–¿Cómo sabes tú todas esas cosas? ¿Por qué lo dices con tanto aplomo? —preguntó bruscamente Aliosha, frunciendo de pronto el ceño.
–Y tú ¿por qué me lo preguntas y tienes tanto miedo a mi respuesta? Eso es porque admites que he dicho la verdad.
–Tú a Iván no le tienes simpatía. Iván no se dejaría tentar por el dinero.
–¿Tú crees? ¿Y por la belleza de Katerina Ivánovna? No es solo cuestión de dinero, aunque sesenta mil rublos es algo bien seductor.
–Iván tiene miras más elevadas. Tampoco se dejaría seducir por miles de rublos. No es dinero lo que busca, ni tranquilidad. Puede que busque el sufrimiento.
–Y ahora ¿con qué sueño me vienes? ¡Ay, vosotros… los nobles!
–Ah, Misha, Iván tiene un alma tempestuosa. Su mente está cautiva. Hay en él una idea grandiosa, aún por desentrañar. Es de esas personas que no necesitan millones, sino aclarar su pensamiento.
–Eso es un robo literario, Alioshka. Has parafraseado a tu stárets. ¡Menudo acertijo os ha planteado Iván! —gritó Rakitin, con evidente animosidad. Hasta le cambió la expresión del rostro y se le contrajeron los labios—. Se trata, por lo demás, de un acertijo muy tonto, no hay nada que adivinar. Estrújate un poco el cerebro y lo entenderás. Su artículo es risible y disparatado. Pero he oído hace un rato su estúpida teoría: «Sin la inmortalidad del alma, tampoco puede haber virtud, de modo que todo está permitido». Y tu hermanito Mítenka, ¿recuerdas?, ha dicho a voz en grito: «Lo tendré presente». Seductora teoría para los canallas… Qué cosas digo, qué tontería… No para los canallas, sino para esos eruditos fanfarrones cuyos pensamientos son de una «profundidad insondable». Es un fanfarrón, y en el fondo todo se reduce a: «Por una parte, es imposible dejar de confesarlo; pero, por otra, es imposible no reconocerlo». ¡Toda su teoría es una bajeza! ¡La humanidad encontrará en sí misma la fuerza para vivir en la virtud, aun sin creer en la inmortalidad del alma! En el amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad encontrará… —Rakitin se había acalorado, casi no podía contenerse. Pero de pronto, como si hubiera recordado algo, se detuvo—. Bueno, basta —dijo con una sonrisa aún más forzada que antes—. ¿De qué te ríes? ¿Crees que soy un simplón?
–No, ni se me ocurre pensar que seas un simplón… Eres inteligente, pero… déjalo, me reía por una idiotez. Entiendo que puedes acalorarte, Misha. Por tu fogosidad me he dado cuenta de que tampoco a ti te deja indiferente Katerina Ivánovna. Hace ya tiempo que lo sospechaba, y por eso no aprecias a mi hermano Iván. ¿Tienes celos de él?
–¿Y también tengo celos de su dinero? ¿No añades eso?
–No, no añado nada del dinero, no quiero ofenderte.
–Si tú lo dices, te creo, pero ¡que el diablo se os lleve, a todos vosotros y a vuestro hermano Iván! No sois capaces de comprender que, dejando incluso de lado lo de Katerina Ivánovna, uno puede no tenerle la menor simpatía. ¿A santo de qué iba a apreciarlo yo? Él se cree con derecho a meterse conmigo. ¿Por qué no iba a pagarle yo con la misma moneda?
–Nunca le he oído decir nada de ti, ni bueno ni malo; no habla de ti en ningún sentido.
