La mujer siguió hablando muy bajo, en un susurro, de modo que era casi imposible captar nada. Terminó enseguida.
–¿Es ya el tercer año? —preguntó el stárets.
–Sí, el tercer año. Al principio no lo pensaba, pero ahora estoy enferma, me ha entrado la angustia.
–¿Vives muy lejos?
–A quinientas verstas de aquí.
–¿Lo has confesado?
–Sí, dos veces.
–¿Te han administrado la comunión?
–Sí, me la han administrado. Tengo miedo; tengo miedo de morir.
–No tengas miedo, no tengas miedo nunca, ni te angusties. Persevera en tu arrepentimiento, y Dios te lo perdonará todo. No hay ni puede haber en toda la tierra un pecado tal que Dios no se lo perdone a quien se arrepienta de verdad. Y el hombre no es capaz de cometer un pecado tan grande que agote el infinito amor de Dios. ¿Puede haber acaso un pecado que supere al amor divino? Tú preocúpate tan solo de arrepentirte sin descanso, y aleja el miedo de ti. Has de creer que Dios te ama de un modo que no puedes ni imaginarte; también con tu pecado y aunque estés en pecado, Él te ama. Más alegría habrá en el cielo por un solo arrepentido que por diez justos, se dijo hace ya mucho. Vete, pues, y no temas. No te aflijas por la gente, no te enojes por las ofensas. Al difunto perdónale sus agravios de todo corazón, reconcíliate con él de verdad. Si te arrepientes, amas. Y, si amas, ya eres de Dios… Con amor todo se compra, todo se salva. Si yo, un pecador como tú, me he conmovido y he sentido compasión por ti, ¿no hará mucho más Dios? El amor es un tesoro tan valioso que con él puedes comprar el mundo entero, puedes redimir no solo tus propios pecados, sino también los ajenos. Vete y no temas.
La persignó tres veces, se quitó del cuello una medalla y se la puso a la mujer. Ella, sin decir nada, hizo una reverencia hasta el suelo. El stárets se irguió y miró alegremente a una mujer robusta con una criaturita en brazos.
–Vengo de Vyshegorie, amado padre.
–Eso está a seis verstas de aquí, te habrás cansado con la criatura. ¿Qué quieres?
–He venido a verte. Ya he venido otras veces, ¿lo has olvidado? No debes de tener mucha memoria si te has olvidado de mí. Se decía en la aldea que estabas enfermo, y pensé: pues nada, habrá que ir a verlo. Muy bien, pues ya te estoy viendo: ¡tú qué vas a estar enfermo! Vas a vivir otros veinte años, eso seguro. ¡Que Dios te guarde! Con tanta gente rezando por ti, ¿cómo ibas a enfermar?
–Te doy las gracias por todo, hija mía.
–De paso, quería pedirte una cosita de nada: toma estos sesenta kopeks, y dáselos, amado padre, a alguna que sea más pobre que yo. De camino, me venía diciendo: mejor los doy a través de él, él sabrá a quién conviene dárselos.
–Gracias, hija mía; gracias, buena mujer. Tienes todo mi aprecio. Haré sin falta lo que me pides. Esa criatura que llevas en brazos… es una niña, ¿verdad?
–Sí, venerable padre. Lizaveta.
–Que el Señor os bendiga a las dos, a ti y a la pequeña Lizaveta. Me has alegrado el corazón, madre. Adiós, hijas mías, adiós, adiós, queridas mías.
Bendijo a todas las presentes y les hizo una profunda reverencia.
IV. Una dama escéptica
La terrateniente que había venido a ver al stárets, tras haber asistido a la escena completa de la conversación con aquellas mujeres sencillas y a la bendición final, derramaba calladas lágrimas que enjugaba con un pañuelo. Era una dama de mundo, sensible, con inclinaciones virtuosas, en buena medida sinceras. Cuando el stárets, por fin, se le acercó, ella lo acogió con entusiasmo:
–Me ha impresionado hasta tal punto ver esta escena tan conmovedora… —No pudo acabar, de la emoción—. Oh, entiendo que el pueblo le quiera, yo también siento amor por el pueblo, deseo sentir ese amor; ¡cómo no amar al pueblo, a nuestro hermoso pueblo ruso, tan sencillo en su grandeza!
