Aliosha levantó los ojos, fijos en el suelo hasta ese instante, volvió a ruborizarse de repente y, también de repente, volvió a sonreír sin saber él mismo por qué. Lo cierto es que el stárets ya no estaba pendiente de él. Había entablado conversación con el monje que estaba allí de paso y que, como ya hemos dicho, había estado esperando su aparición junto al sillón de Lise. Al parecer, era un monje de lo más modesto, esto es, de muy humilde condición, de mentalidad estrecha e inmutable, pero creyente y, a su modo, porfiado. Aseguró que venía del lejano norte, de Obdorsk[48], y que era miembro de San Silvestre, un pobre monasterio que apenas contaba con nueve monjes. El stárets le dio su bendición y lo invitó a que fuera a su celda a visitarlo cuando quisiera.
–¿Cómo se atreve usted a hacer cosas así? —preguntó de pronto el monje, señalando a Lise con aire muy serio y solemne. Se refería a la «curación» de la chiquilla.
–Todavía es pronto, naturalmente, para hablar de eso. Una mejoría no supone aún una curación completa, y podría obedecer también a otras causas. Pero, si de verdad ha habido algo, no se debe a otra fuerza que a la voluntad divina. Todo depende de Dios. Venga a verme, padre —concluyó, dirigiéndose al monje—, aunque no siempre puedo recibir visitas: estoy enfermo y sé que mis días están contados.
–Oh, no, no; Dios no va a privarnos de usted; aún tiene que vivir mucho, pero que mucho tiempo —exclamó la madre—. A ver, ¿de qué está usted enfermo? Parece usted tan sano, tan alegre, tan feliz.
–Hoy me siento mucho mejor de lo habitual, aunque de sobra sé que es algo pasajero. Ahora conozco a ciencia cierta cuál es mi enfermedad. Pero, si usted dice que me ve muy alegre, entonces sepa que nada, en ningún caso, podía haberme dejado más satisfecho que una observación así. Pues los hombres han sido creados para la felicidad, y aquel que es plenamente feliz tiene todo el derecho de decirse a sí mismo: «He cumplido la voluntad de Dios en esta tierra». Todos los justos, todos los santos, todos los mártires, han sido felices.
–Oh, hay que ver cómo habla usted, qué palabras más valientes e inspiradas —exclamó la madre—. Todo aquello que usted dice es como si penetrara en el alma. Y, sin embargo, la felicidad, ¿dónde está, dónde? ¿Quién puede decir de sí mismo que es feliz? Oh, ya que ha sido usted tan bueno y nos ha permitido verle hoy de nuevo, escuche todo lo que no acabé de contarle la última vez, lo que no me atreví a decir, todo lo que me hace sufrir, ¡desde hace mucho, mucho tiempo! Yo sufro, perdóneme, yo sufro… —Y, con un sentimiento ardiente e impulsivo, juntó las manos ante él.
–Concretamente, ¿qué la hace sufrir?
–Sufro… por mi falta de fe…
–¿No cree en Dios?
–No, no, no es eso; en eso no me atrevo ni a pensar. Pero la otra vida… ¡es un enigma tan grande! ¡Y nadie, realmente nadie responde a ese enigma! Escúcheme, usted es un sanador, usted conoce bien el alma humana; yo, naturalmente, no puedo pretender que usted me crea sin más, pero le aseguro, con toda rotundidad, que no estoy hablando por hablar, que la idea de la otra vida, de la vida de ultratumba, me inquieta hasta tal punto que me hace sufrir, que me asusta y me aterra… Y no sé a quién dirigirme, no me he atrevido en toda mi vida… Y solo ahora me atrevo a dirigirme a usted… ¡Dios mío, qué va a pensar usted de mí! —La mujer levantó los brazos, disgustada.
–No se preocupe por mi opinión —respondió el stárets—. Admito plenamente que su angustia es sincera.
