–Por desgracia, no he leído su artículo, pero he oído hablar de él —respondió el stárets, mirando atenta y detenidamente a Iván Fiódorovich.
–Sostiene en él un punto de vista interesantísimo —prosiguió el padre bibliotecario—; por lo visto, en la cuestión de los tribunales eclesiásticos, rechaza rotundamente la separación entre la Iglesia y el Estado.
–Interesante, ¿en qué sentido? —preguntó el stárets a Iván Fiódorovich.
Éste le respondió finalmente, pero no en un tono entre ceremonioso y altivo, como se había temido Aliosha la misma víspera, sino modesta y discretamente, con evidente gentileza y, en apariencia, sin segundas intenciones.
–Yo parto de la idea de que esta confusión de elementos, es decir, de las esencias de la Iglesia y del Estado, será, sin duda, constante, a pesar de ser inviable y de que nunca será factible conducirla hasta un estado no ya normal, sino ni tan siquiera mínimamente aceptable, puesto que la mentira yace en la base misma de este conflicto. En mi opinión, el compromiso entre el Estado y la Iglesia en cuestiones tales como, por ejemplo, la de los tribunales, hablando en puridad, resulta imposible. El clérigo con el que he polemizado acerca de este asunto sostiene que la Iglesia ocupa un lugar preciso y definido en el Estado. Yo me he opuesto, diciendo que la Iglesia, por el contrario, debería incluir en su seno al Estado entero, en lugar de ocupar apenas un rincón en él, y que si esto no es posible actualmente, por la razón que sea, no cabe duda de que, en esencia, tendría que ser considerado el objetivo directo y principal de todo el futuro desarrollo de una sociedad cristiana.
–¡Muy justo! —aprobó, con rotundidad y emoción, el padre Paísi, hieromonje taciturno y erudito.
–¡Ultramontanismo puro! —chilló Miúsov, cruzando las piernas en un gesto de impaciencia.
–¡Eh, pero si aquí ni siquiera tenemos montañas! —exclamó el padre Iósif y, dirigiéndose al stárets, continuó—: Este señor responde, entre otras cosas, a los siguientes principios «básicos y esenciales» de su oponente, un clérigo, no lo olvide. Primero, que «ninguna asociación puede ni debe adueñarse del poder, disponer de los derechos civiles y políticos de sus miembros». Segundo: que «el poder en materia penal y civil no debe pertenecer a la Iglesia, por ser incompatible con su naturaleza, como institución divina y como asociación de personas con fines religiosos»; y, por último, en tercer lugar: que «el reino de la Iglesia no es de este mundo»…
–¡Un juego de palabras totalmente indigno de un eclesiástico! —volvió a interrumpir el padre Paísi, incapaz de contenerse—. Yo he leído el libro que usted refuta —se dirigió a Iván Fiódorovich—, y me han sorprendido esas palabras, dichas por un clérigo, de que «el reino de la Iglesia no es de este mundo». Si no es de este mundo, en buena lógica, no podría existir en la tierra. En el santo Evangelio, las palabras «no es de este mundo» no se emplean en ese sentido. No se puede jugar con estas cosas. Nuestro Señor Jesucristo vino precisamente a fundar la Iglesia en la tierra. El reino de los cielos, por supuesto, no es de este mundo, sino que está en el cielo, pero en él no se entra si no es por mediación de la Iglesia, fundada y establecida en la tierra. Por eso, los juegos de palabras mundanos a ese respecto son inaceptables e indignos. Pues la Iglesia es verdaderamente un reino, está destinada a reinar y a su término habrá de aparecer, indudablemente, como un reino en toda la tierra… Ésa es la promesa que se nos ha hecho…
De pronto se calló, como conteniéndose. Iván Fiódorovich, que le había escuchado con respeto y atención, se dirigió al stárets con muchísima calma, aunque con el mismo empeño e inocencia de antes:
