Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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pero no voy contra la Iglesia, no soy enemigo de Cristo»; eso es lo que se dice a cada paso el criminal de nuestros días, mientras que en el futuro, cuando la Iglesia llegue a ocupar el lugar del Estado, le será difícil decirse las mismas cosas, a menos que niegue a la totalidad de la Iglesia en el mundo entero: «Todos —se diría— están equivocados, todos van por el mal camino, todos forman parte de una Iglesia falsa; tan solo yo, asesino y ladrón, encarno la justa Iglesia cristiana». Pero decirse eso es muy difícil, presupone condiciones excepcionales, circunstancias que no son habituales. Por otra parte, fíjese usted ahora en el punto de vista de la propia Iglesia acerca del crimen: ¿no debería acaso apartarse del punto de vista dominante en la actualidad, que es prácticamente pagano, y, abandonando la idea de la amputación mecánica del miembro contaminado, como se hace hoy en día para preservar la sociedad, transformarla, de un modo completo y veraz, en una idea centrada en el renacimiento del hombre, en su resurrección y salvación?

      –A ver, ¿qué es todo esto? Otra vez me he perdido —le interrumpió Miúsov—; otra vez se trata de un sueño. Algo amorfo, que no hay quien entienda. Está hablando usted de excomunión. ¿A qué excomunión se refiere? Sospecho que usted, Iván Fiódorovich, sencillamente se está divirtiendo.

      –Lo cierto es que, en el fondo, es lo mismo que ocurre ahora —intervino de pronto el stárets, y todos, simultáneamente, se volvieron hacia él—; pues, si no existiese la Iglesia de Cristo, no habría para el criminal ninguna clase de freno ante el delito ni de castigo una vez cometido; me refiero a un verdadero castigo, no a uno mecánico, como acaba de decir este señor, un castigo que solo sirve para exasperar el corazón en la mayoría de los casos, sino al verdadero castigo, el único efectivo, el único que aterroriza, el único que sosiega, y que consiste en el descubrimiento de la propia conciencia.

      –Y ¿cómo es eso, si se puede saber? —preguntó Miúsov con acuciante curiosidad.

