Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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a Fiódor Pávlovich, pero los demás mostraron mayor repugnancia que antes, si bien todo ello todavía con una jovialidad desmedida, y, finalmente, cada uno retomó su camino. Más tarde, Fiódor Pávlovich juró y perjuró que aquella noche se había ido con los demás; quizá fuera así realmente, nadie lo puede saber a ciencia cierta ni lo sabrá nunca, pero cinco o seis meses después todos en la ciudad empezaron a hablar con sincera y extraordinaria indignación de que Lizaveta estaba encinta, preguntaban, hacían indagaciones: ¿de quién era el pecado? ¿Quién era el ofensor? Y fue entonces cuando repentinamente se extendió por toda la ciudad el estrambótico rumor de que el ofensor había sido el propio Fiódor Pávlovich. ¿De dónde había salido ese rumor? De aquella pandilla de señores juerguistas para entonces ya solo quedaba en la ciudad uno de sus miembros, un hombre que, además de tener cierta edad, era un respetable consejero de Estado, con familia e hijas adultas, que de ningún modo habría difundido la noticia, ni aun cuando hubiese sucedido algo; en cuanto a los otros participantes, unos cinco hombres, ya se habían ido de la ciudad. Pero el rumor había apuntado directamente a Fiódor Pávlovich y seguía señalándolo. Desde luego, él nunca lo admitió: ni siquiera se dignó replicar a esos insignificantes mercaderes o menestrales. Entonces era un hombre orgulloso y se negaba a hablar si no era en compañía de funcionarios y nobles, a quienes tanto divertía. Fue en ese momento cuando Grigori, enérgicamente, con todas sus fuerzas, se alzó a favor de su señor y no solo lo defendía contra todas esas calumnias sino que discutía y reñía por él, haciendo cambiar a muchos de opinión. «Es ella, esa criatura ruin, la culpable», afirmaba con rotundidad; el ofensor no era otro que «Karp, el del tornillo» (así llamaban a un temible convicto, muy famoso en aquella época, que se acababa de escapar de la cárcel provincial y vivía oculto en nuestra ciudad). Esta conjetura parecía verosímil, pues se acordaban de Karp, recordaban precisamente que aquellas mismas noches, próximo el otoño, Karp había callejeado por la ciudad y desvalijado a tres personas. Pero todo este incidente y todas estas habladurías no solo no disiparon en absoluto la simpatía general por la pobre yuródivaia, sino que todos se pusieron a protegerla y a ampararla aún más. La señora Kondrátieva, viuda acomodada de un comerciante, incluso lo dispuso todo para llevar a Lizaveta a su casa ya a finales de abril y no dejarla salir hasta que diera a luz. La vigilaban sin descanso, pero al final, a pesar de toda la vigilancia, Lizaveta, ya por la noche, salió de pronto a escondidas de la casa de Kondrátieva y fue a parar al huerto de Fiódor Pávlovich. Cómo logró, en su estado, pasar por encima de la elevada y sólida valla del huerto sigue siendo una especie de enigma. Unos afirmaban que «alguien la había transportado» y otros que «algo la había transportado». Lo más probable es que todo ocurriera de una manera natural, si bien bastante complicada, y que Lizaveta, que sabía pasar por encima de las vallas de zarzo para entrar en los huertos ajenos a pasar la noche, se hubiese, de algún modo, encaramado también a la valla de madera de Fiódor Pávlovich y, desde lo alto, aun haciéndose daño, hubiese saltado al huerto, a pesar de su embarazo. Grigori se abalanzó sobre Marfa Ignátievna y la envió a que ayudara a Lizaveta, mientras él se iba corriendo en busca de una vieja partera, la mujer de un menestral que, por cierto, no vivía lejos. Salvaron al niño, pero Lizaveta murió al amanecer. Grigori tomó al recién nacido, lo llevó a su casa, hizo sentar a su mujer y se lo puso en el regazo, junto a su pecho: «Esta criatura de Dios, este huérfano, es pariente de todos, y aún más de nosotros. Nos lo envía nuestro pequeño difunto, ha nacido de un hijo del demonio y de una santa. Aliméntalo y no llores más». Así Marfa Ignátievna se hizo cargo del niño. Lo bautizaron y le pusieron de nombre Pável; en cuanto al patronímico, todos, incluidos ellos dos, sin que nadie así se lo indicara, empezaron a llamarlo Fiódorovich. Fiódor Pávlovich no puso objeción alguna y hasta encontró todo eso divertido, aunque siguió negando su implicación con todas sus fuerzas. En la ciudad gustó que acogiera al huérfano. Más adelante incluso pensó para él un apellido: lo llamó Smerdiakov por el apodo de su madre. Smerdiakov se convirtió en el segundo criado de Fiódor Pávlovich y vivía, al principio de nuestra historia, en el pabellón, con el viejo Grigori y la vieja Marfa. Hacía de cocinero. Haría mucha falta también que añadiera algo de él en particular, pero me da ya vergüenza distraer durante tanto tiempo la atención de mi lector hacia unos criados tan corrientes: por eso, retomo mi relato, con la esperanza de que se presente por sí sola la ocasión de hablar de Smerdiakov a lo largo de la novela.

