Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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bátiushka, tres meses le faltaban para cumplir los tres añitos. Sufro por ese hijito, padre, por ese hijito. Era el último que nos quedaba; cuatro hemos tenido, Nikítushka y yo, pero perdemos siempre a los pequeños, los perdemos, amado padre, los perdemos. Ya había enterrado a los tres primeros, y no sufrí tanto por ellos, pero a este último lo he enterrado y no hay manera de olvidarlo. Es como si lo tuviera aquí delante, no se quiere marchar. El alma me la ha dejado seca. Miro su ropita, su blusita, sus botitas, y me pongo a chillar. Le digo a Nikítushka, a mi marido: «Anda, déjame, marido, que vaya a peregrinar». Es cochero; nosotros no somos pobres, padre, no somos pobres; prestamos el servicio por cuenta propia, es todo nuestro: los caballos y el coche. Y todos estos bienes, ahora ¿para qué? Le habrá dado por beber en mi ausencia, a mi Nikítushka; es lo más seguro, ya antes de esto, en cuanto me daba la vuelta, él ya estaba cayendo en el vicio. Pero ahora mismo ni me acuerdo de él. Ya va para tres meses que falto de casa. Me he olvidado de todo, de todo, y no me apetece recordar; ¿qué voy a hacer ahora con él? He terminado con él, he terminado, con todo he terminado. Prefiero no tener que volver a poner los ojos en mi casa ni en mis bienes, ¡no quiero ver nada de nada!

      –Escucha, madre —dijo el stárets—, en cierta ocasión, hace mucho tiempo, un gran santo vio en un templo a una madre que, como tú, lloraba igualmente por su pequeño, por su único hijo, al que también había llamado el Señor. Entonces el santo le dijo: «¿Acaso no sabes lo osados que son estos pequeños cuando están ante el trono de Dios? No hay nadie más osado en el reino de los cielos: Tú, Señor, nos has dado la vida, le dicen a Dios, y apenas empezábamos a entreverla cuando nos la volviste a arrebatar. Y piden y preguntan con tanto atrevimiento que el Señor les otorga de inmediato el rango de ángeles. Así pues, alégrate tú también, mujer, y no llores más, pues tu pequeño se encuentra ahora junto a Dios en compañía de sus ángeles». Eso es lo que le dijo el santo a aquella mujer que lloraba en los tiempos antiguos. Era un gran santo, y no iba a faltar a la verdad. Por eso, también tú, madre, debes saber que sin duda tu pequeño estará ahora igualmente ante el trono del Señor, donde se alegra y se regocija, y donde ruega por ti a Dios. Por eso, debes llorar, pero también alégrate.

      La mujer le escuchaba, con la mejilla apoyada en una mano, mirando al suelo. Suspiró profundamente.

      –De ese mismo modo me consolaba Nikítushka, con palabras parecidas a las tuyas, diciéndome: «No seas tonta, ¿por qué lloras? Seguro que nuestro hijito está ahora en presencia del Señor, cantando con los ángeles». Eso me dice, pero él también llora, y yo lo veo llorar, igual que lloro yo. «Ya lo sé, Nikítushka —le digo—. ¿Dónde iba a estar más que en presencia del Señor? Pero ¡aquí con nosotros, Nikítushka, aquí a nuestro lado, como solía estar antes, ya no está!» Si por lo menos pudiera verlo, aunque fuera una vez, solo una vez, si pudiera volver a mirarlo, sin acercarme a él, sin decir nada, aunque tuviera que quedarme escondida en un rincón, para verlo tan solo un minutito; si pudiera oírlo jugar en el patio, y llamarme con su vocecita, como solía llamarme cada vez que llegaba: «Mami, ¿dónde estás?». Me conformaría con oírlo pasar por el cuarto una vez, una sola vez, haciendo tuc-tuc con sus pasitos, seguidos, muy seguidos… Recuerdo cómo a veces venía corriendo hacia mí, gritando y riendo; si al menos pudiera oír sus pasos, si los pudiera oír, ¡le daría, padre, toda la razón! Pero no está, bátiushka, no está, ¡y no voy a oírlo nunca más! Aquí traigo su cinturoncito, pero él, en cambio, no está, ¡y ahora nunca voy a volver a verlo, no voy a oírlo nunca más!

      Se sacó del enfaldo un pequeño cinturón de pasamanería, que había sido de su hijo, y fue mirarlo y deshacerse en sollozos, cubriéndose los ojos con los dedos, a través de los cuales, de pronto, empezaron a correr ríos de lágrimas.

      –Esto —dijo el stárets— es como lo de la antigua «Raquel, que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen»[45]. Tales son los límites, madres, que se os han trazado en la tierra. No te consueles, no hace ninguna falta que te consueles; no te consueles y llora; pero, cada vez que llores, no dejes de recordar que tu hijo es uno de esos ángeles de Dios y que desde allá arriba te está mirando y te está viendo, y se regocija con tus lágrimas, y se las muestra al Señor, nuestro Dios. Aún llorarás mucho tiempo, con este inmenso llanto de madre, pero al final tu llanto se convertirá en serena alegría, y tus amargas lágrimas serán solo lágrimas de callada ternura y purificación sincera, que salva del pecado. Yo pediré por el descanso eterno de tu pequeñuelo, ¿cómo se llamaba?