      –Verá usted —empezó el stárets—. Todas esas condenas a trabajos forzados, precedidas de castigos corporales, no corrigen a nadie y, lo que es más importante, no asustan a ningún criminal, y el número de crímenes no solo no decrece, sino que, a medida que pasa el tiempo, va en aumento. Estará usted de acuerdo con eso. Y resulta que la sociedad, de este modo, se encuentra totalmente desprotegida, pues, aunque el miembro nocivo sea amputado mecánicamente, desterrado y apartado de nuestra vista, su puesto lo ocupará enseguida un nuevo criminal, si no son dos. Si hay algo que protege a la sociedad, incluso en nuestro tiempo, y que puede corregir al propio criminal, haciendo de él otro hombre, es únicamente la ley de Cristo, que se manifiesta en el conocimiento de la propia conciencia. Solo después de haber asumido su culpa como hijo de la sociedad de Cristo, es decir, de la Iglesia, el delincuente adquiere asimismo conciencia de su culpa ante la sociedad misma, es decir, ante la Iglesia. Así pues, solo ante la Iglesia es capaz el criminal contemporáneo de asumir su culpa, no así ante el Estado. Por eso, si los tribunales pertenecieran a la sociedad, entendida como Iglesia, ésta sabría entonces a quién levantar la excomunión y acoger de nuevo en su seno. En cambio, ahora, la Iglesia, como no dispone de ningún tribunal efectivo y no tiene otro recurso que la condena moral, renuncia al castigo positivo del delincuente. No lo excomulga, sino que se limita a insistir en sus exhortaciones paternales. Es más, se esfuerza incluso por mantener con el delincuente la plena comunión eclesiástica: lo admite a los oficios divinos y a los santos sacramentos, le da limosna y lo trata como a un cautivo, más que como a un delincuente. Y ¿qué sería del criminal, ¡oh, Señor!, si la sociedad cristiana, esto es, la Iglesia, lo rechazara del mismo modo que lo rechaza y lo segrega la ley civil? ¿Qué sucedería si la Iglesia lo castigara con la excomunión de forma inmediata, cada vez que la ley estatal le impusiera un castigo? No podría haber desesperación mayor, al menos para el criminal ruso, pues los criminales rusos aún conservan la fe. En tal caso, quién sabe, podría suceder algo terrible, tal vez se perdería la fe en el desesperado corazón del criminal, y entonces ¿qué? Pero la Iglesia, como madre dulce y amorosa, renuncia al castigo efectivo, puesto que incluso sin su pena tiene ya bastante castigo el condenado por la justicia estatal, y es necesario que alguien se apiade de él. Pero la razón principal de su renuncia estriba en que la justicia eclesiástica es la única que lleva en sí la verdad y, en consecuencia, no puede llegar a compromisos temporales, que afecten a su esencia y a su moral, con ninguna otra clase de justicia. En este terreno es imposible entrar en transacciones. El criminal extranjero, según dicen, rara vez se arrepiente, pues incluso las más modernas teorías avalan la idea de que su crimen no es tal crimen, sino únicamente un acto de rebeldía contra una fuerza que lo oprime injustamente. La sociedad lo amputa de sí valiéndose de una violencia que triunfa sobre él de un modo enteramente mecánico, y esta expulsión va acompañada de odio (así al menos lo cuentan en Europa, refiriéndose a ellos mismos), de odio y de una indiferencia y un olvido totales con respecto al destino ulterior de ese hermano suyo. De ese modo, todo sucede sin la menor compasión de la Iglesia, pues en muchos casos allí ya ni siquiera existe la Iglesia, y solo quedan eclesiásticos y templos suntuosos, pero las iglesias, como tales, hace ya tiempo que se esfuerzan por ascender desde la especie inferior, como Iglesia, a la especie superior, como Estado, para desaparecer completamente en éste. Así parece ocurrir, al menos, en tierras luteranas. En cuanto a Roma, hace ya mil años que se proclamó el Estado en lugar de la Iglesia.[50] Por eso, el propio criminal ya no se reconoce como miembro de la Iglesia y, al ser excomulgado, cae en la desesperación. Y, si regresa a la sociedad, lo hace a menudo con tal odio que la propia sociedad parece apartarlo por sí misma de su seno. Juzguen ustedes cómo puede terminar eso. En muchos casos, se diría que ocurre lo mismo entre nosotros; pero resulta que, además de los tribunales competentes, en nuestro país está también la Iglesia, la cual nunca rompe la comunicación con el criminal, en quien sigue viendo a un hijo querido y, pese a todo, amado; pero, sobre todo, existe asimismo y pervive, aunque solo sea idealmente, el tribunal de la Iglesia, que, si bien está inactivo en la actualidad, vive para el futuro, al menos como un sueño, y es reconocido sin duda por el propio criminal, gracias al instinto de su alma. También es correcto lo que se acaba de decir aquí, en el sentido de que, si actuara efectivamente el tribunal de la Iglesia, y lo hiciera con toda su fuerza, es decir, si toda la sociedad se convirtiera en Iglesia y solo en Iglesia, entonces no solo el tribunal eclesiástico influiría en la corrección del criminal como nunca lo hace en la actualidad, sino que, muy probablemente, los propios crímenes disminuirían en una proporción asombrosa. Además, sin duda alguna, en muchos casos la Iglesia sería capaz de comprender al futuro criminal y de comprender el crimen futuro de un modo completamente distinto al actual, y sabría recuperar al excomulgado, advertir al malintencionado y regenerar al caído. Es verdad —el stárets sonrió— que en la actualidad la sociedad cristiana no está aún preparada y se sostiene exclusivamente sobre siete hombres justos; pero, dado que el número de éstos no mengua, se mantiene inquebrantable, en espera de su plena conversión de sociedad, entendida como asociación aún casi pagana, en Iglesia única, universal y soberana. ¡Que así sea, que así sea, al menos al final de los siglos, pues está destinado a cumplirse! Y no hay por qué afligirse pensando en tiempos y plazos, pues el secreto de los tiempos y los plazos se encuentra en la sabiduría de Dios, en su previsión y en su amor. Y aquello que según el cálculo del hombre puede hallarse todavía muy alejado, según la predestinación divina puede estar en vísperas de su aparición, en puertas. Así sea, así sea.

      –¡Así sea, así sea! —asintió el padre Paísi, en tono reverente y severo.

      –¡Es extraño, extraño en grado sumo! —comentó Miúsov, no tanto con calor como con cierta indignación disimulada.

      –¿Qué es lo que le parece a usted tan extraño? —inquirió con tacto el padre Iósif.

      –Y todo esto ¿a qué viene, realmente? —exclamó Miúsov, estallando de pronto—. ¡Se elimina el Estado en la tierra y la Iglesia se eleva al rango de Estado! ¡Eso ya no es que sea ultramontanismo, es archiultramontanismo! ¡Ni al papa Gregorio VII[51] se le habría pasado por la cabeza una cosa semejante!

      –¡Lo interpreta usted justo al revés! —dijo severamente el padre Paísi—. No se trata de que la Iglesia se convierta en Estado, entiéndalo bien. Eso es Roma y su sueño. ¡Es la tercera tentación


<p>50</p>

Los Estados Pontificios se crearon en el año 756, como consecuencia de la llamada «donación de Pipino», durante el papado de Esteban II (752-757).

<p>51</p>

El papa Gregorio VII (1073-1085) fue uno de los máximos valedores del principio de la supremacía de la autoridad papal sobre la de los príncipes imperiales, tal y como se recoge en los veintisiete axiomas de su Dictatus papae (1075).