–Todo lo que toca, literalmente, lo ensucia.
El stárets, de pronto, se levantó:
–Disculpen, señores, si les dejo por unos minutos —dijo, dirigiéndose a todos los presentes—, pero hay gente que me está esperando ya desde antes de su llegada. Y usted, en cualquier caso, no mienta —añadió, dirigiéndose a Fiódor Pávlovich con el semblante alegre.
Salió de la celda, Aliosha y el novicio fueron corriendo tras él para ayudarlo a bajar la escalera. Aliosha se sofocaba, estaba contento de salir, pero también estaba contento de que el stárets no se sintiera ofendido y se mostrara alegre. Éste se dirigió hacia la galería para dar su bendición a quienes lo estaban esperando. Pero Fiódor Pávlovich lo detuvo junto a la puerta de la celda.
–¡Hombre bienaventurado! —exclamó con emoción—. ¡Permítame que vuelva a besarle la mano! ¡Sí, con usted aún se puede hablar, se puede vivir! ¿Cree usted que siempre miento de esa manera, que siempre hago el bufón? Sepa que he estado fingiendo todo el tiempo, que lo he hecho adrede para ponerle a prueba. Que he estado tanteándole continuamente para averiguar si es posible vivir con usted. Para ver si tiene cabida mi humildad al lado de su orgullo. Le concedo un diploma: ¡es posible vivir a su lado! Y ahora me callo, me callo de una vez por todas. Me siento y me callo. Ahora le toca a usted hablar, Piotr Aleksándrovich, ahora queda usted como el hombre más importante… durante diez minutos.
III. Mujeres de fe
Abajo, junto a la galería de madera adosada a la pared exterior del recinto, se habían congregado en esta ocasión únicamente mujeres del pueblo; serían unas veinte. Les habían anunciado que el stárets iba a salir finalmente, y se habían reunido para esperarlo. También se instalaron en la galería la terrateniente Jojlakova y su hija, que estaban igualmente esperando al stárets, aunque ellas lo hacían en el aposento reservado a las visitantes nobles. La Jojlakova madre, dama acaudalada que vestía siempre con gusto, era una mujer bastante joven aún y muy atractiva, algo pálida, de ojos muy vivos y casi totalmente negros. No pasaría de los treinta y tres años, y hacía ya cinco que había enviudado. Su hija, de catorce años, tenía parálisis en las piernas. La pobre chiquilla no podía caminar desde hacía ya medio año, y la transportaban en un alargado y confortable sillón de ruedas. Tenía una carita adorable, algo consumida por la enfermedad, pero alegre. Una expresión revoltosa brillaba en sus grandes ojos oscuros, de largas pestañas. Ya desde la primavera la madre había decidido llevarla al extranjero, pero se les pasó el verano por culpa de unos trabajos en sus propiedades. Llevaban cosa de una semana instaladas en nuestra ciudad, más por asuntos de negocios que en calidad de peregrinas, pero ya habían visitado en otra ocasión, tres días antes, al stárets. Habían vuelto a presentarse así, de buenas a primeras, aun sabiendo que ya casi no podía recibir a nadie, y habían rogado insistentemente que se les concediera, una vez más, «la dicha de contemplar al gran sanador».
