El padre Paísi callaba con obstinación. Miúsov salió a toda prisa de la estancia, y Kalgánov fue tras él.
–Bueno, padres, ¡yo también voy detrás de Piotr Aleksándrovich! No pienso volver más aquí; así me lo pidan de rodillas, no pienso volver. Les mandé mil rubletes, y a ustedes han vuelto a encandilárseles los ojos, ¡je, je, je! No, no voy a añadir nada más. ¡Me estoy vengando por mi pasada juventud, por todas mis humillaciones! —Dio un puñetazo en la mesa, en un acceso de fingida emoción—. ¡Este monasterio ha significado mucho en mi vida! ¡Muchas lágrimas amargas he derramado por él! Ustedes pusieron en mi contra a mi mujer, a la enajenada. ¡Me han maldecido ustedes en siete concilios, me han criticado en toda la región! ¡Ya basta, padres! Éste es un siglo liberal, es el siglo de los barcos de vapor y de los ferrocarriles. Ni mil rublos, ni cien, ni cien kopeks: ¡no van a recibir de mí nada de nada!
Otra nota bene: nuestro monasterio no había tenido nunca un significado especial en la vida de Fiódor Pávlovich, quien jamás había vertido una sola lágrima amarga por su causa. No obstante, Fiódor Pávlovich estaba tan emocionado con esas fingidas lágrimas suyas que por un momento estuvo a punto de llegar a creérselas; poco le faltó incluso para echarse a llorar, enternecido, pero en ese preciso instante creyó que ya era tiempo de volver grupas. El higúmeno, ante aquella ponzoñosa mentira, inclinó la cabeza y volvió a decir, en tono imponente:
–También se ha dicho: «Sufre con resignación y alegría la infamia inmerecida que sobre ti pesa, y no te aflijas ni odies a tu infamador». Así obraremos.
–¡Bah, subterfugios! ¡Y galimatías! Sigan con sus subterfugios, padres, que yo me voy. Y a mi hijo Alekséi me lo llevo para siempre, en virtud de mi patria potestad. ¡Iván Fiódorovich, reverente hijo mío, haga el favor de seguirme! ¡Von Sohn, para qué quieres quedarte aquí! Ven conmigo a la ciudad. En mi casa hay alegría. Estará como a una versta, y, en vez de aceite de ayuno[70] te daré lechón con gachas; comeremos; te sacaré un coñac, después un licorcito: tengo uno de frambuesa… ¡Ea, Von Sohn, no dejes que pase de largo la felicidad!
Salió gritando y gesticulando. Fue en ese momento cuando Rakitin lo vio y se lo señaló a Aliosha.
–¡Alekséi! —le gritó desde lejos el padre al verlo—. Hoy mismo te trasladas a mi casa definitivamente, y te llevas la almohada y el jergón, para que no quede ni rastro de ti en este sitio.
Aliosha se detuvo, como clavado en el suelo, sin decir nada, observando atentamente la escena. Fiódor Pávlovich, entretanto, se subió al coche, y tras él, sin volverse siquiera hacia Aliosha para despedirse, se dispuso a montar, taciturno y sombrío, Iván Fiódorovich. Pero justo entonces tuvo lugar otra escena estrafalaria y casi inverosímil, que vino a rematar todo el episodio. De pronto, al lado del estribo del coche, apareció el terrateniente Maksímov. Había llegado a la carrera, jadeante, para no retrasarse. Rakitin y Aliosha lo habían visto correr. Iba con tanta prisa que, en su precipitación, puso un pie en el estribo antes de que Iván Fiódorovich hubiera retirado su pie izquierdo y, agarrándose de la caja del coche, se preparó para subir de un salto.
–¡Yo también! ¡Yo también voy con ustedes! —exclamó, al tiempo que daba unos saltitos, con una risa alegre y entrecortada, con cara de dicha y dispuesto a cualquier cosa—. ¡Llévenme a mí también!
–¿No había dicho yo —gritó con entusiasmo Fiódor Pávlovich— que es Von Sohn? ¡Es el verdadero Von Sohn, resucitado de entre los muertos! ¿Cómo has podido salir de ahí? ¿Qué hacías ahí vonsohnizando? Y ¿cómo has podido, precisamente tú, abandonar la comida? ¡Hace falta ser duro de mollera! ¡Yo ya lo soy, pero tu caso, hermano, me tiene asombrado! ¡Salta, salta rápido! Deja que suba, Vania[71], será divertido. De un modo u otro, se echará a nuestros pies. ¿Vas a echarte, Von Sohn? ¿Y si le hacemos un hueco en el pescante, con el cochero?… ¡Salta al pescante, Von Sohn!
