Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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en la desesperación?

      –No; ya tiene usted bastante con su pesar. Haga lo que pueda y se le pagará. ¡Y ya es mucho lo que ha hecho, habiendo sabido conocerse a sí misma de un modo tan profundo y sincero! Eso sí, si ahora, hablando aquí conmigo, solo es usted sincera para que yo la alabe por su franqueza, entonces, claro está, no llegará muy lejos en el camino del amor activo; de ese modo todo quedará en el terreno de sus sueños, y su vida pasará fugazmente, como una visión. En ese caso, naturalmente, también se olvidará de la otra vida y, cuando esté próximo el fin, ya encontrará usted la forma de tranquilizarse.

      –¡Me deja usted desarmada! Solo ahora, en este preciso instante, mientras usted hablaba, he comprendido que, en efecto, lo único que esperaba yo eran sus elogios a mi sinceridad al contarle que no soporto la ingratitud. ¡Me ha dado a entender cómo soy, lo ha captado perfectamente y me lo ha explicado a mí!

      –¿Habla usted en serio? Bueno, ahora, después de semejante confesión, creo que es usted sincera y que tiene buen corazón. Si no llega del todo hasta la felicidad, tenga siempre presente que está usted en el buen camino, y esfuércese por no abandonarlo. Evite, sobre todo, la mentira, cualquier mentira, y evite en especial mentirse a sí misma. Vigile su mentira y esté pendiente de ella sin descanso, hora a hora, minuto a minuto. Evite asimismo la sensación de repulsión, la repulsión de los demás y la repulsión de sí misma: aquello que descubra en su interior y le parezca malo, ya solo por haberlo descubierto se volverá más puro. También debe evitar el miedo, si bien el miedo no es más que una consecuencia de la mentira. No tema nunca su propia cobardía con vistas al logro del amor; ni siquiera debería temer en exceso los malos actos que, en ese sentido, pudiera cometer. Lamento no poder decirle nada más alentador, pues el amor activo, en comparación con el amor soñado, es algo cruel y aterrador. El amor soñado ansía la proeza inmediata, que se consuma rápidamente, a la vista de todos. Hay quien llega, de hecho, a dar su vida, a condición de que el sacrificio no se prolongue en exceso, sino que se consume a la mayor brevedad, como en un escenario, y de que todo el mundo pueda admirarlo y elogiarlo. En cambio, el amor activo es trabajo y firmeza; para algunas personas puede llegar a ser toda una ciencia. Pero ya le anuncio que, en el momento mismo en que vea usted con horror cómo, a pesar de todos sus esfuerzos, no solo no se ha acercado a la meta, sino que ésta parece estar aún más lejos, en ese preciso instante, se lo vaticino, de pronto la alcanzará y verá claramente, actuando en usted, la fuerza milagrosa del Señor, que siempre la ha amado y siempre la ha guiado de forma misteriosa. Disculpe que no pueda quedarme más tiempo con usted, me están esperando. Hasta la vista.

      La dama lloraba.

      –¡Lise, Lise, bendiga a Lise! ¡Bendígala! —estalló de pronto.

      –Pero si a ella no vale la pena quererla. He visto cómo se ha pasado todo el tiempo jugueteando —dijo en tono de broma el stárets—. ¿Por qué ha estado burlándose de Alekséi?

      Lise, en efecto, había estado todo el rato ocupada en esa travesura. Ya se había dado cuenta, en la visita anterior, de que Aliosha se turbaba en su presencia y procuraba no mirarla, y eso la divertía de lo lindo. Ella lo observaba fijamente, pendiente de captar su mirada. Incapaz de resistir aquellos ojos obstinadamente clavados en él, Aliosha, de tanto en tanto, sin querer, movido por una fuerza insuperable, la miraba de pronto, y la muchacha de inmediato le sonreía a la cara, con una sonrisa triunfal. Aliosha se sentía entonces aún más turbado y molesto. Finalmente, acabó por darle la espalda y se ocultó detrás del stárets. Pasados algunos minutos, arrastrado por la misma fuerza insuperable, se volvió de nuevo para comprobar si ella seguía pendiente de él, y vio que Lise, con más de medio cuerpo asomando por fuera del sillón, lo estaba mirando de reojo, esperando ansiosa que él la mirara a su vez: al sorprender su mirada, la muchacha se echó a reír con tantas ganas que ni el propio stárets fue ya capaz de contenerse:

      –¿Por qué le hace avergonzarse de ese modo, descarada?