      –Alekséi, bátiushka.

      –Es un nombre muy bonito. Entonces, ¿se lo encomendamos a san Alejo[46], hombre de Dios?

      –Sí, sí, bátiushka, a ese mismo santo. ¡A san Alejo, hombre de Dios!

      –¡Un gran santo! Rezaré por él, madre, rezaré por él, y también tendré presente tu pesar en mis plegarias y rezaré asimismo por la salud de tu marido. Pero es un pecado abandonarlo. Ve con tu marido y cuida de él. Allí donde se encuentra, tu pequeño verá que has abandonado a su padre y llorará por vosotros; ¿por qué habrías de turbar su dicha? Recuerda que él vive, él vive, puesto que el alma vive eternamente; y, aunque ya no esté en casa, se halla invisible a vuestro lado. ¿Cómo va a presentarse en tu casa, si dices que a ti se te ha hecho odiosa? ¿Hacia quién va a ir, si no os encuentra juntos al padre y a la madre? Ahora sueñas con él y te torturas, pero entonces te mandará dulces sueños. Vuelve con tu marido, madre, vuelve hoy mismo.

      –Iré, querido padre, iré según me dices. Me has alumbrado el corazón. ¡Nikítushka, Nikítushka! ¡Tú me esperas, querido, tú me esperas! —empezó a lamentarse la mujer; pero el stárets se había vuelto ya hacia una señora muy mayor, una ancianita que no vestía como una peregrina, sino como las mujeres de ciudad.

      Se le notaba en la mirada que se traía algo entre manos y que había venido para comunicar alguna cosa. Se presentó como la viuda de un suboficial; dijo que no venía de lejos, que era de nuestra misma ciudad. Su hijo, Vásenka, prestaba servicio en una compañía de intendencia, y estaba destinado en Siberia, en Irkutsk. Dos veces había escrito desde allí, pero hacía ya un año que había dejado de escribir. Ella había intentado averiguar qué había sido de él, pero lo cierto es que no sabía a quién acudir.

      –Hace poco, Stepanida Ilínishna Bedriáguina, una comerciante, y bien rica, va y me dice: «Mira, Projórovna, ¿por qué no anotas el nombre de ese hijo tuyo en un recordatorio, lo llevas a la iglesia y encargas oraciones por su descanso eterno? Su alma empezará a echarte de menos, y tu hijo te escribirá una carta». Eso me dijo. Según Stepanida Ilínishna, es cosa segura, muchas veces probada. Pero yo tengo mis dudas… Tú, que eres nuestra luz, dime si es eso cierto o no es cierto. Y ¿crees que estaría bien si lo hiciera?

      –Ni se te ocurra. Debería darte vergüenza preguntarlo. ¡Cómo va a ser posible rezar por el descanso eterno de un alma viva! ¡Y menos su propia madre! Es un pecado enorme, parece cosa de brujería, solo tu ignorancia te sirve de excusa. Lo que tienes que hacer es rezarle a la Reina de los Cielos, intercesora y auxiliadora nuestra, por la salud de tu hijo, y pedirle de paso que te perdone por esas ideas equivocadas. Y añadiré otra cosa más, Projórovna: ese hijo tuyo pronto estará de vuelta en casa o, si no, te mandará sin falta una carta. Así que ya lo sabes. Ve, y desde ahora puedes estar tranquila.Tu hijo está vivo, te lo digo yo.

      –Amado padre nuestro, que Dios te lo pague; tú eres nuestro bienhechor, rezas por todos nosotros y por nuestros pecados…

      Pero el stárets ya había advertido entre la muchedumbre los dos ojos ardientes, concentrados en él, de una joven campesina extenuada, con aspecto de tísica. La muchacha miraba en silencio, sus ojos imploraban algo, pero se diría que tenía miedo de acercarse.

      –A ti ¿qué te pasa, hija mía?

      –Dale alivio a mi alma, venerable padre —murmuró ella en voz baja, sin ninguna prisa; después se puso de rodillas y se inclinó a los pies del stárets—. He pecado, venerable padre, tengo miedo de mi pecado.

      El stárets se sentó en el peldaño inferior; la mujer se le acercó, siempre de rodillas.

      –Soy


<p>45</p>

Mateo, 2, 18 (es cita de Jeremías, 31, 15).

<p>46</p>

San Alejo de Roma (muerto en 412), santo asceta, venerado tanto en la Iglesia católica —con ciertas reservas, dado el carácter semilegendario de su figura— como en la ortodoxa; en Rusia es un santo muy popular. Alekséi es la forma rusa del nombre correspondiente al español Alejo.