–¿De ella?
–Sí. Las mujerzuelas que son dueñas de esta casa le alquilan un cuchitril a Fomá. Fomá es un hombre de por aquí, un antiguo soldado de nuestra guarnición. Está al servicio de ellas, por la noche vigila la casa y de día caza urogallos, de eso vive. Me he instalado en su habitación; tanto él como las propietarias ignoran mi secreto, es decir, no saben que estoy aquí vigilando.
–¿Solo lo sabe Smerdiakov?
–Solo él. Y él me advertirá si ella se presenta a ver al viejo.
–¿Es él quien te ha explicado lo del sobre?
–Sí. Es un gran secreto. Ni siquiera Iván está al corriente del dinero ni de lo otro. El viejo quiere mandar a Iván de paseo a Chermashniá por dos o tres días; ha aparecido un posible comprador para el bosque, le dará ocho mil rublos por talarlo, y el viejo no deja de pedirle a Iván: «Ayúdame, ve tú en mi lugar»; serán dos o tres días. Quiere que Grúshenka vaya cuando él no esté.
–¿Es que la espera ya hoy?
–No, hoy no vendrá, a juzgar por ciertos indicios. ¡Seguro que no! —gritó de pronto Mitia—. Y Smerdiakov piensa lo mismo. Nuestro padre se está emborrachando, sentado a la mesa con Iván. Ve, Alekséi, pídele estos tres mil…
–Mitia, querido, ¿qué te pasa? —exclamó Aliosha, levantándose de un salto y mirando fijamente al exaltado Dmitri Fiódorovich. Por un momento pensó que se había vuelto loco.
–¿Qué te pasa a ti? No he perdido el juicio —dijo con la mirada fija y casi solemne—. No, cuando te digo que vayas a ver a padre, sé lo que me digo: creo en un milagro.
–¿En un milagro?
–En un milagro de la divina Providencia. Dios conoce mi corazón, ve toda mi desesperación. Ve todo el cuadro. ¿Es que dejará que suceda este horror? Aliosha, creo en un milagro. ¡Ve!
–Iré. Dime, ¿esperarás aquí?
–Sí. Entiendo que llevará su tiempo, que no puedes ir así, y de repente… ¡zas! Ahora está borracho. Esperaré tres horas, cuatro, cinco, seis, siete, pero has de saber que hoy, aunque sea a medianoche, tienes que ir a casa de Katerina Ivánovna, con dinero o sin dinero, y decirle: «Me ha pedido que la salude con una reverencia». Quiero que le digas precisamente ese verso: «Me ha pedido que la salude con una reverencia».
–¡Mitia! ¿Y si Grúshenka viene hoy…? ¿Y si no hoy, mañana o pasado mañana?
–¿Grúshenka? Estaré atento, irrumpiré en la casa, lo impediré…
–¿Y si…?
–Si hay un si, mataré. No lo soportaría.
–¿A quién matarás?
–Al viejo. A ella, no.
–¡Hermano, qué dices!
–No lo sé, no lo sé… Quizá no lo mate o quizá sí. Tengo miedo de que en ese momento su cara se vuelva odiosa para mí. Odio la nuez de su garganta, su nariz, sus ojos, su sonrisa obscena. Siento repugnancia física. Eso es lo que me da miedo. No podré contenerme…
–Allá voy, Mitia. Creo que Dios lo arreglará como mejor sepa, así que no habrá ningún horror.
–Me quedaré aquí y esperaré un milagro. Pero, si no se cumple, entonces…
Aliosha, pensativo, se encaminó a casa de su padre.
