Conocía la casa. Pero si hubiera tenido que ir hasta la calle Mayor, luego atravesar la plaza, etcétera, habría tenido que ir bastante lejos. Nuestra pequeña ciudad es muy dispersa y las distancias suelen ser más bien grandes. Además, su padre lo estaba esperando, quizá aún no hubiese tenido tiempo de olvidar su orden, podía enfadarse, y por eso debía darse prisa para llegar a un sitio y a otro. Como resultado de todas estas consideraciones, decidió acortar el camino pasando por los patios traseros, pues se conocía todos los atajos de la ciudad como la palma de su mano. Eso equivalía a prescindir casi totalmente de los caminos, avanzar a lo largo de cercados desiertos, saltar incluso a veces vallas ajenas y atravesar patios ajenos, donde, por lo demás, todos lo conocían y saludaban. De esta manera podía alcanzar la calle Mayor en la mitad de tiempo. En cierto momento tuvo incluso que pasar muy cerca de la casa paterna, justo por delante del huerto colindante con el de su padre, que pertenecía a una casita decrépita y ruinosa de cuatro ventanas. La propietaria de esta casita era, como sabía Aliosha, una menestrala de la ciudad, una vieja a la que le faltaba una pierna y que vivía con su hija, una antigua camarera que se había habituado a la vida civilizada de la capital, donde había residido siempre en casas de generales, que desde hacía un año había vuelto a su casa, a causa de la enfermedad de la anciana, y a la que le gustaba lucir sus vestidos elegantes. La vieja y su hija habían caído, sin embargo, en una miseria terrible, tanto que cada día iban a la cocina de Fiódor Pávlovich, como vecinas suyas, para obtener un poco de sopa y pan. Marfa Ignátievna les servía de buen grado. Pero la hija, aunque iba a buscar sopa, no había vendido ni uno solo de sus vestidos y hasta tenía uno con una cola larguísima. De esta circunstancia se había enterado Aliosha de una forma del todo casual, desde luego, por su amigo Rakitin, que decididamente estaba al corriente de todo lo que ocurría en nuestra pequeña ciudad, y, nada más enterarse, se había olvidado de ella por completo. Pero, al llegar a la altura del huerto de la vecina, de repente se acordó de esa cola, alzó rápidamente la cabeza gacha y pensativa y… tuvo un encuentro totalmente inesperado.
En el huerto de las vecinas, encaramado a algo al otro lado de la valla, asomaba, visible hasta el pecho, su hermano Dmitri Fiódorovich; estaba gesticulando con todas sus fuerzas, llamándolo para que se acercara; por lo visto, no solo le daba miedo gritar, sino hasta decir una palabra en voz alta, no fuera a oírlo alguien. Aliosha corrió al instante hacia la valla.
–Menos mal que se te ha ocurrido levantar la vista, estaba a punto de gritarte —le susurró apresuradamente Dmitri Fiódorovich, todo contento—. ¡Súbete aquí! ¡Rápido! Ah, qué bien que hayas venido. Estaba pensando en ti…
También Aliosha estaba contento y solo se preguntaba cómo iba a escalar y pasar por encima de la valla. Pero Mitia, con su brazo hercúleo, lo agarró del codo y lo ayudó a saltar. Recogiéndose la sotana, saltó con la ligereza de un pilluelo descalzo.
–¡Muévete, vamos! —le soltó Mitia en un susurro arrebatado.
–¿Adónde? —preguntó Aliosha, también en un susurro, mirando a todos los lados y descubriendo que se encontraba en un huerto completamente vacío donde, aparte de ellos dos, no había nadie. El huerto era pequeño, pero la casita de los propietarios se alzaba a no menos de unos cincuenta pasos de distancia—. Pero si aquí no hay nadie, ¿por qué hablas en voz baja?
–¿Por qué? ¡Ah, que el diablo me lleve! —gritó de repente Dmitri Fiódorovich a voz en cuello—. Sí, ¿por qué hablo en voz baja? ¿Ves qué confusión de la naturaleza puede obrarse de repente? Estoy aquí escondido, guardando un secreto. La explicación, más adelante; pero, sabiendo que es un secreto, me he puesto a hablar también secretamente, susurrando como un tonto cuando no hay necesidad alguna. ¡Vamos, por allí! Por ahora, silencio. ¡Quiero darte un beso!
¡Gloria al Altísimo en el mundo,
gloria al Altísimo en mí…!
