Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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no has oído hablar del espíritu y la gloria de Elías? Me abrazará y me llevará…

      Aunque el monje de Obdorsk, después de esta conversación, regresó bastante perplejo a la celda que le habían asignado —la de uno de los miembros de la comunidad—, su corazón seguía estando más próximo, indudablemente, al padre Ferapont que al padre Zosima. El monje de Obdorsk era, ante todo, partidario del ayuno, y no era extraño que un ayunador tan colosal como el padre Ferapont pudiera «ver prodigios». Sus palabras, sin duda, resultaban un tanto disparatadas, pero solo el Señor sabía lo que en ellas se encerraba, y todos los iluminados por el amor de Cristo hacen y dicen cosas de ese tenor. En cuanto a lo de la cola del diablo pillada con la puerta, estaba dispuesto a admitirlo con toda el alma y de muy buen grado, no solo en sentido figurado, sino al pie de la letra. Aparte de eso, ya antes de su llegada al monasterio venía experimentando una profunda animadversión contra el stárchestvo, que hasta entonces solo conocía de oídas, y, siguiendo el ejemplo de muchos otros, lo tenía por una novedad decididamente perniciosa. En el tiempo que llevaba en el monasterio, ya había podido percibir el disimulado murmullo de algunos hermanos superficiales, descontentos con los startsy. Por lo demás, era un monje inconstante e inquieto por naturaleza, con una inmensa curiosidad por todo. Por eso mismo, la impresionante noticia del nuevo «milagro» del stárets Zosima lo dejó enormemente perplejo. Más tarde, Aliosha recordaría cómo, entre los monjes que se agolpaban junto al stárets o se reunían en las inmediaciones de la celda, había pasado repetidas veces por su lado, husmeando en todos los corrillos, la figura del curioso visitante de Obdorsk, que procuraba estar al corriente de todo e interrogaba a todo el mundo. Pero en esos momentos apenas le había prestado atención y solo más tarde se acordaría de todo aquello…

      La verdad es que no estaba Aliosha como para ocuparse del monje: el stárets Zosima había vuelto a sentirse fatigado y se había acostado de nuevo, cuando de pronto, poniendo los ojos en blanco, se acordó de él y lo mandó llamar. Aliosha acudió de inmediato. En ese preciso instante, junto al stárets solo se encontraban el padre Paísi, el hieromonje Iósif y el novicio Porfiri. El stárets, abriendo los ojos cansados y mirando fijamente a Aliosha, le preguntó de pronto:

      –¿Te esperan los tuyos, hijo? —Aliosha se turbó—. ¿No necesitan de ti? ¿No le prometiste ayer a ninguno de ellos que irías hoy a verlo?

      –Se lo prometí… a mi padre… a mis hermanos… también a otras personas…

      –¿Lo ves? Tienes que ir sin falta. No estés triste. Debes saber que no voy a morir antes de haber pronunciado en tu presencia mis últimas palabras en la tierra. A ti te diré esas palabras, hijo, a ti te las legaré. A ti, hijo mío querido, pues tú me amas. Pero, por ahora, ve con ellos, ya que se lo prometiste.

      Aliosha accedió enseguida, aunque se le hacía muy duro irse. Pero la promesa de que oiría las últimas palabras terrenales del stárets y, sobre todo, de que iban a serle legadas a él, había llenado su alma de gozo. Se apresuró, con ánimo de terminar pronto todo lo que tenía que hacer en la ciudad y regresar cuanto antes. En ese momento, el padre Paísi le dijo unas palabras de despedida que le causaron, inesperadamente, una profunda impresión. Ambos habían salido ya de la celda del stárets.

      –Ten siempre presente, joven —así, directamente, sin más preámbulos, había comenzado el padre Paísi—, que la ciencia profana, que, en conjunto, ha adquirido una fuerza enorme, se ha dedicado a examinar, especialmente en este último siglo, todo lo celestial que se nos había legado en los libros sagrados y, después de un implacable análisis, los sabios de este mundo no han preservado nada de lo que antes era un santuario. Pero lo que han analizado han sido las partes, perdiendo de vista el todo, demostrando así una ceguera que causa asombro. Mientras tanto, el todo se alza inmutable ante sus ojos, igual que antes, «y las puertas del Hades no prevalecerán contra él»[105]. ¿Acaso no ha vivido diecinueve siglos, acaso no sigue viviendo en los movimientos de las almas individuales y en los movimientos de las masas populares? ¡Hasta en los movimientos de las almas de esos mismos ateos, que todo lo destruyen, sigue viviendo como vivía antes, inmutable! Pues incluso quienes reniegan del cristianismo y se rebelan contra él son, en esencia, imagen del propio Cristo; así lo han sido y así lo siguen siendo, ya que hasta hoy ni su sabiduría ni el ardor de su corazón les han permitido crear una imagen más elevada del hombre y de su dignidad que la imagen que Cristo nos señaló en otro tiempo. Sus tentativas solo han dado origen a monstruosidades. Ten esto muy presente, joven, pues tu stárets, en el momento de su partida, te destina al mundo. Es posible que, cuando evoques este gran día, no olvides tampoco mis palabras, que te he brindado de todo corazón a modo de despedida, pues eres joven y las tentaciones del mundo son poderosas y tus fuerzas no bastarán para resistirlas. Y ahora ponte en camino, huérfano.

