Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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de los cuatro continentes del mundo, de los cinco, quiero decir. ¡Un acto así! Es la misma Kátenka, la misma colegiala que, en el generoso intento de salvar a su padre, no tuvo miedo de correr a casa de un oficial grosero y estúpido, a riesgo de sufrir un terrible ultraje. Pero ¡qué orgullo, qué imprudencia, qué desafío al destino, llevado hasta el infinito! ¿Dices que la tía trataba de disuadirla? ¿Sabes? Esa tía es también una mujer despótica: es la hermana de la generala de Moscú y era incluso más arrogante que ella, pero su marido fue condenado por desfalco y lo perdió todo, la finca y todo lo demás; la orgullosa esposa de pronto bajó el tono y desde entonces no lo ha levantado. Así que trató de disuadir a Katia, pero ésta no la escuchó. «Puedo conquistarlo todo, todo está en mi poder; puedo cautivar a Grúshenka, también, si quiero», y estaba segura de sí misma, se ha pavoneado ante sí misma, de modo que ¿quién tiene la culpa? ¿Crees que ha besado primero la mano de Grúshenka con algún propósito, por un cálculo astuto? No, lo hizo sinceramente, enamorada de verdad de Grúshenka o, mejor dicho, no de Grúshenka, sino de su propio sueño, de su delirio, porque ése era mi sueño, mi delirio. Mi querido Aliosha, ¿cómo has podido escaparte, con dos mujeres como ellas? ¿Echaste a correr con la sotana recogida? ¡Ja, ja, ja!

      –Hermano, pareces no darte cuenta de hasta qué punto has ofendido a Katerina Ivánovna al contarle a Grúshenka lo de aquel día. Ella inmediatamente le echó en cara que «visitaba en secreto a caballeros para vender su belleza». Hermano, ¿existe mayor ofensa que ésa? —A Aliosha lo que más le atormentaba era la idea de que su hermano parecía complacido ante la humillación de Katerina Ivánovna, aunque, por supuesto, no podía ser así.

      –¡Bah! —dijo Dmitri Fiódorovich, frunciendo de repente el ceño de una manera espantosa y dándose una palmada en la frente. Solo entonces comprendió, aunque Aliosha se lo acababa de contar todo en orden, la ofensa y el grito de Katerina Ivánovna: «¡Su hermano es un canalla!»—. Sí, es verdad, es posible que le contara a Katerina Ivánovna lo de aquel «día fatídico», como dice Katia. ¡Sí, se lo conté, ahora me acuerdo! Fue ese día, en Mókroie, yo estaba borracho, las cíngaras cantaban… Pero yo sollozaba, yo mismo sollozaba ese día, estaba de rodillas y rezaba ante la imagen de Katia, y Grúshenka lo entendía. Entonces ella lo entendió todo, me acuerdo, también ella lloraba… ¡Ah, demonios! Pero ¡no podía ser de otro modo! Entonces lloraba, pero ahora… ¡Ahora «una puñalada en el corazón»! Así son las mujeres. —Agachó la cabeza y se quedó pensativo—. ¡Sí, soy un canalla! ¡Sin duda, un canalla! —exclamó de pronto con voz lúgubre—. ¡Da igual si lloraba o no, sigo siendo un canalla! Dile que acepto el título si eso sirve de consuelo. Bueno, ya basta, adiós, ¡es inútil seguir hablando de eso! No es divertido. Sigue tu camino, yo seguiré el mío. No quiero que nos volvamos a ver, al menos no hasta que llegue el ultimísimo minuto. ¡Adiós, Alekséi!

      Estrechó con fuerza la mano de Aliosha y, con la cabeza todavía gacha, sin levantar la mirada, como si se arrancara a sí mismo de allí, se encaminó rápidamente hacia la ciudad. Aliosha lo seguía con la mirada, sin creer que se fuera así, de repente, del todo.

      –Espera, Alekséi, una confesión más, ¡a ti solo! —Dmitri Fiódorovich retrocedió de repente—. Mírame, mírame bien: aquí mismo, ¿lo ves?, aquí mismo se prepara una infamia espantosa. —Al decir «aquí mismo», Dmitri Fiódorovich se golpeaba el pecho con el puño y con un aire muy extraño, como si la infamia se encontrara y la guardara justamente ahí, en su pecho, en algún lugar, quizá en un bolsillo o cosida y colgada de su cuello—. Ya me conoces: soy un canalla, ¡un reconocido canalla! Pero debes saber que, de cuanto haya hecho antes o pueda hacer de ahora en adelante, nada, nada puede compararse en bajeza con la infamia que justamente ahora, justamente en este minuto, llevo aquí, en mi pecho, aquí, mira, aquí, una infamia que actúa y que se cumple, y que yo soy totalmente libre de detener: puedo detenerla o cometerla, ¡toma nota! Pues bien, debes saber que la cometeré, que no le pondré freno. Hace poco te lo he contado todo, excepto esto, porque ¡incluso a mí me falta desfachatez! Todavía puedo detenerme; si me detengo, mañana podría recuperar una mitad entera del honor perdido, pero no me detendré, cometeré mi vil proyecto y ¡tú serás testigo de que te hablé de él anticipadamente y con plena conciencia! ¡Oscuridad y perdición! No tengo nada que explicar, te enterarás a su debido tiempo. ¡Callejón inmundo y mujer infernal! Adiós. No reces por mí, no me lo merezco y no es necesario, no es en absoluto necesario… ¡No lo necesito para nada! ¡Fuera…!