»Antes de que llegaras, estaba aquí, recitándome eso…
En el huerto, que mediría una desiatina[77] o poco más, solo había árboles plantados en el perímetro, a lo largo de las cuatro vallas: manzanos, arces, tilos y abedules. El centro del huerto estaba vacío y formaba una especie de prado en el que se segaban varios pudy[78] de heno en verano. La propietaria daba en arriendo este huerto al llegar la primavera por algunos rublos. Había bancales de frambuesa, uva espina y grosella, igualmente a lo largo del cercado; también bancales de verduras muy cerca de la casa, cultivados desde hacía poco tiempo. Dmitri Fiódorovich condujo a su invitado hacia el rincón más apartado del huerto. Allí, entre los tilos frondosos y los viejos arbustos de grosellero y saúco, entre mundillos y lilas, aparecieron de pronto las ruinas de un antiquísimo cenador verde, ennegrecido y ladeado, con las paredes de rejilla, pero con un techo bajo el cual aún era posible guarecerse de la lluvia. Ese cenador había sido construido Dios sabe cuándo, por lo menos hacía unos cincuenta años, según la leyenda, por orden de quien era a la sazón propietario de la casa, un tal Aleksandr Kárlovich von Schmidt, teniente coronel retirado. Pero todo estaba ya deslucido, el suelo podrido, todas las tarimas se tambaleaban, la madera olía a humedad. En el cenador había una mesa verde de madera sujeta al suelo y rodeada de bancos, también verdes, donde todavía era posible sentarse. Aliosha enseguida se había dado cuenta del estado de exaltación de su hermano, pero, al entrar en el cenador, vio sobre la mesa media botella de coñac y una copita.
–¡Es coñac! —dijo Mitia soltando una carcajada—. Ya veo lo que estás pensando: «¡Ya se ha dado otra vez a la bebida!». No creas en fantasmas.
No creas a la vana y embustera muchedumbre.
Olvida tus dudas…![79]
»No me emborracho, solo “paladeo”, como dice ese cerdo de Rakitin, amigo tuyo, que cuando llegue a ser consejero de Estado seguirá diciéndolo. Siéntate. Te cogería y te estrecharía entre mis brazos hasta aplastarte, Aliosha, porque en todo el mundo, créeme, de verdad, de-ver-dad (¿lo entiendes?), ¡solo te quiero a ti! —Pronunció estas últimas palabras casi en un estado de frenesí—. Solo a ti y a una “infame” de la que me he enamorado. Sí, estoy perdido. Pero enamorarse no significa amar. Uno puede enamorarse incluso odiando. ¡Recuérdalo! Te lo digo ahora, mientras aún hay placer en ello. Siéntate aquí, a la mesa, y yo me sentaré muy cerca, a tu lado, y te miraré mientras no dejo de hablar. Tú callarás, y yo te lo diré todo, porque ha llegado el momento de hablar. Pero ¿sabes?, he pensado que hay que hablar en voz baja, sí, porque aquí… aquí… quizá puedan oírnos los oídos más inesperados. Te lo explicaré todo, ya te lo he dicho: la continuación vendrá más tarde. ¿Por qué crees que rabiaba por saber de ti, por qué tenía tantas ganas de verte todos estos días y también ahora? (Ya hace cinco días que eché anclas aquí.) ¿Por qué todos estos días? Porque solo a ti voy a decírtelo todo, porque es necesario, porque tú eres necesario, porque mañana caeré de las nubes, porque mañana la vida terminará y comenzará. ¿Has sentido, has soñado alguna vez que caes de una montaña a un hoyo? Bien, así estoy yo cayendo ahora, y no es un sueño. Y no tengo miedo, tú tampoco lo tengas. Es decir, sí que tengo miedo, pero es un miedo dulce. Como una exaltación… Bueno, al diablo, lo que sea, qué más da. Espíritu fuerte, espíritu débil, espíritu de mujer, ¿qué más da? Alabemos la naturaleza: ¡mira cuánto sol, el cielo tan limpio, las hojas todas verdes, todavía es pleno verano, las cuatro de la tarde, el silencio! ¿Adónde ibas?
–A casa de nuestro padre, pero primero quería pasar a ver a Katerina Ivánovna.
–¡A casa de ella y a casa de nuestro padre! ¡Oh, qué coincidencia! Pero ¿por qué te llamaba yo, por qué quería verte, por qué lo ansiaba y deseaba con todos los meandros de mi alma e incluso con mis costillas? Para enviarte precisamente con padre, de mi parte, y luego con ella, Katerina Ivánovna, y así acabar con ella y con padre. Para enviar a un ángel. Podría haber mandado a cualquiera, pero necesitaba mandar a un ángel. Y resulta que tú mismo vas a verlos, a ella y a padre.
–¿De verdad querías mandarme a mí? —le soltó Aliosha con una expresión