La madre aguardaba la salida del stárets sentada en una silla, al lado del sillón de su hija, y un par de pasos más allá había un monje anciano, venido de un ignoto monasterio del lejano norte. También él deseaba recibir la bendición del stárets. Pero éste, al hacer su aparición, se dirigió de entrada a las mujeres del pueblo llano. El grupo se apretujó junto al pequeño porche, de tres peldaños, que unía la baja galería con el suelo. El stárets se quedó en el peldaño superior, se puso el epitrachelion[42] y empezó a impartir su bendición a las mujeres que se apiñaban delante de él. Le acercaron a una enajenada, tirando de ella con ambas manos. En cuanto vio al stárets, a la mujer le dio por hipar, soltando una especie de chillidos sin sentido, y se puso a temblar de pies a cabeza, como si sufriera los calambres de las parturientas. Colocándole el epitrachelion sobre la cabeza, el stárets recitó una breve plegaria, y ella se calló y se serenó de inmediato. No sé cómo será ahora, pero en mi infancia tuve a menudo la ocasión de ver y oír en aldeas y monasterios a esa clase de enajenadas. Las llevaban a misa, ellas chillaban y ladraban como perros y se las oía por toda la iglesia, pero, en cuanto mostraban el pan y el vino consagrados y acercaban a las posesas hasta el sagrario, la «posesión» cesaba en ese mismo instante, y las enfermas siempre se calmaban por un tiempo. A mí, de pequeño, aquello me impresionaba mucho y me dejaba perplejo. Pero también oí decir a algunos terratenientes, y sobre todo a mis maestros, gente de ciudad, en respuesta a mis preguntas, que todo aquello era una pura comedia para no tener que trabajar, y que siempre podía extirparse con la debida severidad, y para confirmarlo aducían toda clase de anécdotas. Más tarde, sin embargo, descubrí con asombro, gracias a ciertos especialistas médicos, que no se trataba de ninguna comedia, sino de una terrible enfermedad femenina, especialmente común aquí en Rusia, lo cual da testimonio del cruel destino de nuestras campesinas: se trata de una enfermedad originada por los trabajos extenuantes a los que se dedican recién salidas de partos duros, complicados, en los que no cuentan con ayuda médica de ninguna clase, y exacerbada por la amargura inconsolable, por los golpes y demás calamidades, que no todas las naturalezas femeninas son capaces de soportar en la misma medida. Aquellas extrañas y repentinas curaciones de mujeres posesas, aquejadas de convulsiones, que solían producirse en cuanto las acercaban al pan y al vino, y que, según me habían explicado, no eran más que una comedia, o peor aún, un truco ideado por la misma «clerigalla» o poco menos, se producían, muy probablemente, de un modo perfectamente natural: tanto las buenas mujeres que acompañaban a la enajenada como, sobre todo, la propia afectada creían a pie juntillas, como verdad irrevocable, que el espíritu maligno que se había apoderado de la enferma jamás podría soportar que la llevasen y obligasen a inclinarse ante el pan y el vino consagrados. Por ese motivo, siempre se manifestaba (pues no tenía más remedio que manifestarse) en la mujer desequilibrada y, desde luego, psíquicamente enferma, la inevitable convulsión en todo su organismo en el momento de la reverencia, convulsión causada por la espera del obligado milagro de la curación y por la fe ciega en que el milagro iba a ocurrir. Y éste ocurría, aunque solo fuese temporalmente. Exactamente eso fue lo que sucedió cuando el stárets cubrió a la enferma con el epitrachelion.
Muchas de las mujeres que se arremolinaban alrededor del stárets se deshacían en lágrimas de ternura y emoción, causadas por el efecto del momento; otras se esforzaban por besarle, al menos, el extremo de sus vestiduras; había algunas que se lamentaban. Él las bendijo a todas, y conversó con varias de ellas. Ya conocía a la enajenada, la habían traído de una aldea cercana, que distaba apenas unas seis verstas del monasterio; además, ya la habían conducido a su presencia en alguna ocasión anterior.
–¡Ésta seguro que viene de lejos! —Señaló a una mujer aún joven, pero muy flaca y demacrada, con el rostro, más que tostado, renegrido. La mujer estaba de rodillas, mirando fijamente al stárets. Había algo delirante en su mirada.
–De lejos, bátiushka[43], de lejos, de trescientas verstas de aquí. De lejos, padre, de lejos —dijo la mujer canturreando, mientras balanceaba rítmicamente la cabeza de lado a lado, con la mejilla apoyada en la palma de la mano.
Hablaba en tono quejumbroso. Hay en el pueblo una amargura silenciosa, infinitamente paciente; esta amargura se encierra en sí misma y calla. Pero hay también una amargura lacerante: de pronto rompe en llanto y desde ese instante se deshace en lamentos. La padecen sobre todo las mujeres. Sin embargo, esa amargura no es más llevadera que la amargura silenciosa. El único consuelo que dispensan los lamentos es el de enconar y desgarrar aún más el corazón. Esta clase de amargura no busca siquiera consuelo, se nutre del sentimiento de insaciabilidad. Los lamentos responden tan solo a la necesidad de hurgar sin descanso en la herida.
–Eres de familia de menestrales, ¿verdad? —prosiguió el stárets, mirando a la mujer con curiosidad.
–Vivimos en la ciudad, padre, en la ciudad; somos campesinos, pero vivimos en la ciudad. He venido aquí para verte, padre. Hemos oído hablar de ti, bátiushka, hemos oído hablar de ti. Enterré a mi pequeño, y me fui por ahí a rezar a Dios. Estuve en tres monasterios, y me dijeron: «No dejes de visitar también ese sitio, Nastásiushka». O sea, que viniera a verle