—Tuviste suerte —dijo Luna.
—Sé que sí —dijo el chico.
Ramal les pidió que se mantuvieran en silencio. Ulanar dispuso una gruesa manta sobre el suelo del bote e hizo que los niños se tendieran ahí, y luego los protegió con otra manta. Ella misma se tendió junto a ellos. Mientras, Mazte, Ramal y Luna remaban con todo lo que podían.
Ninguno de los que iban en la embarcación había navegado entre la niebla. Eran agricultores, no marineros. Si salían de pesca, jamás lo hacían en condiciones similares a ésa. Pese a ello, confiaban en poder llegar hasta Porthos Embilea.
A pesar de la hora de la mañana, no se escuchaban aves. Si bien el mar estaba en calma, hacia atrás, en dirección a Férula, parecía que se acercaba una tormenta. Ulanar dijo haber visto rayos en la lejanía.
Navegaron un rato sin hablar. Mazte Rim observó que Ramal tenía una mancha de sangre en la barba, que se había endurecido y dejado una costra. Ramal vestía con uno de sus chalecos rojos, semejante al de sus hijos, aunque los de los niños eran grises. Mazte pensó si aquel color podría distinguirse a través de la niebla. Siempre le había parecido gracioso y peculiar ver a un hombre como Ramal con uno de esos pequeños chalecos.
—¿Saben que Mazte trabajó en el faro de Édasen? —susurró Ulanar a sus hijos.
—Lo sabemos, mamá —respondió Ene, pero los otros no dijeron una palabra. Se encontraban demasiado nerviosos, alterados por lo sucedido.
A pesar de vivir en el puerto, Mazte Rim no había sido un niño que se llevara bien con el agua. Tenía pesadillas sobre animales que vivían en los abismos, quizá porque, en una ocasión, su padre llegó a ver a un hombre a quien un pez le había arrancado el brazo. Mazte tendría menos de seis años cuando aquel personaje les mostró el muñón de su brazo y les aseguró que se lo había zampado un animal del tamaño de una casa. También les contó que, justo unos metros delante del puerto, había un abismo marino en el cual habitaban algunos peces que emitían luz propia, y que, si alguno tenía la suficiente fuerza en sus pulmones como para retener el aire y bajar, vería, al fondo, algo semejante a un cielo estrellado.
El pequeño Mazte quedó tan impresionado por la visión del marino, que dejó de hacer lo habitual para quienes crecen junto al océano. Nunca iba más allá del inicio de las olas, jamás se lanzaba desde el muelle, y, si había una tormenta, incluso una leve llovizna, no salía de casa. Sólo perdió el temor cuando, a los quince años, su padre lo obligó a lanzarse desde el muelle y nadar en busca de una balsa que había arrastrado la marea. Aunque se negó de todas las maneras posibles, su padre, Ebomer Rim, no aceptó ninguna de las razones de su hijo. El miedo desapareció poco a poco, pero, aun así, nunca adquirió las habilidades de sus amigos pescadores o de aquellos marinos que bordeaban la costa y llevaban barcos con mercancías a las islas o al país de los ralicias.
—¿Vamos por buen camino, Mazte? —preguntó Ramal.
—Sé que sí —le aseguró Mazte—, el olor del Faro es inconfundible.
—Confiamos en ti —dijo Ramal, y Mazte Rim sonrió.
Por un buen rato, volvieron a quedarse en silencio, y fue así hasta que, en medio de la sombra, una débil luz les hizo volver a respirar. Era una luz clara que venía del sur, de la costa, del hermoso faro de Édasen.
—El faro —anunció Ramal—. Es la luz del faro de Édasen.
—Pensé que no llegaríamos jamás —dijo Luna, con entusiasmo.
Pero entonces, Lar, el hijo mayor de Ramal Etz, que miraba en dirección contraria, hizo que el entusiasmo cesara de inmediato.
—Señor Mazte, señor Mazte —dijo Lar—, un barco se acerca.
Había seis remos en el barco y siete personas, pero uno de ellos era Lars, que estaba herido, y otra era Ene, apenas una chiquilla. En cuanto Lar anunció lo que veía, remaron lo más fuerte que pudieron, hasta sentir que los músculos de los brazos se les agarrotaban.
—No voy a morir sin luchar —anunció Ramal.
—No digas eso, papá —exclamó Ene.
—No van a alcanzarnos, Ramal —dijo Ulanar—, no digas eso ahora.
—Señora Luna —dijo Ramal—, ¿puedo ir en la popa? Quisiera estar preparado por si algo sucediera.
—No soy ninguna inútil, señor Etz —se quejó Luna.
Mazte miraba desde la proa del barco hacia atrás para observar a Luna y, más allá, el barco que se acercaba. No parecía mucho más grande que aquél en el que viajaban, así que podían ser amigos o enemigos, pero era imposible estar seguros.
—No es un barco grande —anunció Mazte.
—Así parece, pero no podemos arriesgarnos —dijo Ulanar—, hay que seguir.
—¿Puede oler algo en el aire, señor Rim? —preguntó Ramal.
—Sólo hay una cosa en el aire: sangre —dijo Mazte Rim—. Apesta a sangre por todas partes, Ramal. Sangre humana. La desolación de las islas es total.
—Podrías no seguir, buen amigo — le pidió Ramal.
—Lo siento —dijo Mazte, que comprendió que lo que decía sólo causaba más angustia a quienes lo acompañaban.
—Se acercan cada vez más —anunció Lar.
—Remamos con todo lo que podemos —dijo Ramal—, pero creo que nos alcanzarán antes de llegar a la costa. No podemos evitarlo.
—Pues tendremos que evitarlo —dijo Ulanar.
—¿No será mejor guardar energías para enfrentarlos? —preguntó Luna.
—Apreciada Luna —dijo Ramal—, creo que llegar a las costas antes de que nos alcancen es nuestra única oportunidad.
16
El barco se acercó hasta que las siluetas se volvieron hombres.
—Ralicias —dijo Mazte Rim.
Tres de los cinco se levantaron y empuñaron sus espadas.
—Venimos de Férula —gritó Ramal—. Venimos de Férula, hemos sido atacados.
El barco de los ralicias se acercó hasta casi tocar la popa, lo que hizo que Mazte Rim saltara desde el otro lado, empuñando su espada. Cada uno de los niños e Ulanar gritaron anunciando que habían huido de la isla de Férula, pero ninguno de los cinco parecía escuchar.
Uno de los ralicias puso su pie sobre el borde de la proa y pareció que de un momento a otro se lanzaría sobre la embarcación de los trunaibitas. Luna tenía sólo un remo de madera para defenderse, pero, de pie, lo agarró como una lanza y dijo al hombre:
—No te atrevas, maldito.
En ese momento, Mazte alcanzó a Luna y amenazó al ralicia con su espada, que brilló en la oscuridad neblinosa.
—¿Acaso no escuchas lo que digo, hombre del muro? —preguntó Mazte Rim.
—¿Vienen de Férula? —dijo finalmente el ralicia. Su aspecto era serio, y parecía, antes que un pescador, un guerrero.
—¿Acaso están sordos? —gritó Ramal.
Mazte había alzado su espada, cuyo borde filoso sobresalía por la popa del barco, el ralicia hizo lo suyo, golpeando con su espada la de Mazte.
—Aleja eso de aquí —pidió el ralicia de mala gana.
—¿Qué sucede? —preguntó Mazte Rim—. ¿Por qué nos abordan de esta manera?
—Nadie ha podido escapar de esa isla —dijo el ralicia—. Ni uno solo, estoy seguro,