–¿Qué te pasa? —le preguntó Grigori, mirándolo amenazante por encima de sus gafas.
–Nada, señor. En el primer día creó Dios la luz, y el sol, la luna y las estrellas, en el cuarto. ¿De dónde salía la luz el primer día?
Grigori se quedó estupefacto. El chico miraba con aire burlón al maestro. Incluso había en su mirada algo de arrogancia. Grigori no pudo contenerse. «¡Ya te diré a ti de dónde!», gritó y abofeteó con rabia a su pupilo. El niño aguantó el golpe sin decir una palabra, pero volvió a refugiarse en un rincón varios días. Una semana después, se le declaró por primera vez el mal caduco[90], enfermedad que ya no lo abandonaría el resto de su vida. Al saberlo, Fiódor Pávlovich pareció cambiar repentinamente de opinión sobre el muchacho. Antes, lo miraba con una especie de indiferencia, si bien nunca lo reñía, y cuando se lo encontraba siempre le daba un kopek. Cuando estaba de buen humor, le mandaba algunos dulces de sobremesa. Pero entonces, después de enterarse de la enfermedad, empezó a preocuparse decididamente por él, mandó llamar a un doctor, probaron un tratamiento, pero resultó que la cura no era posible. Tenía, como promedio, un ataque cada mes, a intervalos irregulares. Los ataques también variaban de intensidad, tan pronto eran suaves como virulentos. Fiódor Pávlovich prohibió estrictamente a Grigori cualquier castigo corporal contra el muchacho y empezó a dejarlo subir a sus aposentos. Prohibió también que, por el momento, le hicieran estudiar cualquier cosa. Un día, cuando el chico tenía ya quince años, Fiódor Pávlovich lo descubrió rondando cerca de la biblioteca y leyendo los títulos a través del cristal. En la casa había bastantes libros, como un centenar de tomos, pero nadie había visto nunca a Fiódor Pávlovich con uno entre las manos. Enseguida le dio la llave de la librería a Smerdiakov: «Bueno, lee, serás mi bibliotecario; en lugar de estar ganduleando por el patio, siéntate y lee. Toma, lee esto», y Fiódor Pávlovich le dio Las veladas de Dikanka.[91]
El muchacho lo leyó pero se quedó insatisfecho, no rio ni una vez, al contrario, acabó la lectura con el ceño fruncido.
–¿Qué? ¿No es divertido? —preguntó Fiódor Pávlovich.
Smerdiakov callaba.
–Responde, imbécil.
–Todo lo que está escrito aquí son mentiras —masculló Smerdiakov con una sonrisa irónica.
–Vete al diablo, alma de lacayo. Espera, toma la Historia universal de Smarágdov.[92] Aquí todo es verdad, lee.
Pero Smerdiakov no leyó más de diez páginas de Smarágdov; le pareció aburrido. Así que la biblioteca volvió a cerrarse con llave. Muy pronto, Marfa y Grigori informaron a Fiódor Pávlovich de que Smerdiakov de pronto estaba empezando a dar muestras de una terrible aprensión: ante la sopa, tomaba la cuchara y exploraba en el caldo, inclinado sobre ella, la examinaba, sacaba la cuchara y la inspeccionaba a la luz.
–¿Qué es, una cucaracha? —le preguntaba Grigori.
–Quizá una mosca —observaba Marfa.
