Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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mundo, le dio una soberana paliza, y todo porque ese hombre interviene como apoderado secreto mío en uno de mis asuntillos.

      –¡Todo eso es mentira! ¡Por fuera parece verdad, pero por dentro es mentira! —Dmitri Fiódorovich temblaba enfurecido—. ¡Bátiushka! No estoy justificando mi conducta; es más, lo confieso públicamente: me porté como una bestia con aquel capitán y ahora lo lamento y me desprecio por mi cólera brutal. Pero ese capitán suyo, su apoderado, había ido a ver a esa señora a la que usted llama seductora y le había propuesto, en nombre de usted, que tomara unas letras de cambio, aceptadas por mí, que obran en su poder, y que con esas letras actuara contra mí, para hacerme encarcelar si yo seguía insistiendo en que usted me rindiera cuentas de mis propiedades. ¡Y ahora me reprocha usted que yo tenga debilidad por esa señora, cuando ha sido usted mismo quien le ha dado instrucciones para que me tienda una trampa! ¡Pero si ella lo cuenta a la cara, si a mí me lo ha contado ella misma, riéndose de usted! Si usted quiere meterme en la cárcel es porque tiene celos de mí, porque usted mismo ha empezado a cortejar a esa mujer, y eso también lo sé yo, y también ha sido ella la que se ha reído, escúcheme bien, la que se ha reído de usted mientras me lo contaba. ¡Aquí lo tienen, santos varones, aquí tienen al hombre, al padre que recrimina al hijo depravado! Perdonen mi cólera, señores testigos, pero yo ya presentía que este viejo taimado les había convocado para armar un escándalo. Yo había venido dispuesto a perdonar si me tendía la mano, ¡a perdonar y a pedir perdón! Pero, como en este mismo instante me ha ofendido no solo a mí, sino también a la más noble de las doncellas, cuyo nombre no me atrevo a pronunciar en vano por la veneración que siento por ella, me he decidido a desenmascarar, públicamente, todo su juego, ¡por mucho que se trate de mi padre!

      No pudo continuar. Los ojos le brillaban, le costaba respirar. Pero todos en la celda estaban conmovidos. Todos, salvo el stárets, se levantaron nerviosos de sus asientos. Los padres hieromonjes miraban con aire severo, pero aguardaban que el stárets manifestara su voluntad. Él seguía sentado, muy pálido, aunque no por la emoción, sino por culpa de su debilidad enfermiza. Una sonrisa implorante le iluminaba los labios; muy de vez en cuando levantaba la mano, como con ánimo de aplacar a los furiosos, y, sin duda, un solo gesto suyo habría bastado para interrumpir la escena; pero parecía como si estuviera esperando algo, y miraba atentamente, como deseando comprender alguna cosa más, como si no acabara de explicarse del todo alguna cuestión. Por fin, Piotr Aleksándrovich Miúsov se sintió definitivamente humillado y abochornado.

      –¡Del escándalo que acaba de ocurrir todos tenemos culpa! —dijo con vehemencia—. Pero el caso es que no me imaginaba yo una cosa así al venir hacia aquí, por más que supiera con quién me las iba a ver… ¡Hay que poner fin a esto ahora mismo! Reverendo padre, créame, yo no conocía todos los detalles que han salido aquí a relucir, no quería creer en ellos y ahora me entero por primera vez… El padre tiene celos del hijo por culpa de una mujer indecente y se confabula con esa tarasca para meter al hijo en la cárcel… Y me hacen venir aquí con semejante compañía… Me han engañado, quiero dejar bien claro que me han engañado como al que más…

      –¡Dmitri Fiódorovich! —gritó, con una voz que no parecía la suya, Fiódor Pávlovich—. Si no fuera porque es usted hijo mío, en este mismo instante le retaba a duelo… a pistola, a una distancia de tres pasos… ¡Cogidos del pañuelo! ¡Cogidos del pañuelo![56] —concluyó, pataleando con ambos pies.

      Hay momentos en los que los viejos embusteros, que se han pasado toda la vida haciendo comedia, fingen hasta tal punto que verdaderamente tiemblan y lloran de emoción, si bien incluso en esos instantes (o apenas un segundo después) podrían susurrarse a sí mismos: «Estás mintiendo, viejo desvergonzado; en este momento sigues actuando, a pesar de toda tu “sagrada” cólera y de tu “sagrado” minuto de ira».

      Dmitri Fiódorovich frunció terriblemente el ceño y miró a su padre con inefable desdén.

      –Y yo que creía… Yo que creía… —dijo en voz baja, procurando contenerse— que volvía a mi tierra natal con el ángel de mi alma para cuidar a este hombre en su vejez, ¡y me encuentro con un lujurioso libertino y un vil comediante!

