Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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hombre —dijo, dirigiéndose al monje—, da miedo ir con él a visitar a la gente decente.

      En los labios pálidos, exangües, del monjecillo, se dibujó una sonrisita sutil y callada, no carente, a su modo, de astucia, pero no replicó, y quedó muy claro que guardaba silencio por su sentido de la propia dignidad. Miúsov frunció aún más el ceño.

      «¡Oh, que el diablo se los lleve a todos; todo es pura apariencia, elaborada a través de los siglos, pero, en el fondo, no es más que charlatanería y estupidez!», le vino a la cabeza.

      –Aquí está el asceterio, ¡ya hemos llegado! —exclamó Fiódor Pávlovich—. La valla y el portal están cerrados. —Y empezó a persignarse, con amplios gestos, ante los santos pintados encima y a los lados del portal—. Cada monasterio se rige según su propia regla —observó—. En este asceterio hay veinticinco santos que buscan todos la salvación, se observan los unos a los otros y comen coles. Y ni una sola mujer cruza este portal, eso es lo más asombroso. Y realmente eso es así… Aunque, claro, ¿no he oído yo decir que el stárets recibe a señoras? —le preguntó de sopetón al monjecillo.

      –Mujeres del pueblo llano las hay ahora mismo; ahí las tienen, esperando junto a la galería, echadas en el suelo. Y para las damas más distinguidas se han construido dos habitaciones pequeñas en la misma galería, pero fuera del recinto; mire, son esas ventanas; el stárets se acerca a verlas, cuando su salud se lo permite, por un pasaje interior, pero ellas nunca pasan al interior del recinto. Ahora está esperando la señora Jojlakova, una propietaria de Járkov, en compañía de su hija, que está muy débil. Seguramente el stárets ha prometido salir a verlas, aunque últimamente tiene tan pocas fuerzas que apenas se muestra a la gente.

      –O sea, que hay una pequeña salida del asceterio para ir a ver a las señoras. No vaya a pensar, santo padre, que estoy insinuando nada, lo digo por decir. Ya sabrá que en el monte Athos, esto lo habrá oído contar, no solo no se permiten las visitas femeninas, sino que está prohibida la presencia de mujeres en general, y hasta de toda clase de hembras, como gallinas, pavas, terneras…

      –Fiódor Pávlovich, yo me doy media vuelta y le dejo aquí solo, y a usted sin mí le sacan de este sitio a empellones, se lo advierto.

      –Pero ¿en qué le estoy molestando yo, Piotr Aleksándrovich? Fíjese —gritó de repente, tras dejar atrás la valla del asceterio—. ¡Mire cómo viven en un valle de rosas!

      En efecto, aunque entonces no había rosas, se veía gran cantidad de raras y hermosas flores otoñales en todos los lugares donde era posible plantarlas. Era evidente que se ocupaba de ellas una mano experta. Los parterres estaban situados junto a las vallas de las capillas y entre las tumbas. La casita donde se encontraba la celda del stárets, una construcción de madera, de una sola planta, con una galería delante de la entrada, también estaba rodeada de flores.

      –¿Estaba esto igual en tiempos del anterior stárets, de Varsonofi? Dicen que no era amigo de la elegancia, que se alteraba y molía a palos incluso a las damas —observó Fiódor Pávlovich, mientras subía al soportal.

      –El stárets Varsonofi parecía a veces, en verdad, un yuródivy, pero se cuentan muchas tonterías de él. Nunca dio de palos a nadie —respondió el monje—. Ahora, señores, esperen un momento, voy a informar de su presencia.

      –Fiódor Pávlovich, por última vez: aténgase a lo acordado, hágame caso. Compórtese; si no, me las pagará —aún tuvo tiempo de farfullar una vez más Miúsov.

      –No acierto a comprender por qué está usted tan nervioso —dijo Fiódor Pávlovich en tono burlón—; ¿no estará asustado por sus pecados? Porque, según dicen, este hombre adivina, mirando a los ojos, las razones de cada visitante. Mucho valora un hombre tan avanzado como usted, todo un parisino, las opiniones del stárets. ¡Me deja usted anonadado, ya ve!

      Pero Miúsov no tuvo tiempo de responder a este sarcasmo: les rogaron que pasaran. Entró un tanto irritado…

      «Bueno, yo ya me conozco: estoy irritado, me pondré a discutir… empezaré a acalorarme… me rebajaré y rebajaré mis ideas», pensó por un momento.

