Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
Скачать книгу
conciencia de él, siempre y cuando estéis arrepentidos; pero no pongáis condiciones a Dios. Y os digo una vez más: no os sintáis orgullosos. No os sintáis orgullosos ante los pequeños, no os sintáis orgullosos tampoco ante los grandes. No odiéis ni a quienes renieguen de vosotros, a quienes os difamen, a quienes os insulten ni a quienes os calumnien. No odiéis a los ateos, a quienes predican el mal, a los materialistas, ni siquiera a los malvados, por no hablar ya de los buenos, pues hay entre ellos mucha gente buena, especialmente en nuestros tiempos. Tenedlos presentes en vuestras oraciones, diciendo: «Salva, Señor, a todos aquellos que no tienen quien rece por ellos, salva también a aquellos que no quieren rezarte». Y añadid acto seguido: «No es el orgullo lo que me mueve a elevar esta plegaria, Señor, pues yo también soy un miserable, el peor de los miserables»… Amad al pueblo de Dios, no permitáis que los forasteros os arrebaten el rebaño, pues si os dormís por culpa de la pereza y del altivo orgullo o, peor aún, por culpa del egoísmo, vendrán de todas las naciones y os arrebatarán vuestro rebaño. Predicad a la gente el Evangelio sin desmayar… No incurráis en simonía… No améis la plata ni el oro, no los poseáis… Creed y alzad vuestra bandera. Levantadla bien alta…

      Hay que decir que el stárets hablaba de forma más entrecortada de lo que aquí se ha mostrado y de como lo anotó más tarde Aliosha. A veces se callaba, como tratando de cobrar fuerzas, se sofocaba, pero estaba en éxtasis. Lo escuchaban emocionados, aunque muchos estaban sorprendidos de sus palabras y veían algo oscuro en ellas… Más tarde todos las recordarían. Aliosha tuvo que salir un momento, y se quedó impresionado al descubrir la agitación general y la expectación de la comunidad que se agolpaba dentro de la celda y en sus inmediaciones. Había quienes aguardaban casi con inquietud, otros lo hacían solemnemente. Todos esperaban que ocurriera algo inminente y grandioso apenas falleciera el stárets. Semejante expectativa, desde cierto punto de vista, resultaba casi frívola, pero hasta los padres más severos participaban de ella. La expresión más grave era la del hieromonje Paísi. La razón de que Aliosha se ausentara de la celda fue que, por medio de uno de los monjes, lo había hecho llamar de forma enigmática Rakitin, recién vuelto de la ciudad con una extraña carta de la señora Jojlakova. Ésta le comunicaba a Aliosha una curiosa noticia que no podía llegar en un momento más oportuno. La víspera, entre las devotas del pueblo llano que habían acudido a presentarle sus respetos al stárets y a recibir su bendición, se encontraba una viejecilla, vecina de nuestra ciudad, llamada Projórovna, viuda de un suboficial. Esta mujer le había preguntado al stárets si entre los difuntos por cuyo descanso eterno se reza en la iglesia podría incluir a su hijo Vásenka, que se había trasladado por razones del servicio a la lejana Irkutsk, en Siberia, y del que no tenía noticias desde hacía un año. El stárets había replicado a la anciana con severidad, prohibiéndole hacer tal cosa y asegurando que esa clase de plegarias eran poco menos que brujería. Pero a continuación, disculpándola por su ignorancia, añadió, a modo de consuelo, «como quien mira en el libro del futuro —así se expresaba en su carta la señora Jojlakova—, que su hijo Vasia estaba vivo, sin sombra de duda, y que o bien estaría muy pronto de vuelta o bien le mandaría una carta, de modo que ella debía volver a casa a esperarlo. Y ¿qué es lo que ha pasado? —añadía alborozada la señora Jojlakova—. Pues que la profecía se ha cumplido al pie de la letra, y más aún». Nada más llegar a casa, a la anciana le entregaron una carta de Siberia dirigida a ella. Y no solo eso: en esa carta, escrita ya de camino, desde Ekaterimburgo, su hijo Vasia le comunicaba que estaba viajando de regreso a Rusia[98], en compañía de un funcionario, y «esperaba abrazar a su madre» unas tres semanas después de que ésta hubiera recibido la carta. La señora Jojlakova rogaba insistente y fervientemente a Aliosha que informara al padre higúmeno y a toda la comunidad de este nuevo «milagro profético». «¡Tiene que saberlo todo el mundo, todo el mundo!», exclamaba en su carta, a modo de conclusión. La carta la había escrito deprisa y corriendo, y en cada línea se reflejaba la emoción de la autora. Pero Aliosha no tenía nada que comunicar a los monjes, porque éstos ya estaban al corriente de lo ocurrido: Rakitin, cuando mandó al monje que avisara a Aliosha, le encargó de paso que «transmitiera con todo respeto al reverendo padre Paísi que él, Rakitin, tenía una noticia que darle a conocer, tan importante que no se atrevía a esperar ni un minuto, y que le pedía humildemente perdón por su osadía». Dado que el monje había trasladado la petición de Rakitin antes al padre Paísi que a Aliosha, cuando éste volvió a la celda ya solo le quedaba leer la misiva y mostrársela acto seguido al padre Paísi en calidad de mero documento. Y lo cierto es que ni siquiera este hombre seco y desconfiado, al leer con el ceño fruncido la noticia del «milagro», pudo reprimir por completo sus sentimientos más íntimos. Los ojos le brillaban, una sonrisa grave y penetrante se dibujó de pronto en sus labios.