      –¡A duelo! —volvió a gritar el viejo, sofocándose y despidiendo saliva con cada palabra—. Y en cuanto a usted, Piotr Aleksándrovich Miúsov, sepa, señor, que es posible que no haya habido nunca en su familia mujer más digna y honrada… ¿lo oye?, ¡honrada!… que esa, según usted, tarasca, que es como se ha atrevido a llamarla hace un momento. Y usted, Dmitri Fiódorovich, ha cambiado a su novia, precisamente, por esa «tarasca», de modo que usted mismo ha estimado que su propia novia no le llega a la suela de los zapatos, ¡ya ven cómo es esa tarasca!

      –¡Es una vergüenza! —soltó de pronto el padre Iósif.

      –¡Una vergüenza y un bochorno! —gritó de pronto Kalgánov, con voz de adolescente, trémula por la emoción, poniéndose todo colorado; hasta entonces no había abierto la boca.

      –¿Para qué vivirá un hombre como éste? —bramó sordamente Dmitri Fiódorovich, al borde de un ataque de furia, alzando los hombros de un modo extraordinario, casi como encorvándose—. No, díganme: ¿acaso se puede consentir que siga deshonrando la tierra con su presencia? —Recorrió con la mirada a todos los presentes, mientras señalaba al viejo con la mano. Hablaba despacio y acompasadamente.

      –Ya están oyendo, ya están oyendo al parricida, monjes —dijo Fiódor Pávlovich, interpelando al padre Iósif—. ¿Una vergüenza, decía usted? ¡Ahí tiene la respuesta! ¿Qué es una vergüenza? ¡Esa «tarasca», esa «mujer indecente», probablemente sea más santa que ustedes mismos, señores hieromonjes que buscan su salvación! Es posible que sufriera una caída en su juventud, abrumada por el ambiente, pero ella «ha amado mucho», y a la que amaba mucho también Cristo la perdonó…

      –Cristo no perdonó por un amor como ése… —se le escapó al manso padre Iósif, que había perdido la paciencia.

      –Sí, por un amor como ése, por ese mismo amor, monjes, ¡por ése! ¡Ustedes aquí se salvan a base de coles y piensan que son unos hombres justos! ¡Comen gobios, un gobio pequeñito cada día, y piensan comprar a Dios con gobios!

      –¡Es intolerable, intolerable! —se oía en la celda por todas partes.

      Pero esta escena, que ya resultaba escandalosa, se vio interrumpida de un modo inesperado. El stárets, de pronto, se levantó de su asiento. Casi totalmente aturdido de miedo por él y por todos, Aliosha se apresuró, no obstante, a sostenerlo por un brazo. El stárets dio unos pasos hacia Dmitri Fiódorovich y, cuando llegó a su altura, se hincó de hinojos delante de él. Aliosha creyó por un momento que había caído de debilidad, pero no se trataba de eso. Una vez de rodillas, se postró a los pies de Dmitri Fiódorovich, en una reverencia completa, marcada, deliberada, rozando incluso el suelo con la cabeza. Aliosha estaba tan perplejo que no fue capaz siquiera de ayudarlo cuando empezó a levantarse. Una débil sonrisa iluminaba apenas los labios del stárets.

      –¡Perdonen! ¡Perdonen todos! —iba diciendo, a medida que hacía reverencias a todos sus huéspedes.

      Dmitri Fiódorovich se quedó unos instantes como atónito: aquella reverencia a sus pies, ¿a qué había venido? Por fin exclamó: «¡Oh, Dios», y, cubriéndose la cara con las manos, abandonó precipitadamente la habitación. Tras él salieron en tropel los demás visitantes, tan desconcertados que ni siquiera se despidieron ni se inclinaron ante su anfitrión. Únicamente los hieromonjes se acercaron de nuevo a él para pedirle su bendición.

      –¿Por qué se ha postrado a sus pies? ¿Es acaso una especie de emblema? —Fiódor Pávlovich, que, por alguna razón, se había calmado repentinamente, intentaba entablar conversación, pero el caso es que no se animaba a dirigirse a nadie en particular. En ese instante todos abandonaban el recinto del asceterio.

      –Yo no respondo ni del manicomio ni de los locos —contestó enseguida Miúsov, enfurecido—; en cambio, voy a librarme de su compañía, Fiódor Pávlovich, y créame que va a ser para siempre. ¿Dónde estará ese monje de antes?

      Pero «ese monje», el mismo que los había


<p>56</p>

Se trataba de la modalidad más mortífera de los duelos a pistola. En ella, solo una de las dos pistolas era cargada, y los rivales escogían su arma al azar. Acto seguido, cogiendo cada contendiente con su mano libre uno de los extremos de un pañuelo (ésa era toda la distancia que los separaba), a una señal del director del combate disparaban a quemarropa sobre el oponente.