–¿Qué crimen?
Era evidente que Rakitin tenía ganas de contar algo.
–En vuestra familia, ahí es donde va a haber un crimen. Tendrá lugar entre tus hermanitos y tu opulento padre. Por eso se ha dado un golpe en la frente el padre Zosima: por lo que pueda pasar. Luego imagínate que ocurre algo: «Anda, pero si eso ya lo había anunciado el santo stárets, lo había profetizado». Aunque ¿qué forma de profetizar es ésa, dándose un golpe en la frente? Da igual, dirán que era un emblema, una alegoría, ¡solo el diablo sabe qué más cosas dirán! Lo irán pregonando por ahí, recordando a todo el mundo: adivinó el crimen, señaló al criminal. Los yuródivye siempre hacen lo mismo: se santiguan delante de la taberna y arrojan piedras contra el templo. Pues tu stárets igual: al justo lo echa a palos, pero ante el asesino se inclina a sus pies.
–¿De qué crimen hablas? ¿De qué asesino? ¿Qué me estás diciendo? —Aliosha no se movía del sitio, parecía clavado en el suelo. También Rakitin se había quedado quieto.
–¿De qué asesino? ¿Acaso no lo sabes? Apuesto a que tú también lo has pensado. Eso me tiene intrigado, por cierto. Escucha, Aliosha, tú siempre dices la verdad, aunque te gusta nadar entre dos aguas: ¿lo habías pensado o no lo habías pensado? Responde.
–Sí que lo he pensado —contestó en voz baja Aliosha.
Hasta el propio Rakitin se turbó.
–¿Cómo dices? ¿Así que tú también lo has pensado? —exclamó.
–Yo… no es que lo haya pensado —balbuceó Aliosha—, pero, cuando has empezado a hablar de eso de una forma tan rara, me ha parecido que yo también lo había pensado.
–¿Lo ves? ¿Lo ves? Y con qué claridad lo has expresado. Hoy, mirando a tu padre y a tu hermano Mítenka, ¿has pensado en un crimen? Entonces, ¿no me he equivocado?
–Espera, espera —le interrumpió Aliosha, alarmado—. ¿De dónde sacas tú todo eso?… Y, lo primero, ¿por qué te interesa a ti tanto?
–Dos preguntas diferentes, pero muy naturales las dos. Respondo a cada una por separado. ¿Que de dónde lo saco? No habría visto nada de eso si hoy mismo, de golpe, no hubiera comprendido a Dmitri Fiódorovich, tu hermano, cabalmente, por entero; así, de repente, por entero. Me ha bastado con un solo rasgo para captarlo en su integridad. Todas esas personas tan honradas, pero inclinadas a la lujuria, tienen un límite, y ni se te ocurra pasar de ese límite. Si no, a las primeras de cambio apuñalan a su propio padre. Y el padre es un borracho y un libertino desenfrenado, sin el menor sentido de la medida. Ninguno de los dos se va a controlar, y los dos, ¡zas!, de cabeza a la zanja…
–No, Misha, no; si solo es eso, me dejas tranquilo. A eso no llegan.
–Entonces, ¿por qué estás temblando de pies a cabeza? ¿Acaso no conoces el percal? Por muy honrado que sea, Mítenka (que es tonto, pero honrado) es un hombre lujurioso. Ésa es su definición, en eso reside toda su esencia. Ha sido el padre quien le ha transmitido toda su abyecta lujuria. El único que me tiene asombrado eres tú, Aliosha: ¿cómo puedes conservarte virgen? ¡Tú también eres un Karamázov! En vuestra familia la lujuria llega al paroxismo. Y ahora esos tres lujuriosos se están vigilando… con una navaja escondida en la bota. Los tres han chocado de frente, y a lo mejor tú eres el cuarto.
–En lo de esa mujer te equivocas. Dmitri… la desprecia —dijo Aliosha con un estremecimiento.
–¿A Grúshenka[59]? No, hermano, no la desprecia. Si ha dejado por ella a su prometida a la vista de todo el mundo, eso es que no la desprecia. En eso… en eso, hermano, hay algo que tú ahora no comprenderías. Si un hombre se enamora de una belleza determinada, ya sea encarnada en un cuerpo de mujer o incluso solo en una parte de un cuerpo de mujer (eso lo entienden muy bien los lujuriosos), es capaz de dar por ella a sus propios hijos, de vender a su padre y a su madre, a Rusia y a la patria; aunque sea honrado, se prestará a robar; aunque sea pacífico, degollará; aunque sea fiel, traicionará. Pushkin, cantor de los piececitos femeninos, los ensalzó en sus versos; otros no los ensalzan, pero no pueden mirarlos sin sufrir un espasmo. Y no se trata solo de los pies… Aquí, hermano, poco cuenta el desprecio, aun admitiendo que haya despreciado de verdad a Grúshenka. La despreciará, pero no puede despegarse de ella.
