Dmitri Fiódorovich se puso de pie y, emocionado, dio un paso, luego otro, sacó el pañuelo, se secó el sudor de la frente, después se sentó de nuevo, pero no en el mismo sitio que antes, sino en otro, en el banco de enfrente, junto a la otra pared, de modo que Aliosha tuvo que volverse por completo para verle la cara.
V. La confesión de un corazón ardiente. «Cabeza abajo»
—Ahora —dijo Aliosha— conozco la primera mitad de este asunto.
–La primera mitad la entiendes: es un drama y pasó allí. La segunda parte, en cambio, es una tragedia, y pasará aquí.
–De la segunda mitad, sin embargo, aún no entiendo nada —dijo Aliosha.
–¿Y yo? ¿Acaso lo entiendo yo?
–Espera, Dmitri, hay una palabra decisiva. Dime: tú eres su prometido, ¿no? ¿Lo sigues siendo?
–Nos prometimos, pero no enseguida, sino tres meses después de lo que te acabo de contar. Al día siguiente de lo sucedido, me dije que aquello estaba liquidado, zanjado, que no tendría continuación. Ir a pedir su mano me parecía una bajeza. Por su parte, en las seis semanas que pasó luego en nuestra ciudad, no me dejó oír ni una palabra suya. Con una excepción: al día siguiente de su visita se coló en mi habitación su doncella y, sin mediar palabra, me entregó un sobre. Iba dirigido a mí. Lo abrí: estaba el cambio de los cinco mil rublos. Necesitaban cuatro mil quinientos y, en la venta del título, debían de haber perdido un poco más de doscientos rublos. En total me mandó, me parece, doscientos sesenta, no lo recuerdo muy bien, y nada más que el dinero: ni una carta, ni una nota, ni una explicación. Busqué en el sobre alguna marca de lápiz: ¡nada! Así que me fui de parranda con los rublos que me quedaban, hasta que el nuevo mayor se vio forzado finalmente a llamarme al orden. El teniente coronel devolvió los fondos del Estado, felizmente y para sorpresa de todos, porque nadie creía ya que dispusiera de la suma íntegra. Entregó el dinero y se puso enfermo, tuvo que guardar cama tres semanas; luego repentinamente sufrió un reblandecimiento cerebral y al cabo de cinco días murió. Fue enterrado con honores militares, pues aún no había tenido tiempo de presentar su dimisión. Katerina Ivánovna, la hermana de ésta y la tía, unos diez días después de haber dado sepultura al padre, se trasladaron a Moscú. Y fue justo antes de su partida, el mismo día en que se iban (no las había visto ni les había dicho adiós), cuando recibí un sobrecito diminuto, de color azul, con papel de encaje en el que estaba escrita a lápiz una sola línea: «Le escribiré, espere». Nada más.
»Te explicaré el resto en dos palabras. En Moscú, su situación cambió a la velocidad del rayo y dio un vuelco inesperado digno de un cuento árabe. Su principal parienta, la viuda de un general, perdió de repente a sus dos sobrinas, que eran sus dos herederas más inmediatas: ambas murieron de viruela en el espacio de una semana. Trastornada, la vieja acogió a Katia como a su propia hija, como la estrella de la salvación, se volcó en ella, rehízo inmediatamente su testamento a su favor, pero eso era para el futuro, y, entretanto, le dio a tocateja ochenta mil rublos, como si le dijera: ésta es tu dote, haz con ella lo que quieras. Una mujer histérica, he tenido oportunidad de observarla más tarde, en Moscú. Así que de repente recibí cuatro mil quinientos rublos por correo; me quedé perplejo, desde luego; de la sorpresa enmudecí. Tres días después, llegó también la carta prometida. Aquí la tengo, siempre la llevo conmigo y la conservaré hasta que me muera. ¿Quieres que te la enseñe? Tienes que leerla: se ofrece a ser mi prometida, ella misma se ofrece. “Le amo con locura —dice—, me da igual que usted no me ame, sea solo mi marido. No tema, no le molestaré en absoluto, seré su mueble, la alfombra que pise… Quiero amarle eternamente, quiero salvarle de sí mismo…” ¡Aliosha, no soy digno siquiera de repetir esas líneas con mis palabras de canalla, con mi sempiterno tono de canalla, que nunca he sido capaz de corregir! Esta carta me ha atravesado hasta hoy y, ¿acaso me siento aliviado ahora, acaso me siento bien ahora? Enseguida le escribí una respuesta (no podía de ningún modo ir a Moscú). Le escribí con lágrimas; de una cosa me avergonzaré eternamente; le mencioné que ella ahora era rica y tenía dote, mientras que yo solo era un pobre soldado: ¡le hablé de dinero! Tendría que haberme contenido, pero la pluma me traicionó. En el mismo momento, enseguida, escribí a Iván en Moscú y se lo expliqué todo por carta en la medida de lo posible: era una carta de seis hojas, y le mandé que fuera a verla. ¿Por qué me miras, por qué me observas así? Sí, Iván se enamoró de ella y sigue enamorado, lo sé, cometí una estupidez, según vosotros, según el mundo, pero quizá esa estupidez sea la que nos salve ahora a todos. Ah, ¿no ves cómo lo respeta, en qué gran estima lo tiene? ¿Acaso puede compararnos a los dos y aún amar a un hombre como yo, sobre todo después de lo que ha pasado aquí?
–Estoy convencido de que ella ama a un hombre como tú y no a un hombre como él.
–Es su propia virtud lo que ella ama, no a mí —se le escapó de repente a Dmitri Fiódorovich, sin querer, aunque casi con rabia. Se echó a reír, pero un momento después sus ojos refulgieron, se ruborizó por completo y pegó un puñetazo con fuerza en la mesa—. Te lo juro, Aliosha —exclamó con una ira terrible y sincera contra sí mismo—, puedes creerme o no, pero, como que Cristo es Dios, te juro, aunque acabo de burlarme de sus sentimientos elevados, que sé que mi alma es un millón de veces más insignificante que la suya y que los excelsos sentimientos que la mueven son sinceros, ¡como los de un ángel celestial! Ésa es la tragedia, que lo sé con certeza. ¿Qué daño hace declamar un poco? ¿Acaso no lo hago yo? Y soy sincero, ¿lo entiendes?, sincero. En cuanto a Iván, entiendo muy bien con qué aire de maldición debe mirar ahora la naturaleza, y ¡con esa inteligencia suya! ¿A quién, a qué se ha dado preferencia? Le ha sido dada al monstruo que, incluso aquí, estando ya prometido y con todos los ojos puestos en él, no ha podido poner freno a sus escándalos: ¡y eso delante de su prometida, sí, delante de ella! Aun así, un hombre como yo es el preferido y a él se le rechaza. Pero ¿por qué? Pues ¡porque esta joven, por agradecimiento, quiere violar su vida y su destino! ¡Qué absurdo! Nunca le he dicho nada de esto a Iván; Iván, desde luego, tampoco me ha dicho ni media palabra, no ha hecho la menor alusión; pero el destino se cumplirá, el digno permanecerá en su sitio, mientras que el indigno se esconderá en su callejón para siempre, en su sucio callejón, en aquel callejón que le gusta y es tan propio de él, y allí, en el fango y el hedor, perecerá de buen grado y con placer. Estoy delirando, todas mis palabras están gastadas, como si las soltara al azar, pero tal como acabo