La caída de Porthos Embilea. Jorge Galán. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jorge Galán
Издательство: Bookwire
Серия: El país de la niebla
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9786075573717
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_img_img_c3e8b38e-9934-5161-9c3e-5fb65d961341.jpg" alt="Portada"/> Página de título

      Parte 1

      En tierras de Or

      El domador llamado Olfud observó al hombre en la colina y supo que debía ir tras él. A su alrededor, otros domadores y los soldados de la Casa de Or combatían contra los hombres de las montañas del norte.

      Junto al hombre en la colina, un caballo sin ojos bufaba mientras golpeaba la hierba con la pezuña de su pata izquierda. Cuando observó al domador cabalgar hacia él, el hombre subió a su caballo, le susurró una frase y éste giró y trotó en dirección contraria, colina abajo, a través de la pradera que separaba la colina del bosque. Era una antigua floresta de viejos árboles cuyas ramas sin hojas se extendían igual que venas petrificadas.

      Olfud subió la colina a toda prisa. Desde arriba, observó al jinete que se alejaba. Hubiera podido volver, pero su instinto lo empujó tras él. El domador avanzó a través de la pradera. Mientras, el hombre que huía volvió a susurrar algo a su caballo y éste se detuvo en medio de los árboles, al inicio del bosque. Bajó del animal y observó al domador que se acercaba. Olfud hizo girar su látigo. El viento se arremolinó en su punta volviéndose un tornado diminuto. Cuando estuvo frente al hombre, hizo que el caballo dejara de correr. La bestia bufó, agitada, nerviosa.

      —Otros como yo han caminado antes por aquí —anunció el hombre—. Eso dice la tierra, y el polvo no miente, domador.

      Olfud hizo girar su látigo con mayor rapidez. El tornado creció hasta convertirse en un viento fuerte del doble de su tamaño.

      —La oscuridad se cierne sobre ti —dijo Olfud—. Te he visto, hombre de la colina, y eras la muerte misma. La estrella oscura sobre la tierra de los muertos.

      —Anrú, ése es mi nombre. Y así puedes llamarme, si lo deseas.

      El domador espoleó al caballo con sus piernas y éste avanzó al galope, internándose en el bosque tras Anrú.

      —Imprudente —susurró Anrú para sí.

      Anrú levantó su cayado y susurró unas palabras que explotaron en la cabeza del domador, que no alcanzó a comprender qué ocurría. El día se oscureció para Olfud y pronto le costó distinguir a su contrincante, que se convirtió en una silueta. Las ramas de los árboles se alargaron hasta transformarse en látigos que disiparon el tornado que había creado. El aire trajo un grito. Parecía el de un hombre que acababa de ser atravesado por una espada. Olfud, confundido, miró a su izquierda, pero no pudo ver nada. Otros gritos sonaron a su alrededor, parecían venir de todas partes, hasta que los sintió dentro de sí y comprendió que era él mismo quien gritaba. De pronto, sintió el golpe de una de las ramas en la frente y cayó. Aturdido, advirtió que se acercaba una silueta. Sus pasos sonaban tan pesados como los de un gigante descomunal.

      —Dime, domador, ¿acaso no sabes que jamás debes enfrentar a un mago en el bosque?

      Olfud trató de hacer girar otra vez su látigo, pero Anrú asestó un golpe con su cayado que cortó de un tajo su mano derecha. El domador ni siquiera sintió dolor. Contempló el látigo sobre la hierba como algo ajeno.

      —Hace siglos que nadie había visto a uno de ustedes, un poderoso e invencible domador de tornados. Y aquí estoy, junto a uno de ellos. Debo admitir que me siento privilegiado, domador.

      —¿Quién eres? —preguntó Olfud.

      —Te lo he dicho, Anrú es mi nombre, y para ti, el destructor del viento, un mago de la oscuridad más allá de la niebla, alguien a quien jamás debiste enfrentar.

      Anrú tomó con su mano el cuello de Olfud, incapaz de mostrar oposición alguna.

