–Pero si una de esas circunstancias imprevistas… ¡voy a ser yo! —terció de inmediato Fiódor Pávlovich—. Escuche, padre, resulta que Piotr Aleksándrovich no desea quedarse conmigo; si no fuera por eso, iría enseguida. Y va a ir; Piotr Aleksándrovich, tenga la bondad de ir a ver al padre higúmeno… ¡y que tenga buen apetito! Sepa que soy yo el que se abstiene, no usted. A casita, a casita, a comer a casita, que aquí me siento incapaz, Piotr Aleksándrovich, queridísimo pariente.
–¡Yo no soy su pariente ni lo he sido nunca, miserable!
–Lo he dicho a propósito para hacerle rabiar, en vista de que no quiere saber nada de nuestro parentesco; y eso que somos parientes, por más que intente disimular. Cuando quiera, se lo demuestro por el santoral. A ti, Iván Fiódorovich, ya te enviaré los caballos a su hora; puedes quedarte también tú, si quieres. En cuanto a usted, Piotr Aleksándrovich, aunque solo sea por educación, debería presentarse ante el padre higúmeno: hay que pedir disculpas por lo mal que nos hemos portado…
–Pero ¿se va usted de verdad? ¿No me miente?
–Piotr Aleksándrovich, ¡cómo me iba a atrever, después de lo ocurrido! ¡Me he dejado llevar, discúlpenme, señores, me he dejado llevar! Y, aparte de eso, ¡estoy impresionado! Y avergonzado. Señores, hay quien tiene el corazón de un Alejandro Magno, y hay quien lo tiene de perrillo faldero. Yo lo tengo de perrillo faldero. ¡Me han intimidado! Bueno, después de semejante escapada, y para colmo a la hora de la comida, ¿quién se traga las salsas del monasterio? Me da vergüenza, no puedo, ¡disculpen!
«El diablo sabrá; ¡éste aún es capaz de engañarme!», se dijo Miúsov. Se había detenido, perplejo, y seguía con la mirada al bufón a medida que se iba alejando. Éste se volvió y, al advertir que Piotr Aleksándrovich estaba pendiente de él, le mandó un beso con la mano.
–¿Va usted a ver al higúmeno? —preguntó Miúsov, entrecortadamente, a Iván Fiódorovich.
–¿Por qué no? Además, ayer mismo el higúmeno me invitó expresamente.
–Yo, por desgracia, me siento casi obligado, en verdad, a asistir a esa maldita comida —siguió diciendo Miúsov, en el mismo tono de amarga irritabilidad, sin reparar siquiera en que el pequeño monje estaba escuchando—. Aunque, al menos, habrá que disculparse por lo que hemos hecho, y aclarar que no hemos sido nosotros… ¿Usted qué cree?
–Sí, hay que aclarar que no hemos sido nosotros. Además, mi padre no estará —observó Iván Fiódorovich.
–¡Solo faltaría que estuviera su padre! ¡Maldita comida!
Finalmente, fueron todos. El monje callaba y escuchaba. Por el camino, atravesando el bosquecillo, se limitó a decir una vez que el padre higúmeno llevaba ya mucho rato esperando y que llegaban con más de media hora de retraso. Nadie le respondió. Miúsov miró con odio a Iván Fiódorovich.
«¡Pues éste va a la comida tan campante! —pensó—. Tiene una cara muy dura y una conciencia karamazoviana.»
VII. Un seminarista con aspiraciones
Aliosha condujo a su stárets al dormitorio y lo sentó en la cama. Se trataba de una habitación muy pequeña, con el mobiliario indispensable; la cama era estrecha, de hierro, con un paño de fieltro a modo de jergón. En un rinconcillo, junto a los iconos, había un facistol, con una cruz y un Evangelio encima. El stárets se desplomó en el lecho, sin fuerzas; los ojos le brillaban, y respiraba con dificultad. Una vez sentado, se quedó mirando fijamente a Aliosha, como si estuviera meditando alguna cosa.
–Vete, querido, vete; a mí con Porfiri me basta; tú date prisa. Allí haces falta, ve con el padre higúmeno y sirve la mesa.
–Permita que me quede aquí —dijo Aliosha con voz implorante.
