Otros, como Luis Vives en España o Petrarca en Italia, criticaron severamente el lenguaje escolástico, y no tuvieron reparo en calificarlo de bárbaro. Por eso en el Renacimiento vemos florecer la retórica, fustigada al inicio del cristianismo por el moralismo de los padres de la Iglesia. Las ciencias y las artes del lenguaje adquieren un enorme prestigio: la filología, la retórica, la gramática y, sobre todo, la literatura, la cual alcanza su autonomía con Petrarca. Este experimenta con deleite la sonoridad de las palabras y disfruta la lectura de los textos de Cicerón. “La vuelta al cultivo de las Letras está inseparablemente ligada a la persona y a la obra de Petrarca, del que Erasmo dirá que fue reflorescentis eloquentiae princeps apud Italos” (fue el príncipe del reflorecimiento de la elocuencia entre los italianos).1 Petrarca, agrega Gilson, no se formó en la escolástica, sino en la elocuencia antigua, de la mano de Quintiliano y Cicerón. Petrarca critica la dialéctica “verbal y huera” de teólogos y filósofos escolásticos, y se percibe a sí mismo como un hombre en la frontera de un mundo que cae y otro que nace, “colocado en la frontera de dos pueblos y mirando a la vez hacia atrás y hacia adelante”; en realidad, en el límite de la Edad Media y el Renacimiento. La sabiduría, afirma Petrarca, es inseparable de la elocuencia, del arte del buen decir.
En el arte la autonomía se va conquistando por la vía del naturalismo.
En términos generales, puede decirse que el arte del Renacimiento se acercó más a la Naturaleza. Se interesaba mucho más por el objeto empírico que cualquiera de los más avanzados logros de la antigüedad.2
En esta época se logró el desarrollo de la perspectiva, la representación viva del movimiento, una nueva valoración del cuerpo humano liberada de los cánones religiosos, y un énfasis en la individualidad humana. Cada fenómeno natural, por insignificante que parezca, se hace importante para el arte y la ciencia.
El cuerpo del hombre volvió a mostrarse en toda su desnudez y se estudió con más intensidad y exactitud que en ninguna época anterior. Por primera vez quedó despojado del manto de divinidad que le había cubierto y se le dio importancia por sí mismo, por puro gusto, no sólo en su apariencia exterior, sino en las leyes que lo gobiernan. Esta concentración exclusiva en el mundo empírico de los cuerpos revela una nueva actitud hacia la naturaleza.3
Así pues, la misma tendencia naturalista que vemos en la ciencia la hallamos en el arte. No es entonces casual que Leonardo da Vinci entienda el arte como una ciencia y la ciencia como un arte.
En la teoría política fue Nicolás Maquiavelo (1469-1527) quien rompió con la tutela de la religión y de la moral. Inspirándose en los escritores antiguos —como Tito Livio—, desentraña los móviles de la conducta humana y dice apoyarse en la naturaleza humana real y no en quimeras e idealizaciones:
Como mi objeto no es describir para aquellos que juzgan sin preocupación, hablaré de las cosas como son en realidad, y no como el vulgo se imagina. Figúrase a veces la imaginación repúblicas y gobiernos que nunca han existido; pero hay una distancia grande del modo como se vive al modo como deberíamos vivir; que aquel que reputa por real y verdadero lo que sin duda debería serlo, y no lo es por desgracia, corre a una ruina segura e inevitable.4
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