Un soldado vestido con armadura se asomó al lugar. Ambas mujeres se sobresaltaron al verlo.
—No deberían estar aquí —dijo el soldado.
—No estaríamos aquí si no fuera necesario.
—¿Les falta mucho aún? ¿Qué miras, mujer?
—Nada —respondió la que se sintió aludida por la pregunta, pues se encontraba junto a la ventana.
—¿Van a terminar o qué? —insistió el soldado.
—Ya acabamos. Vamos a recoger las cosas y marcharnos.
—Me quedaré aquí mientras ha… ¿Qué ha sido eso?
El soldado, alertado por un ruido, dirigió la vista hacia lo alto de una de las almenas. No pudo emitir palabra cuando sintió el filo de la primera flecha, que le atravesó la garganta. Las mujeres gritaron. Una de ellas, la de la ventana, se quedó paralizada, horrorizada al observar al soldado tirado en el suelo, con la sangre brotando de su garganta y su boca, mascullando frases ininteligibles. La otra mujer la tomó de la mano y la jaló para que fuera con ella. Salieron a la calle. Sin mirar atrás, corrieron en dirección al norte. Ambas gritaban, dominadas por la angustia.
Una flecha le atravesó el muslo a una de ellas. La otra se detuvo y trató de levantarla. Una sombra la cubrió desde el frente. La mujer herida sollozaba suplicando piedad. Otra mujer, asomada a una ventana, gritó pidiendo ayuda.
Eran dos. Ambos de la raza de los devoradores de serpientes. Uno de ellos se abalanzó sobre las mujeres y cercenó sus cuellos con su espada. El otro corrió hasta la ventana donde gritaba la tercera mujer, testigo de aquel espectáculo macabro, y se introdujo en su casa.
Alertados por los gritos, muchos soldados corrieron en dirección a la escena. El primero en llegar enfrentó a uno de los devoradores de serpientes, de pie, en medio de la calle. Era alto y delgado. No llevaba armadura. Tenía la piel de los brazos tatuada con extrañas figuras circulares elaboradas con tinta negra y verde. Despedía un aroma a fango, tan desagradable como extraño. Se había afilado los dientes incisivos que habían adquirido un aspecto semejante al de una sierra. Se lanzó sobre el soldado y lo mordió en el cuello. No lo soltó aún cuando una espada se hundió en su espalda. Otro soldado le hizo una herida a la altura de los riñones. Otra más en la cintura, y otra en los glúteos. Pero sólo hasta que partió en dos su cuello de un tajo, la mordida del devorador se relajó y el otro pudo zafarse.
El segundo devorador apareció arriba, en el techo, y se lanzó sobre un pequeño grupo de soldados que atendía al herido. El devorador asesinó a dos soldados antes de ser abatido por los otros.
El incidente había ocurrido en una calle paralela a donde se encontraban Nu y Lóriga.
Esa noche, más tarde, un soldado llamó a la puerta y una de las mujeres que atendía a los enfermos, lo recibió. El soldado le entregó dos espadas. Una de ellas fue a parar a manos de Lóriga. La mujer les dijo que circularían parejas de soldados por las calles del interior de la Fortaleza toda la noche, y que se les pedía a todos los habitantes no salir, salvo que las campanas sonaran. Si no había necesidad, no era seguro andar por las calles, pues se sabía que unos devoradores de serpientes habían escalado los muros y atacado a varias personas. Aunque habían sido abatidos, nadie sabía si podía haber más.
—La guerra ha llegado a la Fortaleza —anunció la mujer, mientras Nu tomaba la mano de Lóriga.
—Vamos a estar bien —dijo Lóriga y sonrió a Nu.
—Lo estaremos, querida mía —confirmó Nu.
—Si alguien entra por esa puerta, encontrará pelea —siguió Lóriga, y Nu asintió, en silencio. Creía en las palabras de Lóriga, pero esperaba que no sucediera. Se sentía débil y lo que menos quería era verse inmiscuido en una pelea.
7
Furth, By y Lobías ensillaron los caballos y prepararon las provisiones para el viaje. Furth les explicó cuál sería el mejor camino a seguir, y les pidió ser rápidos y discretos, pues debían pasar desapercibidos.
