacerle la bribonada más infame, más sucia, digna de un comerciante de poca monta: mirarla burlonamente y, teniéndola delante, desconcertarla con ese tono de voz que solo sabe emplear un mercachifle:
»—¡Cuatro mil rublos! ¡Pero si era una broma! ¡Ha hecho sus cálculos demasiado a la ligera, señorita! Doscientos quizá, incluso con