—Mañana partiré a la hora que te dije —informó el chico—. He encontrado el camino. Veremos si hallo la gloria o la muerte.
—Que sea la gloria —dijo Trihsia—. Tu gloria será la nuestra.
El chico hizo una reverencia y la bruja sonrió, complacida.
18
Lobías, By y Furth entraron al bosque a través de un paso que se abría entre dos árboles gigantescos. Lobías pudo sentir cómo el clima cambiaba de inmediato. Una brisa fría bajaba de las ramas y se metía entre las raíces o bajo los arbustos y llegaba hasta ellos, helándoles los pies.
—¿Estás bien? —quiso saber By—. Si necesitas algo más con que abrigarte, puedo darte una manta.
—No tengo frío —mintió Lobías—. Eldin menor es el lugar más frío de todo Trunaibat, así que estoy acostumbrado. De niño solía caminar descalzo por las colinas. O, si me apetecía, me quedaba bajo las estrellas, abrigado sólo por una manta o incluso una capa, y siempre me encontraba bien.
—Como digas —repuso By—. Pero si la necesitas, házmelo saber.
Dos figuras parecidas a insectos luminosos se levantaron veloces frente a Lobías. Eran tan rápidas que apenas pudo ver sus sombras diminutas alejarse hacia arriba, perdiéndose entre las ramas altas de los árboles.
—¿Qué fue eso? —exclamó Rumin.
—Las llamamos Habrynas —aclaró Furth—. Son bichos del bosque.
—De niña, mi madre solía decirme que son una especie de hadas —dijo By—. Pero son tan rápidas y escurridizas que nadie puede saberlo en realidad.
—No hay Habrynas en Trunaibat —dijo Lobías—, aunque el Bosque sombrío de Porthos Embilea está lleno de bichos raros, según se cuenta.
Lobías dejó su vista perderse en los árboles. Nunca había contemplado unos como aquéllos. Los había de tronco nudoso, que crecían en una especie de espiral, eran delgados, pero sus ramas crecían amplias y su follaje espeso. También había otros de tronco grueso lleno de pequeñas ramas, delgadas y repletas de hojas de alambre. En la altura, el follaje formaba una especie de techo amarillo o rojo o gris que dificultaba el paso de la luz, por lo que caminaban en la penumbra, lo que a Lobías le hacía pensar que se encontraban en una hora cercana al anochecer, aunque aún no se había cumplido el mediodía. El camino de tierra, a trechos gris, a trechos roja, poseía en muchas partes una alfombra de hojas secas y despedía un olor que Lobías tampoco pudo reconocer y que, si bien no era desagradable, lo hacía pensar en fruta que se pudría en el establo. Pese a lo anterior, lo que más inquietaba a Lobías era el silencio. No parecían habitar animales en el lugar, y salvo por el sonido de los cascos de sus caballos o la brisa que en ocasiones chillaba en las ramas, la falta de ruido provocaba en Rumin una sensación de inquietud constante.
Lobías no dejaba de preguntarse quiénes habrían caminado por aquel paraje sombrío cien o mil años antes, y qué clase de criaturas habrían deambulado ahí antes que ellos.
—No es buena idea caminar en un bosque encantado —se quejó Lobías, convencido de aquello que decía—. Cuando caminé con mi abuelo por el Bosque sombrío de Porthos Embilea, era un niño y no tenía conciencia de nada, pero, según supe después, nadie en su sano juicio caminaría por allí.
—¿Tu abuelo estaba desquiciado? —preguntó Furth.
—No, no lo estaba, y tampoco supe sus motivos para visitar a las señoras que habitaban en ese lugar. Por suerte, nada pasó. Al menos que yo sepa. Pero jamás volví por allí.
—No te preocupes, domador —dijo Furth—, sabemos el camino. Y aunque no tenemos amigos aquí, no debe ser peligroso.
—No soy un domador —se quejó Lobías.
—Aún no, pero lo serás —siguió Furth—, y cuando lo seas, no tendrás miedo de ningún bosque.