Poco antes de partir, By les entregó una capa con capucha revestida de lana. Era pesada, pues había sido tejida con madejas de hilo hrurzt: grueso e ideal para los días de frío.
—¿Es necesario? —quiso saber Lobías.
—Hay nieve en las colinas —explicó By a Rumin—. El viento del este y el del oeste son fríos, y el bosque, con su sombra, no es un buen lugar.
—Me gustan los bosques —dijo Lobías.
—Creo que no has visto uno como éste —siguió By.
—Si te refieres a que está encantado, conozco un bosque encantado, más allá de Porthos Embilea. Y, para que lo sepas, de niño pasé unas semanas allí con mi abuelo. Lo recuerdo muy bien, pasamos los días en una casa en lo profundo del bosque. Vivían allí unas amables señoras y un cazador que petrificaba a los venados con su silbido. No olvidaría algo así, By.
—Lamento decirte que en este bosque no hay ninguna casa llena de señoras regordetas ni cazadores mágicos, lo que sí puede haber son bastantes inconvenientes. Sube ya.
Lobías hizo caso a By y montó en su caballo, y ella también lo hizo. Avanzaron con lentitud hasta alcanzar a Furth, que los esperaba en la puerta de los establos. Cuando los vio llegar, avanzó también. La mañana seguía gris. Un sol tibio se abría paso entre las interminables nubes. Parecía más un cielo de invierno que de los primeros días de primavera.
Recorrieron un camino que bordeaba un grupo de casas de madera con tejados de dos aguas, cubiertos por diminutas flores. La mayoría de ellas permanecían cerradas, pues sus habitantes o se habían protegido en la profundidad de las cuevas, bajo la ciudad, o se preparaban para la lucha. En algunas, muy pocas, las ventanas se encontraban abiertas, y más de una cabeza se asomó para mirar a los tres jinetes. No los saludaron, y By y Furth hicieron lo propio. Lobías notó que no se oían voces de niños en la ciudad, ni se veían niños jugando en los campos recién florecidos. Tampoco escuchó risas o conversaciones. Aunque la batalla había pasado, la guerra aún estaba allí, metida en el corazón de los habitantes de La Casa de Or, atemorizados por lo sucedido en los puertos.
Llegó del este una brisa fétida que hizo que los tres viajeros se cubrieran con la capa la nariz y la boca. Fue sólo un momento, pero a Lobías le provocó una arcada: aquella fetidez provenía de los cadáveres chamuscados. Había visto antes las fogatas, pero no podía asegurar que hubieran incinerado cuerpos en ellas. Cuando preguntó a By si tal cosa había sucedido, la chica le dijo que no estaba al tanto, pero que era posible.
Poco después, By preguntó a Lobías lo siguiente:
—¿Sabes quiénes vinieron hasta aquí? ¿Quiénes atacaron los puertos?
—Supongo que un ejército que llegó de la niebla —fue la respuesta de Rumin.
—No, no fue ningún ejército venido de más allá de la niebla—le reveló la chica—, fueron nuestros vecinos. Los del norte, los hombres de las montañas. Y los devoradores de serpientes, en el sur.
—¿Han tenido conflictos antes? —quiso saber Lobías.
—Nada de eso —dijo Ballaby—. Ni siquiera conocemos lo suficiente a los devoradores de serpientes. Es gente huraña, con las más extrañas costumbres, y jamás van mucho más allá de las ciénagas, pero lo cierto es que no sólo fueron más allá, también atacaron a los viajeros en los caminos, y un pequeño ejército de sus guerreros invadió el puerto de Munizás. Y el hermoso Alción, el puerto vecino, fue arrasado por los hombres del norte. A los enormes hombres del norte los conocemos bastante más. Viven en lo alto de las montañas, entre la nieve, pero de vez en cuando, en el otoño, bajan para vender sus pieles, sus tejidos y su miel. No son las personas más amables, pero nadie había tenido ningún percance con ellos desde hacía años. ¿Qué sucedió?
—¿Alguien