      II. El viejo bufón

      Entraron en la estancia casi a la vez que el stárets, que abandonó su modesto dormitorio en cuanto aparecieron ellos. Ya estaban en la celda, aguardando la salida del stárets, dos hieromonjes[30] del eremitorio: uno de ellos era el padre bibliotecario; el otro, el padre Paísi, un hombre enfermo, aunque no viejo, pero muy sabio, según se decía. Además, estaba esperando de pie en un rincón —y luego no se sentó en ningún momento— un mozalbete que aparentaba unos veintidós años, vestido con levita, seminarista y futuro teólogo, protegido, por alguna razón, del monasterio y de la comunidad. Era bastante alto, de rostro lozano, con anchos pómulos y unos estrechos ojos castaños, inteligentes y despiertos. Se apreciaba en su rostro una deferencia extrema, aunque digna, sin muestras visibles de adulación. No saludó a los recién llegados con una inclinación de cabeza, de igual a igual; lo hizo, por el contrario, como persona dependiente y subalterna.

      El stárets Zosima apareció en compañía de Aliosha y de otro novicio. Los hieromonjes se levantaron y lo saludaron con una profundísima reverencia, rozando el suelo con los dedos; acto seguido, tras ser bendecidos, le besaron la mano. Después de impartir su bendición, el stárets respondió a cada uno de ellos con idéntica reverencia, rozando el suelo con los dedos, y a cada uno de ellos les pidió a su vez la bendición. Toda la ceremonia se desarrolló con suma seriedad; no daba la sensación, de ningún modo, de ser un mero rito cotidiano, sino algo casi emotivo. A Miúsov, sin embargo, le pareció que todo aquello se hacía con ánimo de sugestionar. Miúsov se había quedado parado, por delante de todos los que habían entrado con él. Lo correcto habría sido —y así lo había pensado él mismo la tarde anterior—, al margen de cualquier idea, por simple cortesía, dado que allí era la costumbre, acercarse al stárets a recibir su bendición; eso como mínimo: recibir su bendición, si es que uno no quería besarle la mano. Pero, al ver todas esas reverencias y todos esos ósculos de los hieromonjes, cambió de parecer en un instante: con aire serio y grave, hizo una reverencia bastante profunda, al modo profano, y se acercó a una silla. Exactamente igual actuó Fiódor Pávlovich, que en esta ocasión imitó cabalmente a Miúsov, como un mono. Iván Fiódorovich se inclinó con mucha pompa y cortesía, pero también con los brazos pegados al cuerpo; en cuanto a Kalgánov, estaba tan desconcertado que no saludó de ningún modo. El stárets bajó la mano que había empezado a levantar para impartir su bendición y, tras inclinarse por segunda vez ante los visitantes, les rogó a todos que se sentaran. A Aliosha le salieron los colores: estaba abochornado. Se confirmaban sus peores presentimientos.

      El stárets se sentó en un pequeño diván de caoba, tapizado en cuero, muy antiguo, y a los huéspedes, a excepción de los dos hieromonjes, los invitó a sentarse junto a la pared de enfrente, el uno al lado del otro, en cuatro butacas de caoba tapizadas en cuero negro, enormemente gastado ya. Los hieromonjes se sentaron a los lados, uno junto a la puerta y otro junto a la ventana. El seminarista, Aliosha y el novicio se quedaron de pie. La celda no era nada grande y tenía un aspecto desolador. Los objetos y el mobiliario eran toscos, pobres y se limitaban a lo más indispensable. Había dos macetas con flores en la ventana y numerosos iconos en un rincón; uno de ellos representaba a la Virgen, era de grandes dimensiones y, probablemente, lo habían pintado mucho antes del cisma[31]. Delante de este icono ardía débilmente una lamparilla. A su lado había otros dos iconos con deslumbrantes vestiduras en metal; había también unos querubines poco naturales, huevos de porcelana, una cruz católica de marfil con una Mater dolorosa abrazada a ella y algunos grabados extranjeros con obras de los grandes pintores italianos de los siglos pasados. Al lado de esos caros y elegantes grabados, llamaban la atención algunas hojas con litografías rusas típicamente populares, con imágenes de santos, mártires, venerables prelados y demás, de esas que se venden por unos kopeks en cualquier feria. Había, ya en las otras paredes, varios retratos litografiados de obispos rusos, contemporáneos y de otros tiempos. Miúsov recorrió con la vista, en un momento, todos esos «objetos rutinarios»


<p>30</p>

En la Iglesia ortodoxa, monjes que tienen también la condición de sacerdote.

<p>31</p>

Escisión en la Iglesia ortodoxa rusa entre partidarios y detractores (los llamados «viejos creyentes») de la reforma eclesiástica emprendida por el patriarca Nikon a mediados del siglo XVII.