El impecable joven nunca respondía, pero procedía de la misma manera con el pan, la carne y toda la comida: levantaba un trozo con el tenedor y lo estudiaba a la luz como con un microscopio y, después de tomarse mucho rato para decidir, se decidía a llevárselo a la boca. «Vaya un señorito nos ha salido», murmuraba Grigori, mirándolo. Fiódor Pávlovich, puesto al corriente de esta nueva cualidad de Smerdiakov, determinó al instante que sería cocinero y lo envió a Moscú a aprender el oficio. Allí pasó varios años y volvió muy cambiado de aspecto. De pronto envejeció de una manera insólita, estaba arrugado de un modo totalmente desproporcionado para su edad, se puso todo amarillo y empezó a parecer un skópets[93]. Moralmente, era casi el mismo que antes de irse; seguía siendo huraño y rehuía el trato, no sentía la menor necesidad de compañía. En Moscú también, como después supieron, siempre estaba callado; la ciudad en sí misma le interesó muy poco, aprendió alguna que otra cosa y a lo demás no le prestó la menor atención. Una vez incluso fue al teatro, pero volvió silencioso y descontento a casa. En cambio, regresó de Moscú muy bien vestido, con una levita limpia y ropa blanca, cepillaba su vestimenta escrupulosamente dos veces al día sin falta y le encantaba lustrar sus botas elegantes, de piel de becerro, con un betún inglés especial, para que relucieran como un espejo. Como cocinero resultó excelente. Fiódor Pávlovich le asignó un salario, y Smerdiakov lo empleaba casi íntegramente en comprar ropa, pomadas, perfumes, etcétera. Parecía desdeñar al sexo femenino tanto como al masculino y se comportaba solemnemente, casi de modo inaccesible, con él. Fiódor Pávlovich empezó a mirarlo desde otro punto de vista. El caso es que sus ataques de mal caduco iban a más, y en esos días quien preparaba la comida era Marfa Ignátievna, lo que no le convenía de ningún modo.
–¿Cómo es que ahora tienes ataques más a menudo? —preguntaba a veces, mirando de soslayo al nuevo cocinero y estudiando su rostro—. Ojalá te casaras con alguien, ¿quieres que te busque mujer?
Pero Smerdiakov, ante esos discursos, solo palidecía del enfado y no respondía nada. Fiódor Pávlovich se iba, dejándolo por imposible. Lo esencial es que estaba convencido de su honradez; de una vez por todas se había convencido de que nunca le cogería ni le robaría nada. Una vez Fiódor Pávlovich, ligeramente borracho, perdió en el patio de su casa, en el barro, tres billetes de cien rublos que acababa de recibir y no se dio cuenta hasta el día siguiente: justo cuando se puso a rebuscar en los bolsillos de pronto vio los tres billetes encima de la mesa. ¿De dónde habían salido? Smerdiakov los había recogido y llevado allí la víspera. «Tipos como tú, hermano, no había visto nunca», dijo bruscamente Fiódor Pávlovich y le regaló diez rublos. Cabe añadir que no solo estaba convencido de la honradez de Smerdiakov, sino que por alguna razón incluso le profesaba amor, aunque el chico también a él lo miraba de reojo, como a los demás, y siempre guardaba silencio. Eran contadas las ocasiones en las que decía algo. Si entonces a alguien se le hubiera ocurrido preguntar, mirándolo, qué interesaba a ese joven y qué tenía en la cabeza, por su cara no se habría podido intuir de ninguna de las maneras. Sin embargo, a veces, en la casa, o bien en el patio o en la calle, se detenía meditabundo y se quedaba así unos buenos diez minutos. Un fisionomista, tras estudiarlo, habría dicho que su cara no expresaba ni pensamiento ni reflexión, sino solo cierta contemplación. El pintor Kramskói[94] tiene un cuadro notable titulado El contemplador que representa un bosque en invierno y, en el bosque, vestido con un pequeño caftán y calzado con zuecos de corteza de tilo, completamente solo en el mundo, en la soledad más profunda, hay un pequeño campesino extraviado; está allí parado como si estuviera reflexionando, pero no reflexiona, sino que «contempla» algo. Si le dieras un empujón, se estremecería y se quedaría mirándote como si acabara de despertarse, pero sin entender nada. Es verdad que volvería en sí al instante pero, si se le preguntase en qué había estado pensando todo ese rato allí parado, lo más probable es que no recordara nada, aunque de seguro guardaría para sí la impresión en la que estaba sumido en su contemplación. Estas impresiones, queridas para él, a buen seguro, las acumula de modo imperceptible e incluso sin darse cuenta, sin saber tampoco con qué finalidad y por