–¡Oh, cómo se lo agradezco! Fíjese, cierro los ojos y pienso: si todo el mundo cree, ¿eso a qué obedece? Algunos aseguran que surgió en un principio como consecuencia del miedo a los inquietantes fenómenos de la naturaleza, y que no hay nada de todo eso. Pero, claro, yo me digo: he creído toda mi vida, y ahora me muero y resulta que no hay nada, que solo «crecerá el lampazo en la tumba», como leí en un escritor.[49] ¡Eso es terrible! ¿Cómo, cómo puedo recobrar la fe? El caso es que yo solo tuve fe cuando era pequeña, mecánicamente, sin pensar en nada… ¿Cómo podría probarse todo eso, cómo? Eso es lo que quería pedirle, por eso he venido a inclinarme ante usted. Porque, si también dejo pasar esta ocasión, ya nadie va a responderme en toda mi vida. ¿Cómo probarlo, cómo podría una convencerse? ¡Ah, qué desgracia la mía! Miro a mi alrededor y veo que a todo el mundo, o a casi todo el mundo, le da todo igual, que nadie se preocupa ahora por estas cuestiones, pero yo, sola, soy incapaz de soportarlo. ¡Es algo horrible, horrible!
–Sin duda, es horrible. Pero es imposible probar nada en este terreno; no obstante, sí es posible convencerse.
–¿Cómo? ¿De qué manera?
–Mediante la experiencia del amor activo. Intente amar al prójimo activamente y sin descanso. A medida que progrese en el amor, se irá convenciendo de la existencia de Dios y de la inmortalidad de su alma. Y, si llega a la completa abnegación en el amor al prójimo, creerá usted sin reservas, y no habrá duda capaz de penetrar en su alma. Es cosa probada y segura.
–¿El amor activo? Ahí tenemos otro problema, y menudo problema, ¡menudo problema! Verá, yo amo a la humanidad hasta tal punto que, aunque no se lo crea, a veces sueño con dejarlo todo, todo lo que tengo, abandonar a Lise y hacerme hermana de la caridad. Cierro los ojos, pienso y sueño, y en esos momentos siento en mí una fuerza irresistible. Ninguna herida, ninguna llaga purulenta podría asustarme. Las vendaría y las lavaría con mis propias manos, sería la enfermera de esos seres afligidos, siempre dispuesta a besar sus llagas…
–Eso ya es mucho, y está muy bien que sueñe con eso, y no con otras cosas. Casi sin proponérselo, hará usted de verdad alguna buena acción.
–Sí, pero ¿podría soportar mucho tiempo una vida parecida? —prosiguió la dama con fervor, casi en tono exaltado—. ¡Ésa es la cuestión más importante! Ése es el problema que más me hace sufrir. Cierro los ojos y me pregunto: ¿aguantarías mucho tiempo por esa senda? Y, si el enfermo cuyas llagas estás lavando no solo no responde de inmediato con gratitud, sino que, por el contrario, empieza a importunarte con sus caprichos, sin valorar tu servicio altruista, sin reparar en él; si se pone a gritarte, a exigirte con malos modos, o incluso a quejarse de ti ante algún superior (como ocurre a menudo con la gente que sufre mucho), ¿qué va a pasar entonces? ¿Persistirá tu amor o no? Pues verá usted, resulta que, a costa de sufrir un estremecimiento, ya he encontrado la respuesta: si hay algo que podría enfriar en un abrir y cerrar de ojos mi amor «activo», es precisamente la ingratitud. En una palabra, yo trabajo a cambio de un salario, exijo sin demora mi salario, es decir, mis alabanzas, y quiero que el amor se me pague con amor. Si no es así, ¡soy incapaz de amar a nadie!
Le había dado, con toda sinceridad, por flagelarse, y, tras pronunciar esas palabras, se quedó mirando al stárets con desafiante firmeza.
–Es exactamente igual que lo que me contó un doctor, hace ya mucho tiempo, por cierto —dijo el stárets—. Era un hombre ya mayor y de una inteligencia incuestionable. Hablaba con tanta sinceridad como usted y, aunque bromeaba, había un fondo de amargura en sus palabras: «Yo —decía— amo a la humanidad, pero no dejo de sorprenderme a mí mismo: cuanto más amo al género humano en general, menos aprecio a los hombres en particular, o sea, tomados de uno en uno, como individuos. En mis sueños —decía—, he llegado con cierta frecuencia a formular apasionados proyectos relativos al servicio a la humanidad, y hasta podría haberme encaminado a la cruz por los demás en caso de haber sido, de un modo u otro, necesario. Y, sin embargo, soy incapaz de pasar con nadie dos días seguidos en la misma habitación: lo sé por experiencia. En cuanto tengo a alguien cerca, siento que su personalidad limita mi amor propio y coarta mi libertad. En veinticuatro horas puedo llegar a odiar al mejor hombre del mundo: que si éste pierde mucho tiempo comiendo, que si aquel otro está resfriado y no para de sonarse… En cuanto alguien —decía— empieza a tener trato conmigo, me convierto en su enemigo. En