VI. Smerdiakov
De hecho, encontró a su padre todavía a la mesa. Y la mesa, como de costumbre, estaba puesta en la sala, aunque en la casa también había un auténtico comedor. Esta sala era la estancia más grande de la casa, amueblada con cierta pretensión pasada de moda. Los muebles, muy antiguos, eran blancos y estaban tapizados con una tela roja raída, mitad seda, mitad algodón. Espejos con marcos rebuscados de talla antigua, también blancos y dorados, colgaban en los espacios entre las ventanas. En las paredes, donde el empapelado blanco estaba roto en muchos lugares, resaltaban dos grandes retratos: uno de cierto príncipe, que treinta años antes había sido gobernador general de la provincia, y otro de un obispo, también fallecido hacía tiempo. En el rincón de cara a la puerta de entrada había varios iconos ante los cuales se encendía una lamparilla por la noche… menos por devoción que por dejar iluminada la estancia. Fiódor Pávlovich se acostaba muy tarde, sobre las tres o cuatro de la madrugada, y hasta entonces se paseaba por la sala o se sentaba en una butaca y meditaba. Se había convertido en su costumbre. A menudo pasaba la noche completamente solo en casa, después de despachar a los criados a su pabellón, pero la mayoría de las veces se quedaba con él el criado Smerdiakov, que dormía en la antesala sobre un gran baúl. La comida ya había acabado cuando entró Aliosha, pero aún tomaban el café y la confitura. A Fiódor Pávlovich le gustaban los dulces y el coñac después de la comida. Iván Fiódorovich estaba a la mesa y también tomaba café. Los criados Grigori y Smerdiakov estaban de pie junto a la mesa. Tanto amos como criados se sentían visiblemente animados y llenos de una felicidad extraordinaria. Fiódor Pávlovich reía con sonoras carcajadas. Aliosha, ya desde el vestíbulo, oyó su risa estridente que conocía tan bien y enseguida concluyó, por el tono de sus risotadas, que su padre, todavía lejos de estar borracho, solo daba rienda suelta a su buen humor.
–¡Aquí está, aquí lo tenemos! —gritó Fiódor Pávlovich, terriblemente contento de pronto de ver a Aliosha—. Ven a sentarte con nosotros, toma un café. Es sin azúcar, sin azúcar, pero está caliente y es muy bueno. No te ofrezco coñac porque haces ayuno, pero si quieres un poco… ¿Quieres? No, mejor será que te dé un licor, ¡es de excelente calidad! Smerdiakov, ve al armario, el segundo estante a la derecha, toma la llave, ¡rápido!
Aliosha se negó enseguida a aceptar el licor.
–Lo serviremos de todos modos, si no para ti, para nosotros —dijo Fiódor Pávlovich, radiante—. Pero espera, ¿has comido?
–Sí —respondió Aliosha que, a decir verdad, solo había tomado un trozo de pan y un vaso de kvas en la cocina del padre higúmeno—. Pero tomaré de buena gana un café caliente.
–¡Bravo, querido! Tomará un poco de café. ¿Habrá que calentarlo? ¡Ah, no, si está hirviendo! Es un café de primera, preparado por Smerdiakov. Con el café y las empanadas mi Smerdiakov es un artista, sí, y con la sopa de pescado, tres cuartos de lo mismo. Ven a probarla alguna vez, avisa con tiempo… Pero espera, espera, ¿no te dije esta mañana que te trasladaras aquí con el jergón y la almohada? ¿Has traído el jergón? ¡Je, je, je!
–No, no lo he traído —contestó Aliosha con una sonrisa.
–Ah, te has asustado antes, ¿verdad? Te has asustado. Oh, querido mío, ¿acaso podría yo ofenderte? Escucha, Iván, no puedo resistirme cuando me mira así a los ojos y se ríe. Hasta mis entrañas empiezan a reírse con él, ¡lo quiero! Aliosha, acércate, deja que te dé mi bendición paterna. —Aliosha se levantó, pero Fiódor Pávlovich ya había cambiado de idea—. No, no, por ahora solo te haré la señal de la cruz, así que siéntate. Bueno, ahora te vas a divertir, y precisamente con tu tema. Te vas a reír a base de bien. Nuestra burra de Balaam[89] se ha puesto a hablar, ¡y cómo habla, cómo!
La burra de Balaam resultó ser el lacayo Smerdiakov. Todavía joven, de unos veinticuatro años, era terriblemente insociable y taciturno. No es que fuera un salvaje o que se avergonzara de algo: no, al contrario, era de natural arrogante