      Inesperadamente, Lise se ruborizó, los ojillos le centellearon, puso una cara muy seria y, con calor e indignación, en tono quejumbroso, se lanzó a hablar deprisa, nerviosa:

      –Y él ¿por qué lo ha olvidado todo? Cuando era pequeña, me cogía en brazos, jugábamos juntos. Venía a enseñarme a leer, ¿lo sabía usted? Hace dos años, al despedirse, me dijo que nunca me olvidaría, que éramos amigos para siempre, ¡para siempre, para siempre! Pero ahora resulta que me tiene miedo, ni que fuera a comérmelo. ¿Por qué no quiere acercarse, por qué no habla conmigo? ¿Por qué no quiere venir a vernos? No será porque usted se lo impida: sabemos que va a todas partes. No estaría bien que yo le avisara, tendría que habérsele ocurrido a él primero, si es que no se ha olvidado ya de mí. Pues no, ¡ahora intenta salvarse! Y ¿cómo es que le han vestido con un hábito tan largo? Como salga corriendo, se va a tropezar…

      Y de pronto, sin poderse dominar, se cubrió la cara con una mano y se echó a reír de una forma terrible, incontenible, con aquella risa suya larga, nerviosa, convulsa y callada. El stárets, que la había estado escuchando con una sonrisa, la bendijo cariñosamente; ella, a su vez, empezó a besarle la mano; de pronto, se la acercó a los ojos y se puso a llorar:

      –No se enfade conmigo, soy una boba, no valgo nada… Y puede que Aliosha tenga razón al no querer visitar a alguien tan ridículo.

      –Le mandaré que vaya a verla sin falta —concluyó el stárets.

      V. ¡Así sea! ¡Así sea!

      La ausencia del stárets de la celda había durado unos veinticinco minutos. Pasaban ya de las doce y media, y Dmitri Fiódorovich, por cuya iniciativa se hallaban todos reunidos, seguía sin venir. Pero era casi como si se hubieran olvidado de él: cuando el stárets entró de nuevo en la celda, se encontró con una animadísima conversación entre sus huéspedes. En la conversación participaban sobre todo Iván Fiódorovich y los dos hieromonjes. También Miúsov intervenía en ella, y al parecer con gran entusiasmo, pero tampoco en esta ocasión le acompañaba el éxito; claramente, se había quedado en un segundo plano y los demás apenas le replicaban, así que esa nueva circunstancia solo contribuyó a agravar la irritación que iba creciendo en él. Lo cierto era que ya había tenido un roce previo con Iván Fiódorovich a propósito de sus respectivos conocimientos, y era incapaz de soportar con sangre fría el desdén de su interlocutor: «Al menos hasta ahora —se decía—, he estado a la altura de todo lo más avanzado en Europa, pero esta nueva generación nos ignora abiertamente». Fiódor Pávlovich, que había dado su palabra de quedarse callado, sin moverse de su asiento, aguantó un rato, de hecho, sin abrir la boca, mientras se dedicaba a observar con una sonrisa socarrona a su vecino Piotr Aleksándrovich y se alegraba sin disimulo viéndolo irritado. Hacía ya tiempo que tenía intención de desquitarse de algo y no quería dejar escapar aquella ocasión. Por fin, incapaz de seguir aguantando, se inclinó sobre el hombro de su vecino y volvió a provocarlo, diciendo a media voz:

      –Entonces, ¿por qué no se fue usted hace un rato, después de que saliera a relucir aquello de «besándola amorosamente», y ha accedido a quedarse en compañía de gente tan poco recomendable? Pues porque se ha sentido humillado y ofendido, y se ha quedado para lucir su inteligencia, con ánimo de revancha. Y, lo que es ahora, ya no va a irse usted sin haberse lucido antes delante de esta gente.

      –¿Ya empezamos otra vez? Al contrario, pienso irme enseguida.

      –¡Más tarde que nadie se irá usted, más tarde que nadie! —le lanzó otra pulla Fiódor Pávlovich, coincidiendo casi con el regreso del stárets.

      La discusión cesó por un momento, pero el stárets, después de sentarse en el mismo sitio de antes, miró a todos los presentes, como invitándolos amigablemente a continuar. Aliosha, que conocía casi todas las expresiones de aquel rostro, vio con claridad que estaba terriblemente fatigado y hacía un esfuerzo por sobreponerse. En la última etapa de su enfermedad, a veces se desvanecía, exánime. Casi la misma palidez que solía preceder a los desmayos era la que en ese momento se le estaba extendiendo por la cara; tenía los labios blancos. Pero, evidentemente, no quería dar por concluida la reunión; además, parecía tener alguna razón para actuar así; pero ¿cuál? Aliosha estaba muy pendiente de él.

      –Estábamos