–Allí eres más necesario. Allí no hay paz. Servirás la mesa y así serás útil. Si se levantan los demonios, recita una plegaria. Y debes saber, hijo mío —al stárets le gustaba llamarlo así—, que en el futuro tu sitio tampoco estará aquí. Recuerda mis palabras, joven. En cuanto Dios haya dispuesto que entregue mi alma, sal del monasterio. Vete para siempre.
Aliosha se estremeció.
–¿Qué te pasa? Por ahora, tu sitio no está aquí. Te bendigo por el gran servicio que rendirás en el mundo. Aún tienes mucho que peregrinar. Y tendrás que casarte, sí. Tendrás que soportarlo todo antes de regresar. Será una tarea ingente. Pero de ti no dudo, por eso te envío a ti. Cristo está contigo. Consérvalo, y Él te conservará a ti. Descubrirás un dolor inmenso, y en ese dolor serás feliz. Éste es el precepto que te anuncio: busca la dicha en el dolor. Trabaja, trabaja sin descanso. Recuerda mis palabras de este día, pues, aunque ésta no sea nuestra última conversación, no solo mis días, sino hasta mis horas están contadas.
Nuevamente, en el rostro de Aliosha se reflejó una fuerte emoción. Le temblaban las comisuras de los labios.
–Y ahora ¿qué te pasa? —El stárets sonrió dulcemente—. Que la gente mundana despida con lágrimas a sus difuntos: aquí nosotros nos alegramos por los padres que nos dejan. Nos alegramos y rezamos por ellos. Déjame, pues. Vete y date prisa. Has de estar cerca de tus hermanos. Pero no cerca de uno de ellos, sino cerca de los dos.
El stárets levantó la mano para bendecirlo. No había réplica posible, por más que Aliosha estuviera deseando quedarse. Le habría gustado que el stárets le dijera una cosa más, y a punto estuvo de irse de la lengua, pero no se atrevió a formular la pregunta: ¿qué había querido dar a entender con aquella profunda reverencia delante de su hermano Dmitri? Sabía que se lo habría explicado de buena gana, sin necesidad de preguntárselo, si hubiera sido posible. No era ésa, así pues, su voluntad. Pero aquella reverencia había dejado a Aliosha estupefacto: creía ciegamente que había un sentido oculto en aquel gesto. Oculto y, acaso, terrible. Cuando salió del recinto del asceterio, dispuesto a llegar al monasterio antes de que diera comienzo la comida con el higúmeno —naturalmente, él iba a limitarse a servir la mesa—, Aliosha se detuvo, con el corazón en un puño: le pareció volver a oír las palabras con las que el stárets le anunciaba su muerte inminente. Lo que le había predicho, con tanta precisión además, tenía que cumplirse de forma inexorable: Aliosha así lo creía religiosamente. Pero ¿cómo iba a quedarse sin su stárets, sin poder verlo, sin poder oírlo? Y él ¿adónde iría? Le había mandado que no llorase y que dejase el monasterio, ¡Señor! Hacía mucho tiempo que Aliosha no experimentaba una angustia semejante. Echó a andar a toda prisa por el bosquecillo que se extendía entre el asceterio y el monasterio y, sin fuerzas para soportar aquellos pensamientos que lo abrumaban de ese modo, se dedicó a contemplar los pinos centenarios que se alzaban a ambos lados del sendero. El trayecto no era largo, unos quinientos pasos a lo sumo; a esa hora no debería encontrarse con nadie por allí, pero de pronto, en el primer recodo del camino, descubrió a Rakitin. Estaba esperando a alguien.
–¿Me esperabas a mí? —preguntó Aliosha al llegar a su lado.
–Precisamente. —Rakitin sonrió—. Veo que vas con prisa a presentarte ante el padre higúmeno. Ya lo sé: tiene invitados. Desde aquella vez que recibió al obispo y al general Pajatov, ¿te acuerdas?, no había vuelto a dar una comida así. Yo no voy a estar, pero tú ve para allá, tienes que servir las salsas. Dime una cosa, Alekséi, ¿qué significa ese sueño?[57] Eso es lo que te quería preguntar.
–¿Qué sueño?
–Pues esa reverencia hasta el suelo que le ha hecho a tu hermano Dmitri Fiódorovich. ¡Si hasta se ha dado un golpe en la frente!
–¿Te refieres al padre Zosima?
–Sí, al padre Zosima.
–¿En la frente?
–Ah,