75 Ibíd., p. 81.
76 Ibíd., p. 91.Robert Holmes Beck, Historia social de la Educación, México, Uteha, 1965, p. 19.
77 J. Bowen, Óp. cit., vol. I, p. 92.
78 Aristóteles, Política, 1269b.
79 “La mujer de Pitágoras se llamaba Teano, hija de Brotino Crotoniata; bien que algunos la hacen mujer de Brotino y discípula de Pitágoras”. Diógenes Laercio, Vidas de los más ilustres filósofos griegos, vol. II, p. 113.
Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1123b.
2. La educación moral y ética
¿Qué medida, qué norma más exacta poseemos en lo referente
al Bien más que el sabio?
Aristóteles, Protrépticos
El difícil problema de la educación moral de la niñez y la adolescencia ha recibido un tratamiento que se inserta en dos grandes tradiciones. Ambas tradiciones tienen su origen en la filosofía griega de la educación y están representadas una por Sócrates y otra por Aristóteles. Hoy en día se acostumbra a denominar iluminista a la posición socrática y comunitarista a la posición aristotélica. Mostraré que aunque ambas tendencias se presentan actualmente casi en forma irreductible; hay buenas razones para pensar que no lo son. Hay también una tercera alternativa, más personal y no necesariamente universal, que puede hallarse en Epicuro, los escépticos y, en general, en quienes acentúan en la ética “el cuidado de sí”. Para el análisis de estas corrientes de pensamiento, me apoyaré especialmente en los estudios de Foucault sobre el pensamiento griego.
Sócrates1 desarrolló el método mayéutico. Mayéutica significa, etimológicamente, “dar a luz”; Sócrates decía que su madre era partera, de ahí que el propósito de la mayéutica es dar a luz ideas, conceptos, definiciones. Pero en el método mayéutico el maestro no da estas definiciones, sino que las mismas han de encontrarse a lo largo del diálogo. El maestro se limita a hacer preguntas y objeciones, y el interlocutor es quien debe encontrar la respuesta adecuada. Sócrates, aunque se presenta como alguien que no sabe nada, sabe algo: que el concepto debe ser universal y que a él llegamos por inducción. No se trata de un enjambre de virtudes, sino de la virtud.
En el diálogo Menón, Sócrates se plantea el problema de si la virtud se puede enseñar. No deja de ser sorprendente que, aunque a lo largo de todo el diálogo él considera que la virtud es conocimiento, insiste una y otra vez en la tesis según la cual la virtud no puede enseñarse. Aquí parece que hay una paradoja: si el conocimiento puede enseñarse, y si la virtud es conocimiento, la conclusión lógica inevitable es que la virtud puede enseñarse. Sin embargo, Sócrates evita llegar a esa conclusión que se sigue en forma silogística, a menos que se le esté dando al término ‘conocimiento’ un significado especial. De hecho Guthrie aclara que cuando Sócrates habla del conocimiento lo hace sobre todo en analogía con las artes y los oficios. Ahora bien, el dominio de un arte u oficio “exige el ‘conocimiento’ como la práctica […] La naturaleza, dice Sócrates, juega un papel, pero el valor se acrecienta en la naturaleza de cada hombre por el aprendizaje y la práctica”.2
Sócrates dialoga con un esclavo, quien logra obtener conocimientos de geometría mediante el método mayéutico, que Sócrates ilustra bastante bien en este diálogo. Sócrates sigue una estrategia de razonamiento hipotético como estructura lógica del diálogo: si la virtud es conocimiento, entonces debería poderse enseñar; si puede enseñarse, entonces debería haber maestros de la virtud. Pero aquí surge un problema: no vemos por ningún lado el maestro de la virtud. Por lo tanto, parece difícil aceptar que la virtud pueda enseñarse. Pero no hay que olvidar, además, que el autor del diálogo no es Sócrates sino Platón, y que este sí tiene su propia conclusión, en la que Sócrates queda implicado en forma decisiva. En efecto, hacia el final del diálogo Sócrates adelanta dos proposiciones. La primera dice que podría ser que la virtud fuese un don divino. En la segunda, que es la que nos interesa y que es la tesis propiamente de Platón, afirma que la virtud se podría enseñar si hay un modelo real de virtud tal que pudiera enseñárnosla.
