Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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enigmas que abruman al hombre en la tierra! Desentráñalos como puedas y sal intacto. ¡La belleza! No puedo soportar que un hombre de gran corazón y elevada inteligencia empiece con el ideal de la Madona y termine con el de Sodoma. Pero aún más espantoso es que, llevando en el alma el ideal de Sodoma, no reniegue del de la Madona, que siga ardiendo por él su corazón, y de verdad, como en los años inmaculados de su juventud. No, el ser humano es vasto, demasiado vasto, me gustaría reducirlo. ¡El diablo sabrá lo que significa! Lo que a la razón se le presenta como una vergüenza, para el corazón no es sino belleza. ¿En Sodoma hay belleza? Créeme, para la mayoría de la gente es precisamente en Sodoma donde reside la belleza: ¿no conocías ese secreto? Lo terrible es que la belleza no solo es espantosa, sino también un enigma. Es la lucha entre el diablo y Dios, con el corazón del hombre como campo de batalla. De todos modos, cada uno habla de lo que le duele. Escucha, ahora vamos al grano.

      IV. La confesión de un corazón ardiente. En anécdotas

      —Yo allí llevaba una vida disoluta. Nuestro padre decía hace poco que he gastado miles de rublos en seducir doncellas. Es una sucia invención, nunca ha sido así y, en cuanto a lo que en realidad hubo, para «eso», de hecho, no fue necesario dinero. Para mí, el dinero es el accesorio, la fiebre del alma, el decorado. Hoy soy el amante de una señora, mañana lo seré de una chica de la calle. Y a una y a otra las divierto, tiro el dinero a manos llenas: música, jolgorio, cíngaros. Si hace falta, se lo doy a ellas también, porque lo cogen, lo cogen con frenesí, hay que reconocerlo, y se quedan contentas y agradecidas. Las señoritas me amaban, no todas, pero pasaba, sí, pasaba; con todo, siempre me han gustado los callejones, los rincones perdidos y oscuros, más allá de la plaza: allí se encuentran aventuras, sorpresas inesperadas, pepitas de oro en el barro. Me expreso alegóricamente, hermano. En nuestra pequeña ciudad no existían estos callejones en el plano material, pero sí desde el punto de vista moral. Si tú fueras como yo, entenderías lo que eso significa. Me gustaba la depravación, me gustaba también por su misma abyección. Me gustaba la crueldad: ¿acaso no soy una chinche, un insecto maligno? En una palabra, ¡soy un Karamázov! Una vez se organizó en toda la ciudad una salida al campo, partieron siete troikas; en la oscuridad, en pleno invierno, en el trineo, me puse a estrechar la mano de una vecinita y la obligué a que me besara; era la hija de un funcionario, una chica pobre, gentil, tímida, sumisa. Me dejó hacer, me permitió muchas cosas en la oscuridad. Imaginaba, pobrecita, que al día siguiente me presentaría en su casa para pedir su mano (me apreciaban, sobre todo, como un buen partido); pero después de aquello no le dije una palabra en cinco meses, ni siquiera media palabra. Cuando había baile (y no se hacía más que bailar) veía sus ojos acechándome desde un rincón de la sala, veía cómo ardían con una llamita, con una llamita de mansa indignación. Este juego no hacía sino divertir la lujuria de insecto que alimentaba en mí. Al cabo de cinco meses, se casó con un funcionario y se fue… enfadada y quizá queriéndome aún. Ahora viven felices. Fíjate que a nadie le he dicho nada, no la he mancillado; a pesar de mis bajos deseos y de que amo la bajeza, no carezco de honor. Te ruborizas, tus ojos brillan. Basta de suciedad para ti. Y todo esto no es nada todavía, solo florecillas a lo Paul de Kock[87], aunque el cruel insecto ya había crecido, ya se había hecho grande en mi alma. Hermano, tengo un álbum entero de recuerdos. Que Dios las ampare, a mis queriditas. Al romper me gustaba que fuera sin riñas. Nunca he traicionado ni difamado a ninguna. Pero basta. ¿Creías que te había hecho venir aquí solo para estas porquerías? No, te contaré algo más curioso; pero no te sorprendas de que no me avergüence delante de ti y que incluso parezca que me siento feliz.

      –Dices esto porque me he sonrojado —observó repentinamente Aliosha—. No me he ruborizado por tus palabras, ni siquiera por tus actos, sino porque soy como tú.

      –¿Tú? Bueno, eso es ir demasiado lejos.

      –No, demasiado lejos no —replicó Aliosha con ardor. (Por lo visto, esa idea habitaba en él hacía mucho tiempo)—. Los peldaños son los mismos. Yo estoy en el más bajo, y tú, más arriba, pongamos en el decimotercero. Así es como lo veo, pero de todos modos es lo mismo, es exactamente igual. Quien ha puesto el pie en el peldaño más bajo seguramente acabe subiendo sin falta hasta arriba.