      No muy lejos de ese lugar, otro domador, Balfalás Atzú, escuchó un lamento en la brisa. Balfalás hizo girar a su caballo y corrió sin pensar en busca de lo que oía. Un presentimiento se había vuelto una sombra dentro de sí.

      Poco después, desde la cima de la colina, Balfalás observó a su amigo Olfud, a merced de su atacante.

      —¡Olfud! —gritó Balfalás, desesperado. Y lo hizo una y otra vez mientras avanzaba en dirección al bosque.

      Anrú golpeó a Olfud con su cayado y le destrozó la mano izquierda.

      —Buen hombre, eres sólo un buen hombre —dijo Anrú. Olfud ni siquiera se quejó por el dolor.

      —Vendrá uno después de mí, uno y cien como yo. La luz del Gran Árbol está conmigo —dijo Olfud con un hilo de voz.

      De pronto, la mano del mago se volvió pesada como un hacha de piedra.

      —Es posible, domador. Pero estaré esperándolos, y no podrán contra mí y los míos —anunció Anrú. Sus palabras desprendían una calma que hizo que Olfud se sintiera perdido—. Y ahora, domador, puedes entrar en la sombra.

      Anrú golpeó el cuello del domador, y éste emitió un gemido apagado. Golpeó una segunda vez, una tercera, rompiéndolo, y siguió golpeándolo con su puño, destrozándolo contra el suelo.

      —Qué manera tan miserable de morir, domador, como un animal de la llanura —susurró Anrú para sí, mientras escuchaba los gritos de Balfalás.

      Balfalás apresuró su caballo, pero poco antes de entrar en el bosque, se detuvo de súbito. El mago oscuro se incorporó. Tenía las manos llenas de sangre.

      Balfalás lanzó su látigo, pero el tornado cayó sobre el cuerpo de Olfud, como una especie de bolsa de viento, y lo atrajo hacia sí, sacándolo de la sombra del bosque. Anrú sintió el viento frío a sus pies y una sonrisa se dibujó en su rostro.

      —Ya habrá tiempo, señor del viento del este —dijo Anrú.

      Balfalás tomó el cuerpo de su amigo y lo montó sobre la grupa de su caballo. La brisa trajo a él las palabras de Anrú, y se dijo, en un murmullo que apenas salió de su boca: “Ya habrá tiempo, mago del país de la niebla”.

      Balfalás se alejó, mientras Anrú se perdía a través de la oscuridad del bosque.

      Parte 2

      El regreso del frío

      1

      El primer recuerdo de Lobías Rumin era el de su abuelo sentado en la proa de un pequeño barco, su mano llena de lunares y, al frente, una luz que caía en el mar, la del Faro de Édasen, en Porthos Embilea.

      —El gran faro alumbra otra vez —había dicho su abuelo—. Édasen, como la espada luminosa de los tiempos de Thun, el viejo domador.

      Lobías recordaba aquella escena, la silueta de su abuelo, sus palabras. Cuando pensaba en ella, tenía la sensación de que antes de aquel instante había estado dormido, que la visión del faro lo había despertado a la vida y que, sin duda, aquél era su primer recuerdo.

      Esa noche, cenaron en una fonda. Lobías recordaba una enorme olla sobre el fuego, la voz de su abuelo, tan animado con la sopa, el olor del pescado que emanaba de ella, otros hombres y mujeres yendo de un lado a otro o sentados a la mesa.

      Más tarde, esa misma noche, su abuelo lo llevó a caminar por unas colinas cercanas. En algún momento se tendieron allí, bajo el cielo, y, casi de inmediato, pudieron observar una estrella fugaz.

      —Pide un deseo, Lobías —dijo el abuelo—. Estoy seguro de que podemos tener suerte esta noche. ¿Sabes que con las estrellas fugaces hay que tener suerte dos veces?

      —No sé nada de eso, abuelo —dijo el niño.

      —Pues te contaré —agregó el anciano—. La primera consiste en lograr ver una estrella fugaz, como nosotros ahora. Pero la segunda consiste en que nadie más que tú la haya visto. Si es así, el deseo que pidas se cumplirá. Si alguien más en este mundo o en cualquier otro mundo, ha observado la misma estrella, no sucederá nada. Pero si has tenido