Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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Después volvió a cerrar el armario, se guardó la llave en el bolsillo, se dirigió acto seguido al dormitorio, se tumbó en la cama, sin fuerzas, y se quedó dormido en un instante.

      III. Se encuentra con unos escolares

      «Gracias a Dios que no me ha preguntado por Grúshenka —pensó Aliosha, por su parte, en el momento en que salía de casa de su padre y se dirigía a ver a la señora Jojlakova—, pues de otro modo no habría tenido más remedio que hablarle del encuentro que tuvimos ayer. —Aliosha lamentaba vivamente que a lo largo de la noche los combatientes hubieran cobrado nuevas fuerzas y sus corazones se hubieran endurecido con el nuevo día—: Mi padre está irritado y tiene muy malas intenciones; algo andará tramando y no va a dar su brazo a torcer. ¿Y Dmitri? Ése también se habrá fortalecido por la noche, seguro que también está irritado y, a no dudarlo, trama algo siniestro… En fin, hoy mismo, sin falta, tengo que encontrar tiempo para ir a buscarlo, pase lo que pase»…

      Pero Aliosha no pudo seguir reflexionando mucho más tiempo: por el camino tuvo un incidente, no muy importante en apariencia, pero que le causó una profunda impresión. Nada más atravesar la plaza y doblar por la calleja que da a la calle Mijáilovskaia, paralela a la calle Mayor, de la que tan solo la separa una zanja (toda nuestra ciudad está surcada de zanjas), vio más abajo, delante de una pasarela, a un pequeño grupo de escolares, niños todos ellos de corta edad, de diez a doce años como mucho. Volvían a casa después de haber terminado las clases, unos con sus mochilas a la espalda, otros con sus sacos de cuero colgados del hombro; algunos llevaban una chaquetilla, otros un abrigo ligero, y había quienes calzaban botas altas con pliegues en las cañas, esas botas de las que les gusta presumir a los niños mimados de familias acomodadas. Todo el grupo charlaba animadamente, discutiendo algún asunto. Aliosha era incapaz de pasar por delante de unos chiquillos sin fijarse en ellos; en Moscú ya le solía ocurrir, y, aunque los que más le llamaban la atención eran los críos como de tres años, también le gustaban los escolares de diez u once años. Por eso, a pesar de sus muchas preocupaciones, le entraron ganas de acercarse a aquellos niños para entablar conversación. A medida que se aproximaba, iba observando sus caritas sonrosadas, llenas de vida, hasta que de repente reparó en que todos los muchachos tenían una piedra en la mano, si es que no eran dos. Al otro lado de la zanja, a unos treinta pasos del grupo, había otro chiquillo, un colegial como ellos, con su correspondiente saco al costado; tendría, a juzgar por su estatura, diez años a lo sumo, tal vez menos incluso; era un niño paliducho, enfermizo, de ojillos negros y brillantes. Estaba muy pendiente del grupo de seis escolares: eran, por lo visto, compañeros suyos, con los que acababa de salir de la escuela, pero, evidentemente, habían reñido. Al llegar, Aliosha se dirigió a un muchacho rubio, de pelo crespo y tez sonrosada, que llevaba una chaquetilla negra, y le dijo, mirándolo:

      –Cuando tenía vuestra edad, solíamos llevar el saco en el costado izquierdo, para alcanzarlo más fácilmente con la mano derecha; vosotros lo lleváis en el lado derecho, y así resulta más incómodo.

      Aliosha, sin ninguna malicia, empezó con esa observación práctica; lo cierto es que para un adulto no hay mejor manera de abordar a un niño, y ya no digamos a todo un grupo de niños, si quiere ganarse su confianza. Hay que empezar hablando, en tono muy serio, de cuestiones prácticas, para así situarse en un plano de igualdad; Aliosha era consciente de eso por puro instinto.

      –Es que es zurdo —replicó de inmediato otro chiquillo, de unos once años, decidido, de aspecto sanote. Los otros cinco niños clavaron los ojos en Aliosha.

      –Hasta las piedras las tira con la izquierda —observó un tercero.

      En ese preciso instante una piedra cayó sobre el grupo: tras rozar levemente al chaval zurdo, acabó pasando de largo, aunque la habían lanzado con fuerza y con destreza. La había arrojado el niño que estaba al otro lado de la zanja.

      –¡Dale, Smúrov! ¡A por él! —gritaron todos.

