Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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la gran misión a la que está destinada la ortodoxia en la tierra. En Oriente empezará a brillar esa estrella.

      Miúsov guardaba un silencio solemne. Toda su figura reflejaba un sentimiento de dignidad desacostumbrada. Una sonrisa de altiva condescendencia se dibujó en sus labios. Aliosha observaba cuanto ocurría con el corazón desbocado. Toda aquella conversación lo había conmovido profundamente. Miró por casualidad a Rakitin: seguía inmóvil al lado de la puerta, escuchando y mirando atentamente, si bien había bajado los ojos. Pero, por el vivo rubor de sus mejillas, Aliosha adivinó que Rakitin estaba, aparentemente, no menos emocionado que él; sabía por qué estaba emocionado.

      –Permítanme que les cuente una pequeña anécdota, señores —dijo de pronto Miúsov, imponente, con evidente prestancia—. En París, hace ya algunos años, poco después del golpe de Estado de diciembre,[52] durante una visita a un conocido, sujeto de gran importancia y miembro entonces del gobierno, tuve ocasión de encontrar en su casa a un personaje de lo más curioso. Aquel individuo era una especie de detective o, más bien, algo así como el jefe de todo un equipo de investigadores políticos; en su género, tenía un cargo bastante influyente. Aprovechando la ocasión y movido por una extraordinaria curiosidad, entablé conversación con él; como quiera que no había acudido allí en calidad de amigo, sino como funcionario subalterno encargado de presentar cierto informe, al ver, por su parte, el trato que me deparaba su superior, me honró con una relativa franqueza; como es natural, solo hasta cierto punto: esto es, más que franco se mostró cortés, como saben mostrarse corteses los franceses, tanto más viendo en mí a un extranjero. Pero yo le entendí perfectamente. Se habló de los socialistas revolucionarios, a quienes entonces, dicho sea de paso, se perseguía. Dejando a un lado la esencia de la conversación, recordaré únicamente una curiosísima observación que se le escapó de repente a aquel señor: «En realidad, nosotros —dijo— a todos estos socialistas, anarquistas, ateos y revolucionarios no les tenemos mucho miedo; los vigilamos y estamos al corriente de sus pasos. Pero hay entre ellos, aunque son pocos, algunos individuos peculiares: se trata de aquellos que creen en Dios, que son cristianos y, al mismo tiempo, son socialistas. A éstos los tememos más que al resto, ¡es una gente temible! Los socialistas cristianos son más temibles que los socialistas ateos». Aquellas palabras ya entonces me sorprendieron, pero ahora, aquí entre ustedes, señores, me han venido de pronto a la memoria…

      –Entonces, ¿nos las aplica a nosotros y ve en nosotros a unos socialistas? —preguntó directamente, sin más preámbulos, el padre Paísi. Pero, antes de que Piotr Aleksándrovich hubiera tenido ocasión de responder, se abrió la puerta y entró Dmitri Fiódorovich, que llegaba con mucho retraso. Lo cierto es que ya ni lo esperaban, y su repentina aparición produjo, en un primer momento, hasta cierta sorpresa.

      VI. ¿Para qué vivirá un hombre como éste?

      Dmitri Fiódorovich era un joven de veintiocho años, de estatura mediana y rostro agradable, aunque aparentaba bastantes más años de los que tenía. Era musculoso, se adivinaba en él una notable fuerza física; no obstante, su expresión era un tanto enfermiza. Tenía el rostro demacrado, con las mejillas hundidas, de un tono amarillento tornasolado que le daba un aspecto malsano. Sus ojos oscuros, bastante grandes, miraban de una forma desorbitada, aunque aparentemente con firme obstinación, pero también con cierta vaguedad. Incluso cuando se ponía nervioso y hablaba con irritación, su mirada no acababa de someterse a su estado de ánimo y expresaba una cosa distinta, que a veces no se correspondía en absoluto con la situación real. «Es difícil saber en qué estará pensando», comentaban a veces quienes hablaban con él. Otros, viendo en sus ojos una expresión pensativa y sombría, en ocasiones se quedaban sorprendidos con su risa repentina, testimonio de los pensamientos alegres y joviales que le venían a la cabeza en el mismo momento en que miraba de manera tan lúgubre. En todo caso, se entendía que en aquellos momentos su rostro presentase aquel aire enfermizo: todos conocían de primera mano o habían tenido noticia de la vida desordenada y «jaranera» a la que se había dado en los últimos tiempos, del mismo modo que todos estaban al corriente de la extraordinaria exasperación a la que había llegado en sus disputas con su padre por cuestiones de dinero. Por la ciudad corrían ya algunas anécdotas al respecto. Ciertamente, era de naturaleza irascible, «de genio abrupto y desigual», como había dicho de él, con mucho tino, nuestro juez de paz, Semión Ivánovich Kachálnikov, en una reunión.