      –Lo mejor, entonces, ¿sería no ponerlo?

      –Desde luego, si es posible.

      –Y tú, ¿puedes?

      –Me parece que no.

      –Calla, Aliosha, calla, querido, quisiera besarte la mano, así, de la emoción. Esa granuja de Grúshenka, que tiene ojo para los hombres, una vez me dijo que se te comería. ¡Me callo, me callo! Pasemos de las abominaciones, de los márgenes ensuciados por las moscas, a mi tragedia, también otro margen ensuciado por las moscas, es decir, lleno de vilezas. Si bien el viejo mintió en cuanto a lo de seducir inocentes, en esencia, en mi tragedia, así es como fue, aunque solo una vez y ni siquiera llegó a ocurrir. El viejo me reprochaba esas fábulas, pero no conoce este caso: nunca se lo he contado a nadie, tú serás el primero al que se lo cuente, aparte de Iván, por supuesto; él lo sabe todo, lo ha sabido mucho antes que tú. Pero Iván es una tumba.

      –Iván, ¿una tumba?

      –Sí. —Aliosha le escuchaba con una atención extrema—. Verás, aunque yo era teniente en un batallón de línea, aun así era objeto de vigilancia, como si fuera una especie de deportado. Pero en la pequeña ciudad me recibían magníficamente. Yo derrochaba mucho dinero, creían que era rico y yo mismo creía serlo. Por lo demás, algo de mí debía de gustarles también. Negaban con la cabeza, pero me querían de verdad. Mi teniente coronel, un viejo ya, me cogió ojeriza de buenas a primeras. Me buscaba las cosquillas, pero yo tenía mis contactos y, además, toda la ciudad me defendía, así que no me podía sacar muchas faltas. La culpa era mía, pues no le rendía los honores a los que tenía derecho, y lo hacía adrede. Yo era muy orgulloso. Ese viejo testarudo, que no era en absoluto mal hombre, de trato afable y hospitalario, había tenido dos esposas y las dos habían muerto. Una de ellas, la primera, provenía de una familia sencilla y le había dejado una hija, también sencilla. En mis tiempos era ya una soltera de veinticuatro años y vivía con su padre y su tía, la hermana de su difunta madre. La tía era la sencillez muda, y la sobrina, la hija mayor del teniente coronel, la sencillez avispada. Al recordarla, me gusta decir buenas palabras de ella: nunca, querido mío, he encontrado un carácter de mujer tan encantador como el de esa chica. Se llamaba Agafia, figúratelo, Agafia Ivánovna. Era bastante guapa para el gusto ruso: alta, fuerte, corpulenta, con unos ojos espléndidos y un rostro, digamos, algo tosco. No se casaba, aunque habían pedido dos veces su mano, decía que no y no perdía su alegría. Entablé una buena relación con ella, no de esa forma, no, todo era puro, se trataba de amistad. A menudo me avenía con mujeres sin el menor pecado, como amigos. Hablaba con ella de tantas cosas y de una manera tan abierta que, ¡ay!, no hacía sino echarse a reír. A muchas mujeres les gusta la franqueza, toma nota de ello, pero además era virgen, lo que me divertía mucho. Y otra cosa: no se la podía calificar en absoluto de señorita. Ella y la tía vivían en casa de su padre en una especie de humillación voluntaria, sin tratar de igualarse al resto de la sociedad. Todos la querían y la necesitaban porque, como costurera, era admirable: tenía talento, no pedía dinero por sus servicios, lo hacía por amabilidad, pero no rechazaba los regalos si se los ofrecían. En cuanto al teniente coronel, ¡no tenía nada que ver! Era una de las más grandes personalidades de nuestro lugar. Vivía en la opulencia, recibía en su casa a toda la ciudad, daba cenas y bailes. Cuando llegué y me incorporé al batallón, solo se hablaba, en la ciudad, de que pronto tendríamos una visita de la capital, la segunda hija del teniente coronel, sumamente bella entre las bellas, que acababa de salir de un instituto aristocrático de la capital. Esa segunda hija no era otra que Katerina Ivánovna, nacida de la segunda esposa del teniente coronel. Y esta segunda esposa, ya difunta, procedía de no sé qué familia noble de un gran general, aunque no aportó nada de dote a su marido, lo sé de buena fuente. Así que, aparte de ser de buena familia, no tenía más que algunas esperanzas, quizá, pero nada de dinero contante y sonante. Y, sin embargo, cuando llegó la joven recién salida del instituto (de visita, no para quedarse), nuestra pequeña ciudad fue como si se renovara, nuestras damas más ilustres, dos generalas, la coronela y, detrás de


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Paul de Kock (1793-1871), escritor francés, autor de novelas en las que describió la vida de la pequeña burguesía.