–Es la primera vez que nos vemos, Alekséi Fiódorovich —dijo extasiada—. Quería conocerla hace tiempo, verla, ir a su casa, pero en cuanto ha sabido que éste era mi deseo ha venido ella por sí misma. Sabía que juntas lo resolveríamos todo, ¡todo! Así lo presentía mi corazón… Trataron de convencerme de que no diera este paso, pero yo presentía el resultado y no me equivocaba. Grúshenka me lo ha explicado todo, todas sus intenciones; como un ángel bueno, ha bajado volando hasta aquí y me ha traído paz y alegría…
–Usted no me ha despreciado, mi querida y digna señorita —dijo Grúshenka arrastrando las palabras con voz cantarina y la misma sonrisa agradable y encantadora.
–¡No se atreva a decirme semejantes palabras, cautivadora, hechicera! ¿Despreciarla a usted? Le besaré el labio inferior una vez más. Parece un poco hinchado, así se le hinchará más, y más, y más… Mire cómo se ríe, Alekséi Fiódorovich. El corazón se alegra al ver a este ángel…
Aliosha se ruborizó y fue presa de un temblor ligero, imperceptible.
–Me mima, querida señorita, y quizá no sea digna de sus caricias.
–¡No es digna! ¡Que no es digna de esto! —volvió a exclamar con idéntico fervor Katerina Ivánovna—. Debe saber, Alekséi Fiódorovich, que tenemos una cabecita fantástica, que tenemos un corazoncito caprichoso pero lleno de orgullo. Somos nobles, Alekséi Fiódorovich, somos generosas, ¿lo sabía? ¡Solo hemos sido desdichadas! Estábamos demasiado dispuestas a hacer todo tipo de sacrificios por un hombre indigno, quizá, o frívolo. Había uno, que también era oficial, de quien nos enamoramos, se lo ofrecimos todo, de esto hace mucho tiempo, unos cinco años, pero él se olvidó de nosotras, se casó. Ahora ha enviudado, ha escrito que viene hacia aquí… ¡Y sepa que lo amamos solo a él, a él y a nadie más, y que lo amaremos toda la vida! Él vendrá, y Grúshenka volverá a ser feliz, pues en todos estos cinco años ha sido desdichada. Pero ¿quién podrá hacerle algún reproche, quién podrá jactarse de haber obtenido su benevolencia? Solo ese viejo comerciante postrado en la cama, pero él ha sido más bien un padre, un amigo y un protector para nosotras. Él nos encontró presas de la desesperación, de tormentos, abandonadas por aquel a quien amábamos tanto… ¡Sí, entonces ella quería ahogarse, y fue ese viejo quien la salvó, la salvó!
–Me defiende usted demasiado, querida señorita; se da mucha prisa en todo —alargó de nuevo las palabras Grúshenka.
–¿Que la defiendo? ¿Quiénes somos para defenderla y cómo nos íbamos a atrever a defenderla? Grúshenka, ángel, deme su manita. Mire esta mano pequeña, regordeta y encantadora, Alekséi Fiódorovich. ¿La ve? Me ha traído la felicidad y me ha resucitado, y ahora voy a besarla, por delante y por detrás, ¡así, así y así!
Y, presa de una especie de éxtasis, besó tres veces la manita realmente encantadora, quizá demasiado regordeta, de Grúshenka. Ésta, en cambio, después de haberle tendido su mano con una risita nerviosa, vibrante y cautivadora, se puso a observar a la «querida señorita», visiblemente complacida de que le besaran la mano de ese modo. «Quizá sea excesivo ese entusiasmo», se le pasó por la mente a Aliosha. Se ruborizó. Todo ese rato había sentido como un desasosiego especial en el corazón.
–No me avergüence, querida señorita, besándome así la mano delante de Alekséi Fiódorovich.
–Pero ¿acaso he querido avergonzarla? —dijo un poco sorprendida Katerina Ivánovna—. ¡Ah, querida mía, qué mal me comprende!
–Quizá usted tampoco me comprenda del todo, querida señorita. Quizá yo sea mucho peor de lo que usted piensa. Tengo mal corazón, soy caprichosa. Si seduje entonces al pobre Dmitri Fiódorovich fue solo para burlarme de él.
–Pero ahora será usted quien lo salve. Me ha dado su palabra. Usted lo hará entrar en razón, le confesará que hace tiempo que ama a otro, que ahora pide su mano…
–¡Oh, no! No le he prometido nada semejante. Ha sido usted la que me ha dicho a mí todo eso, pero yo no le he dado mi palabra.
–Quizá entonces no la haya entendido —dijo en voz baja Katerina Ivánovna palideciendo un poco—. Usted prometió…
–Oh, no, señorita, ángel mío, no he prometido nada —la interrumpió Grúshenka con suavidad y calma, con la misma expresión de alegría e inocencia—. Ahora ve, digna señorita, qué mala y autoritaria soy con usted. Haré lo que me apetezca. Quizá hace un momento le haya prometido algo, pero ahora me lo estoy volviendo a pensar: ¿y si de repente me vuelve a gustar? Me refiero a Mitia. Me gustó mucho ya una vez, durante casi una hora entera. Así que quizá vaya ahora y le diga que se quede conmigo a partir de hoy… Ya ve si soy inconstante.
–Hace un momento decía… algo completamente diferente —susurró a duras penas Katerina Ivánovna.
–¡Oh, hace un momento! Pero tengo un corazón tierno, soy una tonta. ¡Cuando pienso lo que ha sufrido por mí! Si llego a casa y de pronto me compadezco de él, ¿qué va a pasar?
–No esperaba…
–¡Ay, señorita, qué buena y noble es usted conmigo! Quizá ahora deje de quererme, tonta de mí, al ver mi carácter. Deme su adorada manita, señorita, ángel mío —suplicó con ternura y, con una especie de veneración, tomó la mano de Katerina Ivánovna—. Ahora, querida señorita, tomo su mano y se la beso, como ha hecho usted conmigo. Usted me la ha besado tres veces, pero yo debería besar la suya por lo menos trescientas para saldar mi deuda con usted. Por ahora que así sea y luego Dios dirá: quizá sea su completa esclava y quiera complacerla en todo como tal. Que ocurra lo que Dios quiera, sin pactos ni promesas entre nosotras. Qué manita, qué adorable manita tiene, ¡qué manita! ¡Mi querida señorita, mi belleza imposible!
Se llevó en silencio esa manita a los labios, aunque con un extraño propósito: el de «saldar su deuda» con sus besos. Katerina Ivánovna no retiró la mano: con una tímida esperanza, escuchó la última promesa de Grúshenka, aunque expresada también de una manera muy extraña, la de complacerla como una «esclava»; la miraba intensamente a los ojos: veía en esos ojos la misma expresión sencilla y confiada, la misma serena alegría… «¡Quizá sea demasiado ingenua!», y un soplo de esperanza atravesó el corazón de Katerina Ivánovna. Entretanto, Grúshenka, como admirando esa «querida manita», se la llevó despacio a los labios. Pero, con ella ya en sus labios, de pronto vaciló dos o tres segundos, como si estuviera meditando.
–¿Sabe, ángel mío? —dijo de pronto, arrastrando las palabras con la más tierna y acaramelada de las voces—, ¿sabe? No voy a besar su manita. —Y estalló en una risita menuda y jubilosa.
–Como quiera… ¿Qué le pasa? —se sobresaltó Katerina Ivánovna.
–Y