–¿Acaso pretendes, monje, que caiga yo también de rodillas ante ti? —dijo el padre Ferapont—. ¡Levántate!
El monjecillo se puso de pie.
–Al bendecir, eres tú el bendito; siéntate a mi lado. ¿De dónde vienes?
Lo que más sorprendió al pobre monje fue que el padre Ferapont, a pesar de sus prolongados ayunos y de su avanzada edad, tenía todo el aspecto de ser un viejo fuerte, alto, que andaba siempre erguido, con el rostro fresco y saludable, aunque enjuto. Tampoco cabía duda de que conservaba una fuerza física considerable. Era de constitución atlética. A pesar de sus muchos años, ni siquiera había encanecido del todo y conservaba abundantes y espesas la cabellera y la barba, completamente negras en otros tiempos. Tenía los ojos grises, grandes y brillantes, pero extremadamente prominentes, tanto que llamaban la atención. Hablaba marcando con claridad la «o».[101] Vestía un largo armiak[102] rojizo, de ese paño ordinario que antes llamaban de presidiario, ceñido con una gruesa cuerda. El cuello y el pecho los llevaba al aire. Por debajo del armiak asomaba una camisa de tela muy basta, casi totalmente negra después de no habérsela cambiado en meses. Se decía que llevaba bajo el armiak unas cadenas de asceta que pesaban treinta libras. Calzaba unos viejos zapatos, casi deshechos, sobre los pies desnudos.
–Del modesto cenobio de San Silvestre, en Obdorsk —respondió humildemente el monje, mirando al ermitaño con sus ojillos vivos y curiosos, aunque un tanto asustados.
–He estado en ese San Silvestre tuyo. He vivido allí. ¿Cómo va todo? —El monjecillo se turbó—. ¡Mira que sois torpes! ¿Cómo observáis el ayuno?
–El hermano encargado del refectorio lo dispone todo según la vieja regla eremítica: durante la Cuaresma no se sirven comidas los lunes, miércoles y viernes. Los martes y los jueves la comunidad toma pan blanco, una decocción con miel, mora de los pantanos o col salada y papilla de avena. Los sábados, sopa de coles, fideos con guisantes, kasha[103] con jugo, todo con aceite. Los domingos, a la sopa de coles se le añade pescado seco y kasha. En Semana Santa, desde el lunes hasta el sábado por la noche, seis días, solo hay pan, agua y verduras sin cocer, y aun esto con moderación; además, no lo tomamos a diario, sino según lo dicho para la primera semana. El Viernes Santo no se come nada, e igualmente ayunamos el Sábado Santo hasta las tres de la tarde, y entonces solo podemos tomar un poco de pan remojado en agua y beber una copa de vino. El Jueves Santo tomamos únicamente comida hervida, sin aceite, aunque bebemos vino con algunos frutos secos. Pues el concilio de Laodicea[104] dice del Jueves Santo: «No se debe interrumpir el ayuno el jueves de la última semana, deshonrando de ese modo toda la Cuaresma». Así procedemos en nuestro monasterio. Pero ¡qué es esto en comparación con lo que usted hace, eximio padre —añadió el monje, animándose—, que se alimenta todo el año, incluida la santa Pascua, únicamente a base de pan y agua! El pan que nosotros consumimos en dos días le basta a usted para toda una semana. Es en verdad admirable su gran frugalidad.
–¿Y los hongos? —preguntó de repente el padre Ferapont, aspirando la ge, pronunciándola casi como una jota—. ¿Los níscalos?
–¿Los níscalos? —repitió la pregunta el monjecillo, asombrado.
–Eso es. Yo puedo renunciar al pan, no lo necesito para nada; si me fuera a vivir al bosque, podría alimentarme a base de níscalos y bayas, pero los de aquí son incapaces de prescindir del pan, y eso quiere decir que están atados al diablo. Hoy en día, hay gente despreciable que asegura que no sirve de nada tanto ayuno. Altivo y despreciable, así es este juicio.
–Oh, es cierto —exclamó el monje.
–¿Ha visto a los demonios en casa de ésos? —preguntó el padre Ferapont.
–¿En casa de quiénes? —replicó tímidamente el monje.
–El año pasado subí a ver al higúmeno por Pentecostés, y no he vuelto desde entonces. Vi que uno tenía un diablo en el pecho, escondido bajo la sotana, apenas le asomaban los cuernos; otro lo llevaba en el bolsillo, y me miraba asustado, con ojos inquietos; a otro se le había metido en la barriga, en su sucio vientre; y alguno lo llevaba colgado del cuello, bien agarrado, aunque no podía verlo.
–Usted… ¿los ve? —preguntó el monje.
–Ya te lo he dicho: los veo, los veo con toda claridad. Cuando ya me disponía a salir del aposento del higúmeno, me fijé en que había uno de ellos detrás de la puerta, escondiéndose de mí; era bien grande, mediría un arshín y medio de altura, si no más, con una cola gruesa y larga, de color pardo, que tenía la punta metida en la rendija de la puerta; pero yo no soy tonto, así que cerré de golpe, dando un portazo, y le pillé la cola. Empezó a chillar y a rebullirse, pero yo le hice la señal de la cruz, así hasta tres veces. Y en ese momento reventó como una araña pisoteada. Seguro que ahora ese rincón está podrido y apesta, pero ésos ni lo ven ni lo huelen. Llevo un año sin ir. Solo a ti, como eres forastero, puedo revelarte este secreto.
–¡Son terribles sus palabras! Y entonces, padre eximio y bienaventurado —el monjecillo iba cobrando cada vez más valor—, ¿es cierta esa inmensa fama, que se extiende hasta tierras lejanas, según la cual usted está en comunicación permanente con el Espíritu Santo?
–Viene volando. Así es.
–Y ¿cómo viene volando? ¿En qué forma?
–En forma de pájaro.
–¿El Espíritu Santo en forma de paloma?
–Una cosa es el Espíritu Santo y otra el Santo Espíritu. El Santo Espíritu es distinto, éste puede descender en forma de otros pájaros: en forma de golondrina, de jilguero o incluso de carbonero.
–¿Cómo lo distingue de un simple carbonero?
–Habla.
–¿Cómo que habla? ¿En qué lengua?
–En la humana.
–¿Y qué le dice?
–Pues hoy precisamente me ha anunciado que vendría a visitarme un imbécil a preguntarme cosas que no debe. Mucho pretendes saber, monje.
–Son terribles sus palabras, padre santísimo y bienaventurado. —El monje sacudía la cabeza. En sus asustadizos ojos se vislumbró, de todos modos, cierta incredulidad.
–¿Ves ese árbol? —preguntó el padre Ferapont, después de callar unos momentos.
–Lo veo, bienaventurado padre.
–Para ti es un olmo; pero para mí es otra cosa.
–Y ¿qué es? —El monjecillo se quedó en silencio, esperando una respuesta en vano.
–Suele ocurrir de noche. ¿Ves esas dos ramas? Pues de noche Cristo extiende sus brazos hacia mí y sus manos me buscan, yo lo veo con toda claridad y me echo a temblar.