–Eso yo lo comprendo —se le escapó de pronto a Aliosha.
–¿De veras? Seguro que sí, que lo comprendes; si lo has soltado así, de buenas a primeras, eso es que lo comprendes —dijo Rakitin con malicia—. Lo has dicho sin querer, se te ha escapado. Como confesión es más valiosa: eso significa que el tema te es ya familiar, que ya has pensado en eso, en la cuestión de la lujuria. ¡Ah, joven virginal! ¡Caray con la mosquita muerta! Eres un santo, Aliosha, en eso estamos de acuerdo, pero pareces una mosquita muerta, y ¡el diablo sabrá en qué no habrás pensado ya! ¡El diablo sabrá qué más cosas conoces! Virgen, pero hay que ver a qué honduras has llegado… Hace ya tiempo que te vengo observando. Tú eres un Karamázov, un Karamázov de pies a cabeza… No podía ser de otro modo, en algo tenían que notarse la raza y la selección. Lujurioso por parte de padre, chiflado por parte de madre. ¿Por qué tiemblas? ¿No estoy diciendo la verdad? Que sepas que Grúshenka me pidió, refiriéndose a ti: «Anda, tráemelo, que ya le quito yo la sotana». Y cómo me lo pedía: «¡Tráemelo! ¡Tráemelo!». Y yo no hacía más que pensar: ¿a qué viene tanta curiosidad por ti? ¿Sabes? ¡Ella también es una mujer extraordinaria!
–Salúdala de mi parte, y dile que no voy a ir. —Aliosha forzó una sonrisa—. Acaba, Mijaíl, lo que habías empezado; después te diré lo que yo pienso.
–No hay nada que acabar, está todo claro. Todo esto, hermano, es música vieja. Si hasta tú llevas dentro un lujurioso, ¿qué se puede esperar de tu hermano Iván, nacido de la misma madre? Otro Karamázov. Todo el problema vuestro de los Karamázov radica en lo mismo: ¡sois unos lujuriosos, unos codiciosos y unos chiflados! Ahora tu hermano Iván, que es ateo, en virtud de algún absurdo cálculo que desconocemos, publica unos artículos teológicos, en broma de entrada, y él mismo reconoce que es una bajeza. Eso tu hermano Iván. Aparte de eso, está intentando quitarle la novia a tu hermano Mitia y, según parece, lo va a conseguir. Y de qué manera: con el consentimiento del propio Mítenka, porque éste le cede la novia para librarse de ella y liarse cuanto antes con Grúshenka. Y todo eso, a pesar de toda su nobleza y su desinterés, fíjate bien. ¡Ésa, ésa es la gente más nefasta! Después de esto, que el diablo os entienda: ¡él mismo reconoce su vileza y se hunde en ella! Te digo más: ahora a Mítenka se le cruza en el camino el carcamal del padre. Porque resulta que éste, de repente, va y pierde la cabeza por Grúshenka, se le cae la baba con solo mirarla. Únicamente por culpa de esa mujer acaba de montar tal escándalo en la celda, y todo porque Miúsov se ha atrevido a llamarla tarasca y a decir que era una indecente. Está más enamorado que un gato. Antes, sencillamente, la tenía a sueldo para que se ocupase de algunos de sus tejemanejes en las tabernas, pero ahora, de pronto, ha caído en la cuenta y ha reparado en ella, ha perdido la cabeza y no para de hacerle proposiciones que no son precisamente honestas, desde luego. Total, que en este camino han chocado los dos, el papá y el hijito. Pero Grúshenka no se pronuncia ni por el uno ni por el otro; de momento procura escabullirse y se dedica a provocar a ambos; está considerando cuál le conviene más, porque si bien al padre puede sacarle mucho dinero, él no se va a casar, y lo mismo al final le hace una judiada y acaba cerrando la bolsa. Por eso, Mítenka también cuenta: no tiene dinero, pero, en cambio, es capaz de casarse. ¡Sí, señor, es capaz de casarse! De dejar a su prometida, a Katerina Ivánovna, esa belleza sin par, rica, noble, hija de coronel, y casarse con Grúshenka, antigua mantenida del viejo mercader Samsónov, depravado hombrecillo y alcalde de la ciudad. De todo eso puede