—¿Qué sucede? —preguntó Ramal.
—El aire es frío —dijo Mazte—. Hay fuego en el aire, el fuego de las fogatas en la playa, y hay frío, tanto como antes de una tormenta. ¿A eso te referías cuando dijiste que sucedía algo terrible?
—No, no me refería a eso —dijo Ramal Etz, en voz baja, como se decían las cosas importantes en aquellos días—. Sucede que los pescadores han vuelto a hablar de la niebla.
Por su aspecto, Ramal Etz parecía que asistía a un funeral, tenía el rostro compungido y las manos ocultas en los bolsillos como conejos en su madriguera. Desde donde se encontraban, podían observar las luces del pueblo, y las fogatas en la playa bajo la leve luz del amanecer.
—¿Has bajado al muelle o visitado el mercado, Mazte? —siguió Ramal.
—Desde ayer, no.
—Se han dicho cosas —le aseguró Ramal—, revelaciones y malos presagios. Los hermanos Bram dijeron haber escuchado un sonido de cornos en la madrugada, y aseguraron que venía del interior de la niebla. Y, más tarde, el señor Elulas Min dijo haber visto la silueta de un barco enorme navegar de este a oeste. Pero lo peor de todo, Mazte, fue el cuerpo del hombre en la playa.
—¿Qué cuerpo? —preguntó Mazte, sorprendido.
—Lo encontraron unos pescadores por la mañana. Según escuché, no tenía rostro. Alguien se lo había arrancado.
Mazte y Ramal eran granjeros y vivían en la parte norte de la isla de Férula. Férula formaba parte de un archipiélago conformado por cinco islas de las cuales sólo tres estaban habitadas. Dos de ellas eran conocidas como Creontes, tan cerca la una de la otra que era habitual que, en el verano, cuando las aguas eran cálidas, los chicos recorrieran la distancia que las separaba a nado. La tercera de las islas habitadas era Férula, la más grande del mar del este.
Durante el otoño y el invierno, la niebla avanzaba más allá de las grandes piedras en el norte de las Creontes o del islote conocido como la ballena de piedra. Con la llegada de la primavera, retrocedía como un animal que entrara en una cueva.
—Es ciertamente extraño —dijo Mazte, que miraba hacia la playa lejana. Un aire frío vino del norte e hizo que los arbustos cercanos emitieran una especie de silbido—. Nadie en la fonda ha mencionado nada de lo que dices.
—Porque ninguno de esos holgazanes ha bajado al puerto —repuso Ramal.
—Es posible —concedió Mazte Rim a su amigo—. Lo mejor será entonces que caminemos al puerto, Ramal. Quizá pueda decirte algo más si nos acercamos al lugar donde encontraron el cuerpo.
* * *
La idea no le gustó demasiado a Ramal, pero sabía que su amigo tenía razón. Caminaron ladera abajo y no tardaron en descubrir lo inusual del número de fogatas aquel día. No había más de media docena en toda la playa, según pudieron contar, cuando lo habitual era encontrar una treintena diseminada a lo largo del lugar. Los chicos de toda la isla se reunían allí y asaban pescados y cantaban y tocaban sus panderos o sus tambores. Pero nada de eso estaba sucediendo.
A medio camino, una leve llovizna llegó de quién sabe dónde y poco después apareció una niebla fría proveniente del mar. El mal clima no detuvo a Mazte y Ramal, que avanzaron entre la niebla que cubría la marisma. Ramal pensaba en lo mucho que detestaba caminar en aquella oscuridad cuando tropezó con algo y cayó al suelo.
—Pero… ¿qué diantres es eso? —se quejó.
—¿Estás bien? —quiso saber Mazte, ofreciéndole la mano, al tiempo que respiraba el aire frío y miraba fijamente lo que había hecho caer a Ramal.
—Pero… qué… —masculló Ramal.