–¿Cómo sigue su hija de salud? ¿Deseaba usted volver a hablar conmigo?
–Oh, lo he pedido con tanta insistencia, he suplicado, estaba dispuesta a postrarme de rodillas y a pasarme así tres días, o el tiempo que hiciera falta, delante de sus ventanas, hasta que usted me dejara entrar. Hemos venido a verle, gran sanador, a expresarle nuestro agradecimiento más entusiasta. Porque usted ha curado a mi Liza, la ha curado por completo. Y ¿cómo? Rogando el jueves pasado por ella e imponiéndole las manos. ¡Hemos venido en cuanto hemos podido a besar estas manos, y a manifestar nuestro sentimiento y nuestra veneración!
–¿Cómo que la he curado? ¿No sigue aún en su sillón?
–Pero las fiebres nocturnas han desaparecido por completo, llevamos así ya dos días, desde el mismo jueves —aclaró enseguida la señora, agitada—. No solo eso: las piernas se le han fortalecido. Esta mañana se ha levantado más sana, ha dormido toda la noche; mire qué buen color tiene, cómo le brillan los ojitos. Antes no hacía más que llorar, y ahora se ríe alegre, contenta. Hoy ha exigido que la pusiéramos de pie, y ha aguantado ella sola un minuto entero, sin ayuda de nadie. Se ha apostado conmigo a que en un par de semanas estará bailando una cuadrilla. He llamado a un médico local, el doctor Herzenstube; él se ha encogido de hombros y ha dicho: «Estoy asombrado, no lo entiendo». No querría usted que no viniésemos a importunarle; ¿cómo íbamos a dejar de venir volando a darle las gracias? ¡Vamos, Lise[47], dale las gracias, dale las gracias!
La carita de Lise, simpática y risueña, ya iba a ponerse seria; la niña se incorporó en el sillón lo más que pudo y, mirando al stárets, juntó las manitas delante de él, pero no pudo aguantarse y de repente se echó a reír…
–¡Es por él, es por él! —Y señalaba a Aliosha, con un enfado infantil por haber sido incapaz de dominarse y haberse echado a reír. Cualquiera que se hubiera fijado en Aliosha, que estaba de pie, un paso por detrás del stárets, habría advertido cómo, en un instante, se le habían subido los colores a la cara. Los ojos le centellearon y el joven bajó la mirada.
–Mi hija le trae un recado, Alekséi Fiódorovich… ¿Cómo está usted? —prosiguió la madre, dirigiéndose de pronto a Aliosha, al tiempo que le tendía la mano, enfundada en un delicioso guante.
El stárets se volvió y miró atentamente a Aliosha. Éste se acercó a Liza y, a su vez, sonriendo de forma un tanto extraña, como cohibido, le ofreció la mano. Lise puso cara de importancia.
–Katerina Ivánovna le manda esto. —Le entregó a Aliosha una nota—. Insiste sobre todo en que vaya usted a verla, que vaya lo más pronto posible, lo más pronto posible, y que se deje de engaños, que tiene que ir sin falta.
–¿Me pide que vaya a verla? Que vaya yo a su casa… ¿para qué? —balbuceó Aliosha, profundamente sorprendido. De pronto, en su cara se reflejaba una enorme preocupación.
–Oh, todo esto es por culpa de Dmitri Fiódorovich y… por los últimos acontecimientos —aclaró enseguida la madre—. Katerina Ivánovna se ha decidido por fin… pero para eso necesita verle a usted sin falta… ¿Para qué? Naturalmente, no lo sé, pero ha pedido que vaya cuanto antes. Y usted va a ir, seguro que va; en este caso, hasta sus sentimientos cristianos le obligan.
–Yo solo la he visto una vez —siguió diciendo Aliosha, sin reponerse de su sorpresa.
–¡Oh, es una criatura tan magnánima, tan fuera de lo común!… Ya solo por sus sufrimientos… Piense en todo lo que ha soportado, en todo lo que sigue soportando; piense en lo que la espera… ¡Es algo espantoso, espantoso!
–De acuerdo, iré —decidió Aliosha, después de leer por encima la breve y enigmática nota en la que, aparte del persuasivo ruego de que fuera a su casa, no había más explicaciones.
–¡Ay,