      Pero a Smúrov, el zurdo, no le hacía ninguna falta que le metieran prisa, y no tardó en responder: le tiró una piedra al que estaba al otro lado de la zanja, pero no atinó, y el proyectil fue a parar al suelo. Su rival replicó de inmediato, arrojando otra piedra contra el grupo, aunque esta vez le dio de lleno a Aliosha, lastimándole un hombro. Aquel chico tenía los bolsillos repletos de piedras: se notaba a treinta pasos de distancia por el bulto que le hacían en el abrigo.

      –Se la ha tirado a usted, a usted; le ha apuntado a propósito. Porque usted es un Karamázov, ¿verdad? ¿A que es usted un Karamázov? —gritaban los chiquillos, entre risas—. ¡Venga, todos a una! ¡A ver quién le acierta!

      Y seis piedras salieron volando del grupo al mismo tiempo. Una de ellas alcanzó al otro niño en la cabeza, derribándolo, pero se levantó en un santiamén y empezó a responder con auténtica furia. Comenzó un intercambio incesante de pedradas en ambos sentidos; la mayoría de los integrantes del grupo también llevaban piedras preparadas en los bolsillos.

      –Pero ¡qué hacen! ¿No les da vergüenza, señores? Seis contra uno, ¡lo van a matar! —exclamó Aliosha.

      De un salto, se interpuso en la trayectoria de las piedras, con intención de proteger con su cuerpo al chico que estaba al otro lado de la zanja. Tres o cuatro chavales del grupo dejaron de tirar piedras por unos instantes.

      –¡Ha empezado él! —gritó, con irritada voz infantil, un muchacho de camisa roja—. Es un desgraciado; hace un rato, en clase, ha pinchado a Krasotkin con un cortaplumas, le ha hecho sangre. Lo que pasa es que Krasotkin no ha querido chivarse, pero ése se va a enterar…

      –Pero ¿por qué? Seguro que vosotros lo hacéis rabiar…

      –¿Lo ve? Acaba de tirarle otra piedra por la espalda. Sabe quién es usted —gritaron los niños—. Ahora le está tirando a usted, no a nosotros. Venga, otra vez, todos contra él. ¡No falles, Smúrov!

      Se reanudó la pedrea, pero ahora con muy mala intención. Al chico que estaba al otro lado de la zanja una piedra le acertó en el pecho; dejó escapar un grito, se echó a llorar y salió corriendo cuesta arriba, hacia la calle Mijáilovskaia. Los del grupo empezaron a dar voces:

      –¡Eh, cobardica, ha salido corriendo! ¡Estropajo!

      –No sabe usted, Karamázov, lo malo que es; matarlo es poco —insistió, con los ojos encendidos, el chico de la chaquetilla, que parecía el mayor de todos ellos.

      –Pero ¿qué es lo que hace? —preguntó Aliosha—. ¿Es un chivato?

      Los chavales se miraron con cierto aire burlón.

      –¿Va usted en esa misma dirección, por la calle Mijáilovskaia? —siguió diciendo el chico—. Pruebe a alcanzarlo… ¿Lo ve? Ha vuelto a detenerse, parece como si estuviera esperándole, y no hace más que mirarle.

      –¡Le está mirando, le está mirando! —dijeron a coro los demás niños.

      –Pues pregúntele si le gusta el estropajo deshilachado. Hágame caso, pregúnteselo.

      Estallaron todos en una carcajada. Aliosha se quedó mirándolos, y los chavales lo miraron a él.

      –No vaya usted, le hará daño —lo previno Smúrov, gritando.

      –Señores, no pienso preguntarle por ningún estropajo, porque seguro que lo único que quieren es burlarse de él; lo que sí voy a hacer es pedirle que me explique a qué viene tanto odio…

      –Que se lo explique, que se lo explique —dijeron entre risas los chiquillos.

      Aliosha cruzó la pasarela y empezó a subir cuesta arriba, a lo largo de la valla, en busca del muchacho caído en desgracia.

      –Tenga cuidado —le advirtieron a su espalda—, que ése no le tiene ningún miedo; lo mismo le acuchilla a traición… como hizo con Krasotkin.

      El muchacho seguía esperándolo, sin moverse del sitio. Al llegar a él, Aliosha se encontró con un niño que no tendría más de nueve años, uno de esos niños débiles y menudos de carita flaca, pálida y alargada, con unos ojos grandes y oscuros que lo miraban con rabia. Llevaba puesto un abriguito viejo,