      III. La confesión de un corazón ardiente. En verso

      Aliosha, tras haber oído la orden que su padre le había gritado desde el coche mientras se iba del monasterio, permaneció un rato inmóvil, en medio de una gran perplejidad. No es que estuviera allí clavado como un poste, esas cosas no le pasaban. Al contrario, pese a toda su turbación, se las arregló para dirigirse enseguida a la cocina del padre higúmeno y averiguar qué había hecho su progenitor arriba. Luego se encaminó a la ciudad, con la esperanza de que durante el recorrido lograría resolver de algún modo el problema que lo atormentaba. Me apresuraré a decir que los gritos de su padre y la orden de que se trasladara a casa «con las almohadas y el jergón» no le asustaban lo más mínimo. Entendía demasiado bien que esa orden, pronunciada en voz alta y con un grito tan ostentoso, había sido dada «en un arrebato», incluso en aras de la belleza, por así decir, de modo parecido a lo de aquel menestral de nuestra pequeña ciudad, que había bebido más de la cuenta en su fiesta de cumpleaños, en presencia de los invitados, se había enojado porque no le servían más vodka y de buenas a primeras se había puesto a romper su propia vajilla, a desgarrar su ropa y la de su mujer, a destrozar los muebles y, por último, los cristales de la casa, y todo eso, asimismo, en aras de la belleza. Una cosa de este género, desde luego, le acababa de ocurrir a su padre. Ni que decir tiene que al día siguiente aquel menestral, después de la juerga y tras pasársele la borrachera, había lamentado las tazas y los platos rotos. Aliosha sabía que también el viejo, sin duda, le dejaría volver al monasterio al día siguiente, o quizá incluso esa misma tarde. Estaba totalmente convencido, además, de que él era la última persona a la que su padre querría ofender. Aliosha estaba seguro de que nadie en el mundo quería ofenderlo nunca, y no solo es que no quisieran ofenderlo, sino que tampoco podían. Eso, para él, era un axioma, definitivamente aceptado, sin discusiones, y con éstas siguió adelante, sin la menor vacilación.

      Pero en ese momento se agitaba en él otro miedo, de un género completamente distinto, y mucho más doloroso, porque ni el propio Aliosha podía definirlo; era precisamente el miedo a la mujer y, en concreto, a Katerina Ivánovna, que tan insistentemente le había suplicado, en la nota que le había entregado la señora Jojlakova, que fuera a verla sin especificar el motivo. Esta petición y la apremiante necesidad de cumplirla despertaron al instante cierta sensación de tormento en su corazón y, durante toda la mañana, a medida que pasaba el tiempo, esa sensación había ido creciendo y haciéndose más dolorosa, a pesar de todas las escenas e incidentes que habían ocurrido después en el monasterio, así como hacía un momento junto al padre higúmeno, etcétera, etcétera. Lo que temía no era ignorar de qué quería hablarle ella y qué le respondería él. Y no era a la mujer, en general, lo que temía en ella: tenía escasos conocimientos de las mujeres, desde luego, pero, aun así, llevaba toda la vida, desde su más tierna infancia hasta su ingreso en el monasterio, viviendo únicamente con ellas. Temía en concreto a esa mujer, precisamente a Katerina Ivánovna. La había temido desde la primera vez que la vio. Y solo la había visto una o dos veces, puede que tres, y hasta había intercambiado algunas palabras con ella en una ocasión. Recordaba su imagen como la de una joven bella, arrogante e imperiosa. Pero no era su belleza lo que le atormentaba sino algo diferente. Era justamente esa inexplicable naturaleza de su miedo lo que acrecentaba su temor. Los fines de la joven eran nobilísimos, él lo sabía; se afanaba en salvar a su hermano Dmitri, que ya era culpable ante ella, y si se afanaba era solo por generosidad. Pero, a pesar de la conciencia y justicia que él no podía dejar de atribuir a todos esos sentimientos magníficos y generosos, un frío le recorría la espalda a medida que se acercaba a su casa.

      Se dio cuenta de que no hallaría a su hermano Iván Fiódorovich, tan cercano a ella, en casa de Katerina Ivánovna: su hermano debía de estar ahora con su padre. Estaba aún más seguro de que no encontraría a Dmitri allí, e intuía el porqué. Así que tendrían una charla en privado. Le habría gustado mucho ver, antes de esa conversación fatídica, a su hermano Dmitri,