Pero Iván Fiódorovich, que ya se había acomodado en su sitio, sin decir nada, le dio de sopetón, con todas sus fuerzas, un empujón en el pecho a Maksímov, y este aterrizó a un sazhen[72] de distancia. Si no cayó al suelo, fue por casualidad.
–¡En marcha! —le gritó con rabia al cochero Iván Fiódorovich.
–Pero ¿qué haces? ¿Qué haces? ¿Por qué lo tratas así? —le reprendió Fiódor Pávlovich, pero el coche ya había arrancado.
Iván Fiódorovich no contestó.
–¡Qué cosas tienes! —empezó nuevamente Fiódor Pávlovich, mirando de reojo a su hijo, después de dos minutos de silencio—. Si fuiste tú el que pensó lo del monasterio, el que anduvo pinchando, el que dio su aprobación… ¿a qué viene ahora ese enfado?
–Ya está bien de decir sandeces, descanse un poco ahora, por lo menos —le cortó severo Iván Fiódorovich.
Fiódor Pávlovich volvió a quedarse un par de minutos callado.
–Un poco de coñac vendría bien ahora —comentó en tono sentencioso.
Pero Iván Fiódorovich no contestó.
–Cuando lleguemos, tú también beberás.
Iván Fiódorovich seguía sin decir nada.
Fiódor Pávlovich aguantó otro par de minutos.
–Pues a Aliosha, de todos modos, pienso sacarlo del monasterio, por muy desagradable que le resulte a usted, mi reverentísimo Karl von Moor.
Iván Fiódorovich se encogió de hombros desdeñosamente y, volviéndose, se puso a mirar el camino. A partir de ese momento, ya no dijeron nada hasta llegar a casa.
LIBRO TERCERO
LOS LUJURIOSOS
I. En el pabellón del servicio
La casa de Fiódor Pávlovich Karamázov se encontraba lejos del centro de la ciudad, aunque tampoco en las afueras. Era bastante vetusta, pero tenía una fachada agradable: de una sola planta, con entrepiso, pintada de un color tirando a gris y con tejado de hierro rojo. Por lo demás, aún podía tenerse en pie mucho tiempo, era espaciosa y acogedora. Albergaba muchos trasteros, escondites y escalerillas insospechadas. Las ratas pululaban en su interior, pero a Fiódor Pávlovich no le irritaban: «Al menos, con ellas, no se hacen tan aburridas las noches, cuando se queda uno solo». Pues, en efecto, tenía la costumbre de despachar a los criados por la noche a su pabellón y se encerraba a solas con llave. Ese pabellón, situado en el patio, era amplio y sólido. Fiódor Pávlovich había hecho instalar en él una cocina, pese a que ya había una en la casa principal; no le gustaba el olor a condumio, así que hacía que le llevaran la comida a través del patio tanto en invierno como en verano. La casa había sido construida para una familia numerosa y habría podido alojar al quíntuple de señores y criados. Pero en el momento de nuestro relato en la casa solo vivían Fiódor Pávlovich e Iván Fiódorovich, y el pabellón del servicio lo ocupaban en total tres criados: el viejo Grigori, su mujer, la vieja Marfa, y el joven Smerdiakov. Hay que hablar algo más en detalle de estos tres miembros del servicio. Del viejo Grigori Vasílievich Kutúzov, por otra parte, ya hemos dicho bastante. Hombre firme y severo, se encaminaba hacia lo que se proponía con una rectitud obstinada, siempre y cuando ese objetivo, por un motivo u otro (a menudo asombrosamente ilógico), se alzara ante él como una verdad absoluta. En pocas palabras, era honrado e incorruptible. Su mujer, Marfa Ignátievna, aun habiéndose sometido toda la vida sin rechistar a la voluntad de su marido, le había insistido de un modo espantoso, inmediatamente después de la liberación de los campesinos, por ejemplo, para que dejasen a Fiódor Pávlovich y se embarcaran en un pequeño negocio en Moscú (disponían de algunos ahorros), pero Grigori decidió entonces, y de una vez por todas, que su mujer mentía, «porque ninguna mujer es sincera», y que no debía abandonar a su antiguo amo, fuera éste como fuera, «porque ahora era ése su deber».
–¿Tú entiendes lo que es el deber? —le