Los que llegaron a las islas no tenían nombre conocido y atacaron sin mediar palabra, sometidos por una furia inexplicable. En los muelles, fueron barridos los pocos guardias y los hombres que volvían de la pesca nocturna. El mercado de la isla de Férula fue incendiado, después de que asesinaran a los pocos vendedores que estaban ahí a esa hora. Los gritos de terror pronto llegaron al pueblo. En la casa de Gobierno, el señor Tunin, el alcalde, organizó un pequeño grupo de hombres. A pesar de su valentía, no fueron rival para los atacantes. No tenían experiencia en combate, no sabían usar de manera apropiada ni espadas ni lanzas, y los sobrepasaban en número. Con el alcalde salieron cuarenta y cinco hombres, que se apostaron en la plaza central. El ejército oscuro llegó a través de la calzada, en dirección al muelle, y a las colinas del sur, desde los acantilados donde los chicos se lanzan al mar cuando quieren impresionar a las chiquillas. Los atacaron por dos flancos distintos. No fue una batalla justa. Los cuarenta y cinco y el mismo señor Tunin sucumbieron en apenas minutos.
Mientras eso pasaba, las casas fueron saqueadas y asesinados quienes se encontraban dentro. Pronto hubo incendios en toda la isla. Los gritos eran más fuertes que el sonido de las espadas que chocaban. Nadie opuso una resistencia considerable. Algunos dieron batalla, pero casi siempre infructuosa. Ancianos y niños y mujeres y hombres fueron asesinados por donde el ejército oscuro avanzó. Ya no quedaba nada atrás, salvo fuego y ceniza y niebla. Y la niebla se apoderó de la isla como una maldición que se extiende por un cuerpo.
13
Cuando Mazte Rim entró a su casa, su esposa Luna todavía estaba bajo las sábanas y dormía plácidamente.
—Luna —susurró en su oído y la mujer emitió una queja que quería decir: No me molestes, aún es temprano.
Luna no podía despertarse temprano jamás y hacía mucho que Mazte Rim había desistido de obligarla a levantarse en la madrugada para ir a ordeñar las cabras o ayudarle a preparar el desayuno. Lo hacía él a cambio de que ella, que era una cocinera magnífica, se encargara del almuerzo y la cena. Luna no era una campesina. Su padre, el señor Nirú, era un político de mucho prestigio en Trunaibat, un hombre de buenas maneras que había dado a sus tres hijas una educación envidiable en poesía, música y artes gastronómicas. A Mazte Rim no le importaba que su esposa durmiera más de la cuenta o que no disfrutara con él de ordeñar a las cabras o preparar la sidra, y que jamás le gustara ir de pesca. Él sabía que suficiente tenía ella con haber abandonado las comodidades de la casa del señor Nirú para irse a vivir con él a una isla donde no había mucho que ver o hacer, salvo ir de paseo por las colinas, pescar, observar a las gaviotas o preparar la sidra.
Pero aquella no era una mañana para pensar en complacencias.
—Luna, levántate, debemos largarnos de aquí.
Mazte Rim tomó a su mujer por los hombros y la jaloneó.
—Pero ¿qué te sucede? —se quejó ella—. Es de madrugada.
—Sucede que debemos irnos.
—¿Irnos? —dijo Luna, somnolienta—. ¿Quieres ir tan temprano a Embilea? ¿No tenías que dejar las botellas a la señora Brun?
—Hemos encontrado cuerpos, muertos y atravesados por flechas, pero eso no es lo peor. Hay algo en el aire. No sé exactamente qué es, pero sí sé que se trata de algo maligno y se está acercando.
—¿Estás hablando en serio o es una de tus desagradables bromas, señor Mazte Rim? —preguntó Luna, que había interrumpido un bostezo y miraba a Mazte llena de ansiedad.
—Tan en serio que, si no te levantas en este instante, no tendremos oportunidad de escapar…
Cuando dijo eso, Mazte Rim comprendió que sería así, lo había intuido y comprendido sin siquiera pensarlo. Lo que husmeaba en el aire era el olor de la muerte, pero no una muerte natural, ni siquiera una sola muerte, sino muchas. Flotaba en la brisa la fetidez de la catástrofe.