–Pues yo he oído decir que hace dos días, en casa de Katerina Ivánovna, me puso a caer de un burro: hasta ese punto se interesó por este humilde servidor. Después de eso, hermano, no sabría decir quién tiene celos de quién. Se tomó la libertad de expresar su opinión, según la cual, si en un futuro próximo no me muestro dispuesto a seguir la carrera de archimandrita[61] y no me decido a tonsurarme, me marcharé sin falta a San Petersburgo y me incorporaré a alguna revista importante, seguramente en la sección de crítica; luego me pasaré una decena larga de años escribiendo y finalmente me haré con la publicación. Después volveré a lanzarla, con una indudable orientación liberal y atea, con tintes socialistas, y hasta con cierto lustre dentro del socialismo, pero siempre con el oído muy atento, esto es, apoyando en el fondo a los nuestros y a los vuestros y tratando de confundir a los incautos. El fin de mi carrera, de acuerdo con la interpretación de tu hermano, apunta a que tales tintes socialistas no me impedirán ingresar en una cuenta corriente el dinerillo de las suscripciones ni, llegado el caso, ponerlo en circulación siguiendo las instrucciones de algún judiazo, hasta que esté en condiciones de construirme una señora casa en San Petersburgo, para trasladar allí la redacción e instalar inquilinos en los demás pisos. Ha señalado incluso la situación de la casa: junto al nuevo puente de piedra que, según dicen, se proyecta construir sobre el Nevá, en San Petersburgo, entre la calle Litéinaia y Vyborg…
–¡Ay, Misha, pero si todo esto podría llegar a cumplirse, hasta el menor detalle! —exclamó de pronto Aliosha, sin poder contenerse y riendo alegremente.
–Veo que usted[62] también me viene con sarcasmos, Alekséi Fiódorovich.
–No, no, disculpa, estaba bromeando. Tengo otra cosa en la cabeza. Pero dime: ¿quién ha podido darte todos esos detalles, a quién has podido oírselos? No me irás a decir que estabas personalmente en casa de Katerina Ivánovna cuando mi hermano Iván habló de ti.
–Yo no estaba, pero el que sí estaba era Dmitri Fiódorovich, y yo se lo he oído contar con estos oídos a Dmitri Fiódorovich; bueno, si lo prefieres, él no me lo ha contado a mí, pero yo se lo he escuchado, naturalmente sin querer, porque me encontraba en el dormitorio de Grúshenka y no podía salir de allí mientras Dmitri Fiódorovich estuviera en la habitación de al lado.
–Ah, sí, se me había olvidado que es pariente tuya…
–¿Pariente? ¿Que Grúshenka es pariente mía? —exclamó Rakitin, poniéndose colorado—. ¿Te has vuelto loco o qué? No estás en tus cabales.
–¿Cómo? ¿Es que no sois parientes? Eso había oído…
–¿Dónde has podido oírlo? No, vosotros, los señores Karamázov, os dais aires de grandeza y presumís de rancia alcurnia, cuando tu padre corría haciendo el bufón por las mesas ajenas y solo por caridad se contaba con él en cocina. Admito que yo no soy más que el hijo de un pope, una criatura insignificante al lado de unos nobles como vosotros, pero no tenéis por qué ofenderme tan alegre y descaradamente. Yo también tengo mi honor, Alekséi Fiódorovich. Yo no puedo ser familia de Grúshenka, de una mujer pública; ¡te ruego que lo comprendas!
Rakitin estaba fuera de sí.
–Perdóname, por el amor de Dios, ¿cómo iba yo a suponer…? Y, además, ¿cómo me dices que es una mujer pública? ¿De verdad es… una de ésas? —Aliosha se ruborizó de golpe—. Te repito que había oído decir que erais parientes. Vas a verla a menudo, y tú mismo me has dicho que no tienes con ella ninguna relación amorosa… ¡Nunca habría pensado que la desprecias de ese modo! ¿De verdad se lo merece?
–Si la visito, puedo tener mis razones para hacerlo, y eso para ti ya es suficiente. Y, por lo que respecta al parentesco, más bien diría que tu hermano o hasta tu propio padre van hacer que seas tú, antes que yo, familia de ella. Bueno, ya estamos. Anda, mejor vete para la cocina. ¡Huy! ¿Qué pasa aquí? ¿Qué es eso? ¡No me digas que hemos llegado tarde! ¡No es posible que hayan terminado de comer tan pronto! ¿Ya han hecho otra de las suyas los Karamázov? Seguro que sí. Ahí está tu padre, e Iván Fiódorovich va detrás de él. Han salido precipitadamente de la residencia del higúmeno. El padre Isídor les está gritando algo desde