      –¡Qué no veremos! —se le escapó inopinadamente.

      –¡Qué no veremos aún, qué no veremos! —repitieron a coro los monjes, si bien el padre Paísi, frunciendo nuevamente el ceño, les pidió a todos ellos que, por el momento, no comentaran nada de lo sucedido, al menos hasta que acabara de confirmarse la noticia. «Hay mucha frivolidad entre los legos, y este caso ha podido ocurrir de forma natural», añadió cauteloso, como queriendo tranquilizar su conciencia, aunque casi ni él mismo se creía sus propias reservas, algo que advirtieron perfectamente quienes le estaban escuchando. A esa misma hora, desde luego, el «milagro» lo conocía ya todo el monasterio y muchos de los seglares que habían acudido allí para la liturgia. Con todo, nadie parecía más asombrado del milagro que el humilde monje de San Silvestre, ese pequeño monasterio de Obdorsk, en el lejano norte. La víspera se había postrado ante el stárets, en presencia de la señora Jojlakova, y, señalando a la hija «curada» de esta dama, le había preguntado con verdadero interés: «¿Cómo se atreve usted a hacer cosas así?».

      El caso es que ahora este humilde monje estaba perplejo y casi no sabía qué creer. El día anterior, a la caída de la tarde, había estado visitando en el monasterio al padre Ferapont, en la celda retirada que éste ocupaba detrás del colmenar, y se había quedado asombrado con esa visita, que le había producido una impresión extraordinaria y terrible. El padre Ferapont era ese anciano monje, estricto ayunador y observante del voto de silencio, al que ya hemos aludido como rival del stárets Zosima y, sobre todo, del stárchestvo, que consideraba una novedad frívola y perniciosa. Se trataba de un rival extremadamente peligroso, a pesar de que, en virtud del voto de silencio, prácticamente no cambiaba una palabra con nadie. Pero era peligroso, sobre todo, porque una parte importante de los miembros de la comunidad compartían plenamente sus opiniones, y muchos de los seglares que acudían al monasterio lo veneraban como a un hombre justo y lo tenían por un asceta, a pesar de ver en él a un evidente yuródivy. Pero era eso mismo lo que los cautivaba. El padre Ferapont nunca visitaba al stárets Zosima. Aunque residía en el asceterio, apenas lo importunaban con las reglas que allí regían, pues se comportaba, en efecto, como un auténtico yuródivy. Tenía unos setenta y cinco años, si no más, y vivía detrás del colmenar del asceterio, en una de las esquinas del recinto, en una vieja celda de madera, muy desvencijada, que había sido construida hacía muchísimo tiempo, en el siglo pasado, para otro monje que, como él, había sido un gran ayunador y había observado el voto de silencio, el padre Iona, que había vivido hasta los ciento cinco años y de cuyos grandes hechos aún circulaban muchos relatos curiosísimos por el monasterio y sus alrededores. El padre Ferapont había conseguido, hacía unos siete años, que lo alojaran también a él en esa celda apartada, que era en definitiva una isba, aunque recordaba mucho a una capilla, pues tenía una cantidad enorme de iconos donados al monasterio, ante los cuales ardían permanentemente lamparillas votivas; era como si hubieran instalado allí al padre Ferapont para que se ocupara de ellas y las mantuviera encendidas. No consumía, según se contaba —y era verdad—, más que dos libras[99]de pan cada tres días, eso era todo; se lo llevaba cada tres días el colmenero que vivía allí mismo, en el colmenar, pero incluso a este colmenero que le prestaba tal servicio el padre Ferapont apenas le dirigía la palabra. Esas cuatro libras de pan, junto con el prósforon[100] de los domingos, que tras la última misa le mandaba indefectiblemente el padre higúmeno al bienaventurado, constituían todo su alimento semanal. En cuanto al agua del jarro, se la cambiaban a diario. Raramente


<p>98</p>

Entendida, aquí, como la Rusia europea.

<p>99</p>

La libra rusa (funt), unidad oficial de masa en Rusia hasta 1920, equivalía a 0,409 kg, aproximadamente.

<p>100</p>

El prósforon (en ruso, prosforá o prosvirá) es la pieza de pan (equivalente a la hostia en la liturgia católica) que se consagra en la eucaristía ortodoxa.