      Dmitri Fiódorovich se presentó impecablemente vestido, como un dandi, con la levita abotonada, guantes negros y el sombrero de copa en la mano. Como oficial recientemente pasado a la reserva, lucía bigote y aún se afeitaba la barba. Los cabellos, de color castaño oscuro, los llevaba cortos y peinados hacia delante en las sienes. Caminaba con paso decidido, a grandes zancadas, al modo militar. Se detuvo un momento en el umbral y, tras recorrer con la mirada a todos los presentes, se dirigió al stárets, deduciendo que era él el anfitrión. Se inclinó profundamente ante él y le pidió su bendición. El stárets, incorporándose ligeramente, lo bendijo; Dmitri Fiódorovich le besó respetuosamente la mano y, con una agitación insólita, casi irritado, dijo:

      –Tenga la generosidad de perdonarme por haberle hecho esperar tanto. Pero el criado Smerdiakov, que me ha mandado mi padre, a mis reiteradas preguntas acerca de la hora, me ha respondido en dos ocasiones, en un tono inequívoco, que se había fijado para la una. Y justo ahora me entero, de pronto…

      –No se preocupe —le interrumpió el stárets—, no tiene importancia, no es nada grave…

      –Le quedo enormemente agradecido, no podía esperar menos de su bondad. —Después de dar esta concisa respuesta, Dmitri Fiódorovich se inclinó de nuevo, se volvió a continuación hacia su bátiushka e hizo ante él otra reverencia igualmente respetuosa y profunda. Era evidente que se trataba de una reverencia premeditada, y premeditada con sinceridad, considerando que era su obligación manifestar de ese modo su respeto y sus buenas intenciones. Aunque lo había cogido de improviso, Fiódor Pávlovich no tardó en responder a su manera: para dar réplica a la reverencia de Dmitri Fiódorovich, se levantó impetuosamente de su butaca y le contestó con otra inclinación no menos profunda. Su rostro adoptó de pronto una expresión grave e imponente, la cual le daba, a pesar de todo, un aspecto decididamente perverso. Acto seguido, sin decir palabra, tras saludar con una inclinación general al resto de la concurrencia, Dmitri Fiódorovich se acercó a la ventana con sus enérgicas zancadas, se sentó en el único asiento que quedaba libre, junto al padre Paísi, y, echando el cuerpo hacia delante, se dispuso a escuchar la continuación de la conversación que había interrumpido con su aparición.

      La entrada de Dmitri Fiódorovich no había ocupado más de un par de minutos, y la conversación tenía que reanudarse. Pero, en este caso, Piotr Aleksándrovich no consideró necesario dar respuesta a la apremiante y casi airada pregunta del padre Paísi.

      –Permítame que me reserve mi opinión sobre este tema —dijo con cierta negligencia mundana—. Se trata, por lo demás, de un asunto complejo. Fíjese en cómo se ríe de nosotros Iván Fiódorovich: probablemente él también tenga algo interesante que contar al respecto. Pregúntele a él.

      –No es nada de particular, salvo una pequeña observación —replicó de inmediato Iván Fiódorovich—. Se trata de que el liberalismo europeo, en general, y hasta nuestro diletantismo liberal ruso, desde hace tiempo confunden a menudo los objetivos finales del socialismo con los del cristianismo. Esa disparatada conclusión es, desde luego, un rasgo muy característico. Por lo demás, ocurre que no son únicamente los liberales y los diletantes quienes confunden el socialismo y el cristianismo, sino también, en muchos casos, los gendarmes; los gendarmes extranjeros, se entiende. Su anécdota parisina es bien significativa, Piotr Aleksándrovich.

      –Insisto en que se me permita, en general, obviar ese tema —reiteró su ruego Piotr Aleksándrovich—; a cambio les contaré, señores, otra anécdota sobre el propio Iván Fiódorovich, tan interesante como significativa. Hace apenas cinco días, en una tertulia local frecuentada principalmente por señoras, declaró solemnemente, durante una discusión, que no existe en toda la tierra, en modo alguno, nada que obligue a la gente a amar a sus semejantes; que no hay ley natural que lleve al hombre a amar al género humano; y que, si


<p>52</p>

Golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, encabezado por Luis Napoleón Bonaparte (1808-1873), hasta entonces (desde 1848) presidente constitucional de la II República de Francia y, sucesivamente, emperador de los franceses como Napoleón III (1852-1870).