      Dicho lo cual, el padre Paísi le dio su bendición. Al salir del monasterio, mientras reflexionaba sobre aquellas insólitas palabras, Aliosha comprendió de repente que en ese monje, hasta entonces tan estricto y severo con él, había encontrado un nuevo e inesperado amigo y un nuevo guía, que le brindaba su ferviente amor; era como si el stárets Zosima se lo hubiera encomendado en la hora de la muerte. «Cabe la posibilidad de que, en efecto, se hayan puesto de acuerdo», pensó Aliosha. En particular, las imprevistas y sabias reflexiones que acababa de escuchar daban testimonio del fervor del padre Paísi: se había apresurado a armar sin demora aquella mente juvenil para el combate contra las tentaciones, y a proteger el alma juvenil que se le había confiado con la muralla más fuerte que era capaz de concebir.

      II. En casa de su padre

      Lo primero que hizo Aliosha fue ir a ver a su padre. Al llegar, se acordó de que la víspera éste le había insistido mucho en que entrara a hurtadillas, sin que se enterase su hermano Iván. «Pero ¿por qué? —se dijo Aliosha en ese momento—. Aun suponiendo que mi padre pretenda decirme algo a mí solo, en privado, ¿por qué tengo que entrar sin ser visto? Lo más seguro es que ayer quisiera decirme otra cosa y, alterado como estaba —concluyó—, no acertara a hacerlo.» De todos modos, se alegró mucho cuando Marfa Ignátievna, que acudió a abrirle la cancela (por lo visto, Grigori había caído enfermo y guardaba cama en su pabellón), le comunicó, en respuesta a una pregunta suya, que Iván Fiódorovich había salido dos horas antes.

      –¿Y mi padre?

      –Se ha levantado, está tomando un café —respondió con cierta sequedad Marfa Ignátievna.

      Aliosha entró en la casa. El viejo estaba solo, sentado a la mesa, en zapatillas y con un abrigo raído, y se entretenía revisando unas cuentas, sin prestarles tampoco demasiada atención. No había nadie más en toda la casa (Smerdiakov también había salido a comprar provisiones para la comida). Pero no eran las cuentas lo que le preocupaban. Aunque se había levantado de la cama a primera hora y procuraba animarse, parecía fatigado y débil. Le habían salido por la noche unos enormes moratones en la frente, por lo que la tenía envuelta en un pañuelo rojo. También se le había hinchado visiblemente la nariz y, aunque los hematomas que se le habían formado en ella no eran muy grandes, aquellas manchas le daban al rostro un aspecto especialmente siniestro e iracundo. El viejo lo sabía y recibió a Aliosha con una mirada escasamente acogedora.

      –El café está frío —le chilló con brusquedad—, así que no te ofrezco. Ya ves, hoy solo tomo sopa de vigilia y no invito a nadie. ¿A qué has venido?

      –A interesarme por su salud —dijo Aliosha.

      –Sí. Y, aparte de eso, yo mismo te mandé ayer que vinieras. Esto es absurdo. Te has molestado en vano. Aunque yo ya sabía que te presentarías enseguida…

      Lo dijo en un tono de manifiesta hostilidad. Entretanto se había levantado de la mesa y se miraba, preocupado, la nariz en el espejo (acaso por cuadragésima vez en toda la mañana). Empezó asimismo a colocarse con más prestancia el pañuelo rojo de la frente.

      –Menos mal que es rojo: los pañuelos blancos parecen de hospital —comentó en tono sentencioso—. Bueno, ¿cómo te va? ¿Qué hay de tu stárets?

      –Está muy mal, es posible que fallezca hoy mismo —respondió Aliosha, pero su padre no le hizo ni caso; de hecho,


<p>105</p>

Cita levemente alterada de unas palabras de Cristo dirigidas a san Pedro (Mateo, 16, 18).