La virtud no se daría por naturaleza, sino que sería un don divino, sin que aquellos que lo reciban lo sepan, a menos que entre los políticos haya uno capaz de hacer políticos también a los demás. Y si lo hubiese, de él casi se podría decir que es, entre los vivos, como Homero afirmó que era Tiresias entre los muertos, al decir que era “el único capaz de percibir” en el Hades, mientras los demás eran únicamente como “sombras errantes”. Y éste, aquí arriba, sería precisamente, con respecto a la virtud, como realidad entre las sombras.3
Los intérpretes de este diálogo, y en especial Werner Jaeger, nos dicen que sin duda alguna Platón está planteando que su maestro Sócrates es el modelo real de virtud que puede enseñarla, o mejor, hacernos virtuosos. Esa conclusión es en realidad la que Platón buscaba, y con ella nos saca del escepticismo que se había planteado a lo largo del diálogo: que la virtud no puede enseñarse. La virtud puede enseñarse si hay un modelo de virtud que pueda comunicarla a los demás, servir de paradigma real. Nótese el entusiasmo con el cual Platón describe a este hombre virtuoso, que sería el único viviente entre meras sombras que yerran en un mundo tenebroso.
La importancia de la argumentación racional en la ética ha sido destacada por Christopher Rowe, estudioso de la ética griega:
Aun en el caso de que el ideal de certeza resultase ilusorio, aún seguiría siendo importante la fundamentación racional de las creencias morales. El simple hecho de su insistencia en la necesidad de la razón y de la argumentación racional haría digno de rememoración a Sócrates.4
Quedan, pues, dos hipótesis básicas que la educación occidental ha mantenido vivas sin que se haya perdido nunca su interés. La primera es la posición iluminista de Sócrates, según la cual la virtud es conocimiento, y el que obra mal lo hace por ignorancia, es decir, porque no conoce su propio bien. Como escribe Guthrie: “Nadie que tenga pleno conocimiento de su naturaleza y de la de sus semejantes, y de las consecuencias de sus actos, se equivocaría al elegir una acción”. La pregunta es quién tiene ese conocimiento. “Ni él mismo ni alguien a quien él conociera”.5 La segunda hipótesis representa la posición de Platón, según la cual, si hay un modelo real de virtud, es éste quien puede enseñarla.
Aristóteles y la educación moral
La segunda tradición con respecto a la educación moral es la de Aristóteles.6 El estagirita no está de acuerdo con Sócrates en la tesis según la cual basta el conocimiento para ser virtuoso: “Sócrates pensaba que las virtudes son razones o conceptos, teniéndolas a todas por formas del conocimiento científico, mientras que nosotros pensamos que toda virtud es un hábito acompañado de razón”.7 Aristóteles nos dice que, por ejemplo, no solo queremos conocer qué es la valentía, sino ser valientes. Existen dos clases de virtud, según el fundador del Liceo, las virtudes intelectuales (o dianoéticas) y las virtudes morales: “La dianoética debe su origen y su incremento principalmente a la enseñanza, y por eso requiere experiencia y tiempo; la ética, en cambio, procede de la costumbre”.8 Luego agrega:
Los hábitos se engendran por las operaciones semejantes. De ahí la necesidad de realizar cierta clase de acciones, puesto que a sus diferencias corresponderán hábitos. No tiene, por consiguiente, poca importancia el adquirir desde jóvenes tales o cuales hábitos, sino muchísima, mejor dicho, total.9
Añade el estagirita que los buenos legisladores habitúan en las buenas costumbres a los ciudadanos mediante buenas leyes. Lo mismo sucede con la educación de los niños y los jóvenes.
De ahí la necesidad de haber sido educado de cierto modo ya desde jóvenes, como dice Platón, para poder complacerse y dolerse como es debido; en esto consiste, en efecto la educación.10
Nótese cómo Aristóteles se muestra en perfecto acuerdo con Platón en este sentido, lo cual nos permite afirmar que las dos tradiciones son menos antagónicas de lo que se ha supuesto. Aristóteles agrega que al niño se le educa moralmente por medio de la costumbre y sin necesidad de dar razones o explicaciones,