Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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silencio.

      Y así fue: no se marcharon, y Fiódor Pávlovich les asignó un salario, pequeño, pero que les pagaba con regularidad. Grigori sabía, además, que tenía sobre su amo una influencia indiscutible. Lo sentía y era verdad. Bufón astuto y terco, Fiódor Pávlovich, de carácter muy firme «para ciertas cosas de la vida», como él mismo decía, tenía, para gran asombro suyo, un carácter más bien debilucho para tantas otras «cosas de la vida». Sabía muy bien cuáles eran y le daban mucho miedo. Para ciertas cosas de la vida hay que tener los oídos bien abiertos y eso resultaba muy duro sin un hombre de confianza al lado, y Grigori era un hombre fidelísimo. En muchas ocasiones a lo largo de su carrera, Fiódor Pávlovich había podido recibir algún que otro golpe, y además doloroso, y siempre había acudido en su ayuda Grigori, aunque luego, cada vez, recibía un sermón de su amo. Pero no eran solo los golpes lo que asustaba a Fiódor Pávlovich: había casos más graves, incluso muy delicados y complicados, en los que ni siquiera él, quizá, habría sido capaz de definir esa extraordinaria necesidad que sentía de una persona fiel y cercana, la cual experimentaba a veces, de repente, en un instante y de manera incomprensible, dentro de sí. Eran casos casi enfermizos: depravadísimo y a menudo cruel en su lujuria, como un insecto maligno, Fiódor Pávlovich sentía repentinamente, en alguna ocasión, en esos minutos de embriaguez, un miedo espiritual y una sacudida moral que repercutían casi físicamente, por así decirlo, en su alma. «Es como si en esos momentos el alma me palpitase en la garganta», decía a veces. Era justo en esos instantes cuando le gustaba tener a su lado, próximo a él, quizá no en la misma habitación, pero sí en el pabellón, a un hombre leal, firme, completamente distinto a él, no corrompido, y que, aun siendo testigo de su vida en continuo libertinaje y estando al corriente de todos sus secretos, por su fidelidad, le permitiera cualquier cosa, no se opusiera y, lo más importante, no le reprochara nada ni lo amenazara con nada, ya fuera en este mundo o en el futuro, y que, en caso de necesidad, también lo defendiera… ¿de quién? De alguien desconocido, pero terrible y peligroso. Lo esencial era precisamente que debía tener sin falta a otro hombre, un viejo amigo a quien poder llamar en un mal momento, solo para mirarlo a la cara, quizá para intercambiar alguna palabrita, aunque fuera de escasa importancia, y si Grigori se quedaba igual, si no se enfadaba, sentía al instante un alivio en el corazón, pero, si se enojaba, en cambio, se ponía aún más triste. Algunas veces (aunque, por lo demás, muy pocas) Fiódor Pávlovich se presentaba, incluso en plena noche, en el pabellón y despertaba a Grigori, para que éste fuera un rato a hacerle compañía. Grigori iba, y Fiódor Pávlovich empezaba a hablarle de las tonterías más banales y enseguida le dejaba irse, a veces incluso con una pequeña burla o bromita; y luego, tras mandar todo a paseo, se acostaba y entonces dormía el sueño de los justos. Algo parecido le había pasado a Fiódor Pávlovich cuando llegó Aliosha. Aliosha le «atravesó el corazón» porque «vivía allí, lo veía todo y no reprobaba nada». Más aún, había traído consigo algo insólito: una falta total de desprecio por él, viejo como era; le mostraba, al contrario, una ternura constante y un cariño completamente sincero y natural, así como poco merecido. Todo eso había sido para el viejo depravado y célibe una grandísima sorpresa, totalmente inesperada para él, que hasta ese momento solo había amado «la inmundicia». Cuando se marchó Aliosha, se confesó a sí mismo que había entendido ciertas cosas que hasta entonces no había querido entender.

