Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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Cheti-Minéi, a menudo en silencio y a solas, calándose cada vez sus grandes gafas redondas de montura plateada. Leía pocas veces en voz alta, si acaso en Cuaresma. Le gustaba el Libro de Job, había sacado de no se sabe dónde una colección de discursos y de sermones de «nuestro santo padre Isaac de Siria»[73], y lo leyó obstinadamente muchos años, casi sin entender nada, pero quizá fuera por ese motivo por lo que quería y apreciaba ese libro más que ningún otro. En los últimos tiempos había empezado a escuchar y a estudiar a los flagelantes, tras haber conocido a algunos en la vecindad, y se quedó visiblemente impresionado, si bien no le pareció justo abandonar su fe por otra. Sus lecturas de «cosas divinas» habían conferido a su fisonomía, como es natural, un aspecto aún más solemne.

      Quizá tuviera propensión al misticismo. Pero, como hecho a propósito, la llegada al mundo y la muerte de su hijo de seis dedos coincidieron con otro incidente muy extraño, inesperado y singular, que dejó en su alma, según la expresión que utilizaría más adelante, una «huella». Sucedió que el mismo día en que enterraron a la criatura de seis dedos, Marfa Ignátievna, tras despertarse en plena noche, oyó como los llantos de un recién nacido. Se asustó y despertó a su marido. Éste aguzó el oído y se dio cuenta de que más bien era alguien que gemía, «parecía una mujer». Se levantó y se vistió; era una noche de mayo, bastante cálida. Al salir a la entrada, oyó con claridad que los gemidos provenían del huerto. Pero el huerto, por la noche, estaba cerrado con llave desde el patio y no había modo alguno de entrar por otro lugar, pues estaba cercado por una valla alta y recia. De vuelta a casa, Grigori encendió un farol, tomó la llave del huerto y, sin prestar atención al miedo histérico de su mujer, quien continuaba asegurando que oía el llanto de un niño y que seguramente era su hijo, que lloraba y la llamaba, se fue en silencio al huerto. Allí comprendió claramente que los gemidos provenían de la pequeña bania[74] que tenían en el huerto, no lejos de la cancela, y que quien gemía era en realidad una mujer. Al abrir la bania, descubrió un espectáculo ante el cual se quedó estupefacto: una pobre inocente de la ciudad, una yuródivaia, que vagabundeaba por las calles y que todo el mundo conocía con el sobrenombre de Lizaveta la Maloliente[75], se había refugiado en la bania y acababa de alumbrar a un niño. La criatura yacía a su lado, y ella agonizaba. La mujer no decía una palabra, por la sencilla razón de que no sabía hablar. Pero todo esto habría que explicarlo aparte…