No era una piedra, sino un bulto grande. Mazte y Ramal tardaron un poco más en comprender que se trataba de una persona. Un chico tendido de espaldas. Mazte se acercó, se inclinó y estiró la mano para tocar el cuerpo. Cuando sintió la piel fría, retiró la mano, se incorporó y dio un respingo hacia atrás. De inmediato, miró a su alrededor. Apenas pudo creer lo que veía. La arena estaba llena de cuerpos atravesados por flechas.
11
Ramal Etz entró en su casa y encontró a su esposa y a sus hijos sentados a la mesa. En el fogón hervía una olla de leche y había pan fresco y queso de cabra en los platos de los niños. Ramal hubiera querido no decir nada, sentarse con ellos y hacer planes para ir a pescar con sus dos hijos mayores, pero no era posible, sabía que no tenía tiempo.
—Lar, Lars, Ene —dijo Ramal—, suban de inmediato al cobertizo y tomen el primer abrigo que encuentren.
—Pero papá… ¿qué te pasa? —dijo Lar, el mayor.
—Y pónganse zapatos y amárrenlos lo mejor que puedan, y bajen lo más pronto posible.
—Pero papá… ¿qué ocurre? —preguntó Lars, el segundo de ellos, pero Ramal no tenía tiempo de dar explicaciones.
—¡Ahora mismo! —gritó Ramal Etz—. ¡Ahora mismo! —insistió.
Sus dos hijos, Lar y Lars, salieron disparados rumbo al cobertizo. Pero no así Ene, la menor, quien, asustada, corrió hacia el regazo de su madre, la señora Ulanar.
Ramal era un hombre simple, amable, risueño, de manos gruesas, una barba negra con algunas canas, y vestía casi siempre con un chaleco de lana, a veces rojo, a veces gris, a veces una combinación cuadriculada y un tanto ridícula de ambos colores, y era gracioso verlo con sus hijos varones, que llevaban un chaleco semejante al de su padre. Pero aquella mañana, su rostro amable y risueño se había tornado tenso, sombrío.
—¿Qué sucede? —preguntó Ulanar—. ¿Qué está pasando, Ramal?
—No lo sé, pero debemos irnos. Tengo el bote abajo, hemos de llegar a Porthos Embilea.
—¿Vamos a ir a Porthos Embilea, papá? —preguntó Ene, la menor de los tres hijos de la familia.
—Sí, y no hay tiempo que perder.
Ramal fue entonces hasta la cocina, abrió una pequeña bodega donde guardaban leña y sacó, de un compartimiento de abajo, dos espadas que no había utilizado desde que era un jovencito que jugaba en el bosque con su hermano, Ebro Etz. Habían pasado muchos años desde entonces y no sabía cómo reaccionaría si debía defenderse, pero no se dejaría vencer fácilmente si se trataba de proteger a su familia, de eso estaba seguro.
Al volver al comedor, le dio una de las espadas a Lar. El chico lo miró como si no pudiese creer lo que su padre le pedía, aunque lo sabía perfectamente.
—Sólo es precaución —dijo Ramal a su hijo, y éste asintió.
Cuando salieron de casa había empezado a caer una leve llovizna. Al bajar a través de la ladera, Ulanar volvió la vista para mirar lo que dejaban atrás, la casa donde habían nacido sus tres hijos y donde había sido feliz durante los años que llevaba junto a Ramal. De alguna manera, comprendía que no volvería a verla en mucho tiempo. Una tristeza enorme la embargaba, se detuvo un instante, como para quedarse con una última imagen. Fue entonces cuando escuchó el grito de Lars. Volteó de inmediato. El chico estaba tirado en el piso. Una flecha le atravesaba el hombro. Ulanar corrió hacia su hijo sin pensar lo que hacía. Y ya no pudo ver cómo Ramal Etz penetraba en la niebla con su espada en alto, en dirección a una silueta demasiado grande como para ser de un hombre.
12
La muerte llegó a las islas Creontes en mitad de la noche y a la isla de Férula en la madrugada. Nadie esperaba un ataque, así que no había vigías y los faros sólo alumbraban en dirección a Porthos Embilea, pues no se conocía nada que pudiese venir en dirección contraria, salvo la niebla. Las antiguas historias contaban que cientos de años atrás,