—No tengo miedo alguno —insistió Lobías—. Estoy tan bien como puedo estarlo.
—Quizá tus dudas sobre el bosque tengan una razón —dijo By, bajando la voz.
Frente a ellos, encontraron a tres hombres colgados de las ramas de un mismo árbol. By y Furth se acercaron de inmediato y Lobías los siguió. Los tres se hallaban desnudos. Les habían cercenado los pies. De los muñones aún brotaba sangre fresca. A dos de ellos les faltaban varios dedos de la mano derecha. También les habían arrancado los ojos y costras de sangre seca cubrían sus pómulos y mentones. Uno de ellos tenía mordidas en los muslos.
—Puede que sean pescadores o campesinos —dijo Furth—, pero no podemos comprobarlo ni hacer nada por ellos, no podemos perder tiempo.
—¿No deberíamos bajarlos de allí? —preguntó Lobías.
—Quien hizo esto, todavía está cerca —anunció Furth—. La sangre está fresca y ni siquiera han venido las alimañas.
—No podemos dejarlos así —insistió Rumin.
—No podemos hacer mucho, pero algo sí —anunció By, al tiempo que subía a la grupa de su caballo. Desde ahí, saltó hasta alcanzar una de las ramas. Se acercó a uno de los cuerpos, sacó un cuchillo y cortó la cuerda que lo sostenía. Cayó al piso con un sonido sordo que a Lobías le recordó un saco de manzanas al caer sobre el suelo de madera en casa de su tío Doménico.
Furth hizo lo mismo con los otros dos cuerpos. Luego, los llevaron a la vera del camino y les echaron hojas secas encima.
—No podemos hacer más —dijo By.
Luego de eso, subieron a sus caballos y prosiguieron su camino.
19
A las afueras de un pueblo llamado Dembley del sur, tres hermanos —dos varones de nueve y siete años, y una niña de cinco— se encontraban junto al arroyo pasando la mañana, poco después de recolectar bayas en unos arbustos cercanos. La niña lavaba la fruta cuando sintió un leve aroma que llegó con la brisa. Era tan agradable que casi podía saborearlo. Entonces, observó un destello en el agua, que también percibieron sus hermanos. Eran dos seres luminosos, no más grandes que sus pequeñas manos infantiles. Una de ellas, que se encontraba haciendo equilibro sobre una rama, giró el cuello para verlos, sonrió y de inmediato agitó sus alas transparentes para volar en dirección al arroyo. La otra, que no estaba lejos y bebía de una flor, la siguió. Eran veloces como relámpagos. Los tres corrieron tras ellas, pero fue en vano. Al cruzar a la orilla opuesta del arroyo, desaparecieron entre unos arbustos, antes de volver a salir y perderse bajo el agua. Los tres hermanos deambularon un buen rato mirando entre los sedimentos del arroyo, tratando de dar con ellas, y fue entonces cuando encontraron a la mujer.
Reconocieron de inmediato que no se trataba de nadie que perteneciera a los pueblos de las colinas aledañas al bosque, pues no vestía como uno de ellos. No poseía un grueso abrigo de lana o botas. Su cabello no estaba recogido en una trenza ni tenía manos arrugadas y sucias por el trabajo, sino que eran delgadas y limpias, y su piel parecía suave y cuidada. Su rostro era el más hermoso que hubieran visto nunca.
—¿Acaso buscan a los seres del agua? —preguntó la mujer.
—¿Es usted una reina de las hadas? —preguntó la niña.
—Son escurridizas y veloces como la corriente del arroyo —siguió la mujer.
—Yo soy Bran y las he visto sumergirse en el agua, puedo jurar que fue así —dijo el niño de siete años de edad.
—Mi nombre es Lida y no necesitas jurarlo, yo misma las vi hacerlo. Y luego las vi brillar como rayos de sol bajo la corriente. Se han marchado ya, lo cual es una pena.
—Qué lástima —dijo el niño de mayor edad—. Mi nombre es Nut, como mi padre y como mi abuelo. ¿Sabe, señora? No es fácil ver hadas por aquí, cada vez son