      Ya he mencionado al principio de mi relato cómo detestaba Grigori a Adelaída Ivánovna, la primera esposa de Fiódor Pávlovich y madre de su primer hijo, Dmitri Fiódorovich, y cómo, por el contrario, defendía a su segunda mujer, la histérica Sofia Ivánovna, contra su propio señor y contra todo aquel a quien se le ocurriera decir una palabra mala o frívola sobre ella. La simpatía por esta desgraciada se había convertido para él en algo tan sagrado que ni siquiera veinte años más tarde hubiese soportado de nadie la más mínima alusión acerca de ella y el ofensor se habría encontrado en el acto con su réplica. Por su aspecto, Grigori era un hombre frío y serio, poco hablador, que pronunciaba palabras solemnes, mesuradas. A primera vista también era imposible dilucidar si quería o no a su dócil y obediente mujer; pero sí, en realidad la amaba, y ella, desde luego, lo comprendía. Esta Marfa Ignátievna era una mujer que no solo no era estúpida sino que quizá incluso fuese más inteligente que su marido, por lo menos más sensata en las cuestiones de la vida, y, sin embargo, se había subordinado con resignación y en silencio desde el principio mismo de su unión conyugal y sin duda lo respetaba por su superioridad espiritual. Es digno de señalar que, entre los dos, a lo largo de su vida en común, habían hablado poquísimo y solo de las cosas más corrientes e imprescindibles. El circunspecto y majestuoso Grigori reflexionaba sobre sus asuntos y preocupaciones siempre a solas, así que Marfa Ignátievna había entendido hacía mucho tiempo, y de una vez para siempre, que él no necesitaba en absoluto sus consejos. Sentía que su marido valoraba su silencio y que lo consideraba una prueba de inteligencia. Golpearla no la había golpeado nunca, a excepción de una sola vez, aunque muy levemente. En cierta ocasión, en el pueblo, durante el primer año de matrimonio de Adelaída Ivánovna y Fiódor Pávlovich, las jóvenes y mujeres del pueblo, entonces aún siervas, se reunieron en el patio de la casa señorial para cantar y bailar. Empezaron a entonar En los prados cuando, de pronto, Marfa Ignátievna, a la sazón una mujer aún joven, saltó delante del coro y bailó la «danza rusa» de una manera especial, no a la manera del campo, como las otras mujeres, sino como la bailaba cuando servía en casa de los ricos Miúsov, en su teatrito privado, donde un maestro de baile, venido expresamente de Moscú, enseñaba danza a los actores. Grigori estuvo viendo a su mujer bailar y, ya en su isba, una hora después, le dio una lección, tirándole un poco del pelo. Pero los golpes se terminaron ahí para siempre, y no volvieron a repetirse en toda su vida; además, Marfa Ignátievna, desde ese día, hizo el voto de no bailar.

      Dios no les había dado hijos; tuvieron una criatura, sí, pero murió. Era obvio que a Grigori le gustaban los niños, ni siquiera lo ocultaba, es decir, no se avergonzaba de manifestarlo. A Dmitri Fiódorovich lo tomó a su cargo al huir Adelaída Ivánovna, cuando era un niño de tres años, y lo cuidó casi un año; él mismo lo peinaba y lo lavaba en la tina. Luego se ocupó también de Iván Fiódorovich y de Aliosha, lo que le valió una bofetada, pero todo esto ya lo he contado. Su propio hijo solo le dio la alegría de la esperanza, cuando Marfa Ignátievna aún estaba encinta. Cuando nació, sin embargo, le atravesó el corazón de pena y horror. El hecho es que el niño había venido al mundo con seis dedos. Al verlo, Grigori se quedó tan abatido que no solo estuvo callado hasta el día del bautizo sino que se iba a propósito al huerto para no hablar. Era primavera y, durante tres días seguidos, no hizo sino cavar bancales en el huerto. Al tercer día había que bautizar al niño; para entonces, Grigori ya había tenido tiempo de pensar algo. Al entrar en la isba donde se había reunido el clero con los invitados y, finalmente, con el propio Fiódor Pávlovich, que se había presentado en calidad de padrino, declaró de repente que al niño «no había que bautizarlo bajo ningún concepto»; lo dijo en voz baja, sin excederse en palabras, articulándolas con desgana, limitándose a posar su mirada fija e inexpresiva sobre el sacerdote.

      –¿Por qué? —le preguntó el sacerdote con un asombro jovial.

      –Porque… es un dragón… —musitó Grigori.

      –¿Cómo que un dragón? ¿Qué dragón?

      Grigori guardó silencio unos momentos.

      –Se ha producido una confusión de la naturaleza… —farfulló y, si bien habló de manera muy poco clara, lo hizo con firmeza, sin ganas, a todas luces, de dar más explicaciones.

      Se echaron a reír y, como es natural, bautizaron al pobre niño. Grigori rezó con fervor junto a la pila bautismal, pero no cambió de opinión sobre el recién nacido. Por lo demás, no se opuso a nada, pero en las dos semanas que vivió la enfermiza criatura apenas lo miró, incluso hacía como si no estuviera y pasaba la mayor parte del tiempo fuera de la isba. Pero, cuando al cabo de dos semanas el niño murió de difteria, el propio Grigori lo depositó en el ataúd, lo miró con una profunda tristeza y, en el momento en que cubrían de tierra su pequeña y poco honda tumba, se arrodilló y se inclinó hasta el suelo. Desde entonces, durante muchos años no mencionó a su hijo ni una vez, y tampoco Marfa Ignátievna, en su presencia, se acordaba de él y cuando alguna vez hablaba con alguien de