–Mi artículo parte de la idea de que en la antigüedad, en los tres primeros siglos de la era cristiana, el cristianismo se presentaba únicamente como Iglesia y no era otra cosa que Iglesia. Pero, cuando el Estado pagano de Roma pretendió hacerse cristiano, ocurrió lo inevitable, y fue que, al hacerse cristiano, se limitó a incluir a la Iglesia en su seno, pero siguió siendo un Estado pagano, como lo era antes, en una extraordinaria cantidad de aspectos. En esencia, era lo que tenía que ocurrir, no cabe duda. Pero en Roma, entendida como Estado, quedaron demasiadas cosas de la civilización y la sabiduría paganas, como, por ejemplo, los propios fines y fundamentos del Estado. Por lo que respecta a la Iglesia de Cristo, al integrarse en el Estado, no podía renunciar, indudablemente, a ninguna de sus bases, no podía prescindir de la piedra en la que se sustentaba, y no podía perseguir más fines que los que le eran propios, pues habían sido firmemente establecidos y señalados por el Señor mismo; entre esos fines estaba el de transformar en Iglesia todo el mundo y, por lo tanto, todo el antiguo Estado pagano. De este modo (esto es, con vistas al futuro) no era la Iglesia la que tenía que encontrar su sitio en el Estado, como «cualquier asociación pública» o como una «asociación de personas con fines religiosos» (así se refiere a la Iglesia el autor al que pretendo refutar), sino que, por el contrario, todo Estado terrenal debería en lo sucesivo transformarse en Iglesia y no ser sino Iglesia, renunciando a cualquier fin incompatible con los fines de la Iglesia. Todo esto, no obstante, en nada lo rebaja, no menoscaba su honor ni su gloria como gran Estado, ni la gloria de sus gobernantes: se limita a apartarlo del camino falso, todavía pagano y erróneo, para llevarlo por el camino justo y verdadero, el único que conduce a los fines perdurables. Por eso, el autor del libro sobre los Fundamentos de los tribunales eclesiásticos habría acertado en sus juicios si, al investigar y plantear tales fundamentos, los hubiese considerado un compromiso temporal, ineludible aún en estos tiempos nuestros, pecaminosos e imperfectos, pero nada más que eso. Sin embargo, desde el momento en que el autor se atreve a proclamar que los fundamentos que ha propuesto, parte de los cuales acaba de enumerar el padre Iósif, son principios inmutables, naturales y eternos, se opone directamente a la Iglesia y a su misión sagrada, eterna e inmutable. He aquí todo mi artículo, o un compendio de él.
–En resumidas cuentas —intervino de nuevo el padre Paísi, subrayando cada una de sus palabras—, según ciertas teorías ampliamente dilucidadas en nuestro siglo XIX, la Iglesia, para regenerarse, debería transformarse en Estado, como pasando de una especie inferior a otra superior, para desaparecer más tarde en él, dejando paso a la ciencia, al espíritu de nuestro tiempo y a la civilización. Si no quiere eso y se resiste a aceptarlo, entonces se le asignará en el seno del Estado un pequeño rincón, donde será, además, sometida a vigilancia: eso es lo que ocurre hoy en todos los países europeos contemporáneos. En cambio, según la concepción y la expectativa rusa, no es la Iglesia la que ha de regenerarse transformándose en Estado, ascendiendo de un tipo inferior a otro superior, sino que, por el contrario, es el Estado el que debe alcanzar la dignidad de ser únicamente Iglesia, y solo Iglesia. ¡Y así ha de ser, así ha de ser!
–Bueno, reconozco que ahora me dejan más tranquilo —dijo Miúsov con una sonrisa, cruzando nuevamente las piernas—. Si lo he entendido, se trataría de la realización de un ideal infinitamente lejano, con ocasión de la segunda venida. Como ustedes quieran. Un precioso sueño utópico acerca de la desaparición de las guerras, de los diplomáticos, de los bancos y demás. Algo que se parece incluso al socialismo. Y yo que había pensado que hablaban en serio y que la Iglesia, ahora mismo, se ocuparía de juzgar a los criminales y los condenaría a azotes y trabajos forzados, e incluso, tal vez, a la pena de muerte.
–Aun en el supuesto de que ahora solo hubiera tribunales eclesiásticos, la Iglesia no condenaría a nadie a trabajos forzados o a la pena de muerte. En ese caso, el crimen y la forma de entenderlo tendrían que cambiar, sin duda alguna; naturalmente, poco a poco, no de repente, no de la noche a la mañana, pero, en cualquier caso, bastante pronto… —dijo tranquilamente, sin pestañear, Iván Fiódorovich.
–¿Lo dice en serio? —Miúsov lo miró fijamente.
–Si todo fuera Iglesia, ésta excomulgaría al criminal y al rebelde, pero no se cortarían cabezas —prosiguió Iván Fiódorovich—. Yo le pregunto: ¿adónde iría el excomulgado? Pues se vería obligado a apartarse no solo de los hombres, como ocurre ahora, sino también de Cristo. Porque con su crimen no solo se habría levantado