      II. Lizaveta la maloliente

      Había en esto una circunstancia especial que impresionó profundamente a Grigori y que vino a confirmar definitivamente una sospecha desagradable y repugnante que había tenido. Esta Lizaveta la Maloliente era una muchacha de muy baja estatura, que medía «dos arshiny[76] y pico», como decían enternecidas muchas viejecitas devotas de nuestra ciudad al recordarla después de muerta. Su rostro de veinte años, sano, ancho y sonrosado, era totalmente el de una idiota; sus ojos al mirar se quedaban clavados de una manera desagradable, aunque tranquila. Siempre, tanto en invierno como en verano, iba con los pies desnudos, vestida únicamente con una camisa de cáñamo. Sus cabellos casi negros, muy tupidos, rizados igual que la lana de una oveja, cubrían su cabeza como un enorme gorro de piel. Además, siempre estaban manchados de tierra, de barro, cubiertos de hojitas, briznas y virutas, porque siempre dormía en el suelo y entre suciedad. Su padre, Iliá, era un menestral enfermizo y arruinado que bebía mucho; no tenía hogar y desde hacía muchos años se ganaba la vida trabajando en casa de unos amos acomodados, menestrales también de nuestra ciudad. La madre de Lizaveta había muerto hacía mucho tiempo. Siempre enfermo y rabioso, Iliá golpeaba a Lizaveta de una manera inhumana, cuando ésta iba a casa. Pero aparecía por allí en muy contadas ocasiones, porque se ganaba el pan en todas partes como una yuródivaia, una santa criatura de Dios. Los amos de Iliá, el propio Iliá e incluso muchos ciudadanos compasivos, sobre todo comerciantes y sus mujeres, habían intentado más de una vez vestir a Lizaveta de una manera más decente que con la sola camisa y, para el invierno, siempre le ponían una larga zamarra de piel de oveja y la calzaban con un par de botas altas; ella solía dejar que la vistieran, sin poner objeciones, pero luego se iba y, en cualquier sitio, en especial en el atrio de la catedral, se despojaba de todo lo que le habían ofrecido —un pañuelo, una falda, la zamarra, las botas—, lo dejaba todo allí y se iba descalza, sin más ropa que la camisa, como antes. Una vez el nuevo gobernador de nuestra provincia, en una visita de inspección a nuestra pequeña ciudad, se sintió muy agraviado en sus mejores sentimientos al ver a Lizaveta y, aun entendiendo que se trataba de una yuródivaia, tal y como le habían informado, señaló que una joven que vagaba por las calles sin más ropa que una camisa era un atentado contra la decencia y ordenó que en lo sucesivo no se volviera a repetir. Pero el gobernador se fue y a Lizaveta la dejaron tal como estaba. Su padre acabó muriendo y ella, como huérfana, fue aún más querida por todas las almas piadosas de la ciudad. En efecto, parecía incluso que todos la querían; los niños no se burlaban de ella ni la ofendían, y eso a pesar de que nuestros niños, sobre todo en la escuela, son unos gamberros. Entraba en casas de desconocidos y nadie la echaba; al contrario, todos le daban muestras de cariño y una monedita de medio kopek. Le daban la monedita, ella la tomaba y enseguida iba a echarla en un vaso de limosna, bien para la iglesia, bien para la cárcel. Si en el mercado le daban una rosca de pan o un bollo, se lo regalaba siempre al primer niño con el que se encontraba, o bien paraba a una de las señoras más ricas de nuestra ciudad, también para dárselo, y las señoras lo aceptaban incluso con alegría. En cuanto a ella, no se alimentaba más que con pan negro y agua. A veces entraba en una tienda opulenta, se sentaba; allí había mercancías de valor, también dinero, pero los dueños de la tienda nunca la vigilaban, sabían que, aunque se olvidaran miles de rublos delante de ella, no cogería ni un kopek. En la iglesia entraba en muy contadas ocasiones, dormía sobre todo en los atrios de los templos o bien, tras saltar una valla de zarzo (seguimos teniendo en la ciudad muchas vallas de zarzo en lugar de madera), en el huerto de alguien. Por su casa, es decir, por la casa de aquellos amos donde había vivido su difunto padre, aparecía aproximadamente una vez por semana y, en invierno, iba también todos los días, pero solo para pasar la noche, y pernoctaba bien en el zaguán, bien en el establo. Se sorprendían de que pudiera soportar semejante vida, pero ella ya estaba acostumbrada; aunque era de pequeña estatura, tenía una complexión extraordinariamente robusta. Algunos de nuestros señores afirmaban que, todo eso, lo hacía solo por orgullo, pero de alguna manera esa opinión no se sustentaba: no sabía pronunciar ni una sola palabra, solo de vez en cuando conseguía mover la lengua y proferir un mugido. ¡Cómo se podía hablar de orgullo! Una vez (hace ya bastante tiempo), en una clara y templada noche septembrina de plenilunio, a una hora muy tardía para nuestras costumbres locales, una embriagada cuadrilla de señores de nuestra ciudad, unos cinco o seis hombres gallardos que habían estado de juerga, volvían del club a sus casas, atajando por patios traseros. Los dos lados del callejón estaban bordeados de vallas de zarzo tras las cuales se extendían los huertos de las casas adyacentes; el callejón daba a una pasarela que atravesaba ese largo y maloliente charco que entre nosotros se califica a veces de riachuelo. Junto a la valla, entre ortigas y bardanas, nuestra pandilla descubrió a la durmiente Lizaveta. Los señores, que estaban de lo más alegres, se detuvieron delante de ella riendo a carcajadas y se pusieron a bromear diciendo todas las obscenidades posibles. A un joven petimetre se le ocurrió hacer una pregunta completamente excéntrica sobre un tema imposible: «¿Podría alguien, quienquiera que fuese, tomar a semejante bestia por una mujer, en este mismo momento, etcétera?». Todos, con orgullosa repugnancia, determinaron que era imposible. Pero en ese grupo se encontraba Fiódor Pávlovich, quien de pronto dio un brinco y declaró que sí, que se la podía considerar una mujer, y hasta sobradamente, y que eso incluso le añadía una especie de picante particular, etcétera, etcétera. Cierto, en esa época, entre nosotros, Fiódor Pávlovich trataba de representar de un modo demasiado ostentoso el papel de bufón, le gustaba exhibirse y hacer reír a los señores, en un aparente plano de igualdad, por supuesto, pero, en realidad, se portaba ante ellos como un patán. Eso ocurrió en el momento preciso en que acababa de llegarle de San Petersburgo la noticia de la muerte de su primera esposa, Adelaída Ivánovna, y, cuando, con un crespón en el


<p>73</p>

Isaac de Siria o Isaac de Nínive, monje y autor espiritual nacido en la región de Beit Qatraye (actual Qatar), a orillas del golfo Pérsico, en el siglo VII. Fue consagrado obispo de Nínive, pero poco tiempo después renunció y regresó a la vida de ermitaño.

<p>74</p>

Baño de vapor tradicional ruso. Solía ser una construcción de madera, independiente de la vivienda.

<p>75</p>

En ruso, Lizaveta Smerdiáshchaia (del verbo smerdet, «heder, apestar»); de ahí procede el apellido Smerdiakov, el cual, como se explica en el capítulo siguiente, significa algo así como «el hijo de la Maloliente».

<p>76</p>

Un arshín (en plural, arshiny) es una antigua medida de longitud rusa equivalente a 0,71 metros.