14
Desde la ventana de un cobertizo, un hombre llamado Bruno Ta observó cómo una mujer recibía una andanada de flechas. Al observar aquel espectáculo macabro, salió disparado en dirección a los acantilados. Había alcanzado a hacer tres cosas antes de salir de casa: tomar un abrigo, calzarse unos zapatos y tomar una vieja espada que guardaban sobre una alacena en la cocina. Corrió sin mirar atrás, como un percherón en estampida, cuando escuchó a su derecha los gritos de una mujer y vio una pelea entre un hombre y un muchacho, y tres tipos altos que vestían armaduras oscuras. Sin pensarlo, Bruno Ta corrió en dirección a la escena. Pronto reconoció que el chico y el hombre eran sus vecinos, Ramal Etz y Lar. El chico estaba en el suelo, a punto de recibir una estocada cuando Bruno Ta lanzó su espada al atacante dándole de lleno en la cabeza. Si hubiese tenido tiempo para meditarlo, se habría dado cuenta de que acababa de matar a un hombre, pero nadie podía detenerse a pensar en ese instante. Había que actuar y sobrevivir.
Ramal Etz estaba frente a sus atacantes y se defendía lanzando golpes con su espada. Atrás de él, Ulanar y sus otros dos hijos estaban paralizados por el miedo.
Bruno Ta tomó la espada del chico y corrió en ayuda de Ramal. Pronto se vio inmiscuido en una lucha que tenía todas las posibilidades de perder.
—Piedras —gritó Bruno, que trataba de esquivar a su atacante.
Nadie pareció entender.
—Piedras, piedras, piedras —gritaba, al tiempo que se movía como una gacela saltando de un lado a otro. Entonces, de más atrás, escuchó el zumbido de algo que pasaba volando y daba de lleno en la cabeza de su contrincante. El soldado oscuro se tambaleó y Bruno Ta aprovechó para atravesarle el pecho con su espada.
Aquel acto hizo reaccionar a Ene, que tomó un guijarro y lo arrojó al hombre que peleaba contra su padre. De inmediato, Ulanar y Lars hicieron lo mismo. En un instante, una lluvia de guijarros cayó por todo el cuerpo del soldado y, antes de que pudiera comprender lo que sucedía, una enorme piedra dio de lleno en su frente y cayó como una rama que acabara de ser cortada de un árbol enorme. Todos voltearon a mirar hacia atrás, para ver quién había lanzado esa piedra con semejante puntería y se encontraron con Luna y Mazte Rim.
—Nunca me alegraré tanto de verlos —confesó Ramal, dirigiéndose a la pareja —. Y eso también te incluye a ti, Bruno.
—Llegué justo a tiempo —dijo Bruno Ta.
Mazte Rim y Luna se acercaron.
—¿Tienes suficiente espacio en tu bote? —preguntó Mazte Rim.
—Sí —respondió Ramal—. Hay espacio de sobra.
—Juntos somos más fuertes —dijo Bruno.
Un estrépito que llegó desde el norte los hizo voltear. Parecía que algo muy pesado como una torre se hubiera derrumbado cerca de ahí.
—No hay tiempo —dijo Ramal—. Síganme.
Y todos lo siguieron. Se dirigían hacia un pequeño trecho en medio de unas rocas cercanas, donde Ramal dejaba su embarcación amarrada y protegida de las altas mareas.
Bajaron a través de una colina cubierta de hierba que se había vuelto lisa por la lluvia de la madrugada. La niebla se acercaba desde el norte. Nadie llevaba antorcha, así que debían darse prisa porque si la niebla los alcanzaba no tendrían visibilidad y podrían caer o perderse. Corrieron lo más rápido que pudieron, conteniendo el aliento. Al llegar a las rocas bajaron con toda la precaución que les permitía su ansiedad. Ramal bajó primero y luego los chicos y las mujeres. Mazte Rim y Bruno Ta montaron guardia un poco más arriba. La niebla casi los había alcanzado. En el momento en que Mazte Rim descendió, algo pasó, pero Bruno fue jalado hacia atrás, en dirección a la niebla.
—¿Qué sucede? —gritó Mazte Rim.
No