      Y de pronto se alejó, esta vez definitivamente. Aliosha se dirigió al monasterio. «¿Qué querría decir? ¿Qué significa que no lo volveré a ver? ¿De qué estaría hablando? —se preguntaba con frenesí—. No, mañana sin falta lo veré y lo encontraré, lo buscaré expresamente. ¡Qué cosas dice!»

      Bordeó el monasterio y, a través del pinar, se dirigió directamente al asceterio. Le abrieron la puerta, aunque a esa hora ya no dejaban pasar a nadie. Se le estremecía el corazón mientras entraba en la celda del stárets. «¿Por qué, por qué había salido? ¿Por qué lo había mandado “al mundo”? Aquí, paz. Aquí, santidad. Y allí, confusión, oscuridad en la que enseguida uno se pierde y se extravía…»

      En la celda se encontraban el novicio Porfiri y el hieromonje Paísi, que se había presentado a cada hora del día para preguntar por la salud del padre Zosima, cuyo estado, según supo Aliosha con espanto, iba empeorando más y más. Esta vez ni siquiera pudo celebrarse el habitual coloquio vespertino con la comunidad. Por lo general, cada día después del oficio vespertino, antes de retirarse a dormir, los monjes del monasterio solían reunirse en la celda del stárets y cada uno le confesaba en voz alta los pecados de la jornada, sus sueños pecaminosos, sus pensamientos, sus tentaciones, incluso las disputas con otros monjes, si es que se habían producido. Algunos se confesaban de rodillas. El stárets absolvía, reconciliaba, exhortaba, imponía penitencias, bendecía y despedía. Contra estas «confesiones» fraternales se sublevaban los adversarios del stárchestvo, alegando que esta práctica profanaba la confesión como sacramento, que era casi una blasfemia, aunque se trataba de algo totalmente diferente. Incluso habían expuesto a las autoridades diocesanas que tales confesiones no solo no daban buenos frutos sino que, en realidad, inducían intencionadamente al pecado y a la tentación. A muchos monjes, por ejemplo, les pesaba acudir a confesarse a la celda del stárets e iban allí a la fuerza, porque todos lo hacían, para que no los consideraran orgullosos y rebeldes. Contaban que algunos de los hermanos, al dirigirse a la confesión vespertina, se ponían de acuerdo entre sí de antemano: «Yo diré que esta mañana me he enfadado contigo y tú confírmalo»; de ese modo tenían algo que decir, solo para acabar más rápido. Aliosha sabía que, de hecho, así sucedía algunas veces. Sabía también que había hermanos de lo más enfadados por la costumbre de que incluso las cartas de familiares, que recibían los ermitaños, primero eran llevadas al stárets para que las abriera y las leyese antes que sus destinatarios. Se suponía, por descontado, que todo eso debía efectuarse en libertad y con franqueza, sin reservas, en nombre de una humildad libre y de una edificación salvadora, pero, en realidad, resultaba que a veces se hacía de una manera muy poco sincera y, por el contrario, artificiosa y falsa. Pero los hermanos mayores, los que atesoraban más experiencia, decían que «para quien hubiese entrado entre aquellas paredes con el afán de salvarse, todas esas obediencias y hazañas resultaban sin duda salvadoras y de gran utilidad; aquellos que, por el contrario, encontraran penosas tales pruebas y murmurasen contra ellas, no eran verdaderos monjes y se habían equivocado al entrar en el monasterio, su lugar estaba en el mundo. Del pecado y del demonio, además, uno nunca está a salvo, ni en el mundo ni en el templo; por tanto, no había que ser demasiado indulgente con los pecados».

      –Está débil, lo vence la somnolencia —comunicó en un susurro el padre Paísi a Aliosha, después de darle su bendición—. Incluso resulta difícil despertarlo. Pero no hay por qué hacerlo. Ha estado despierto unos cinco minutos, pidió que se mandara a los hermanos su bendición y les rogó que lo tuvieran presente en sus plegarias nocturnas. Por la mañana a primera hora tiene intención de comulgar otra vez. Te ha mencionado, Alekséi, ha preguntado si habías salido y le hemos dicho que estabas en la ciudad. «Le he dado mi bendición para que se fuera; su lugar está allí y no aquí todavía», eso es lo que dijo de ti. Te ha recordado con afecto, con preocupación; ¿te