Caminaron por unas callejuelas desoladas. De vez en cuando, encontraban a una pareja o a un grupo de soldados. En otro tiempo, aquél hubiera sido un buen día, frío pero luminoso, y lo habitual habría sido que el mercado estuviera repleto de gente o que los niños corretearan en las inmediaciones de la Fortaleza.
—Es un clima extraño —exclamó de pronto Ben Ta.
Nadie dudaba de que aquello fuera así y, sin embargo, Lóriga preguntó a Ben por qué lo decía.
—¿Han notado que incluso en una mañana como ésta, no hay aves?
—No, no lo había pensado —dijo Lóriga, sorprendida por la afirmación de Ben.
—He tenido la cabeza ocupada —dijo Nu—, pero estoy seguro de que no he escuchado ni una sola ave, ni siquiera en la madrugada.
—Me he fijado muy bien —siguió Ben Ta—, y yo también estoy seguro de ello. Nada. Podría decir que desde ayer no hay aves en toda esta región. Unos viajeros dijeron haber visto una laguna en el corazón de las colinas Etholias, a un día de aquí, infestada de aves ahogadas. Contaron que lo visto era un espectáculo macabro. Se trataba de pequeñas aves de plumaje negro, las cuales llamaron eboníes. Y nadie tenía explicación para tal fenómeno. Desde entonces, he puesto mi atención en las aves y he pensado que es como si el invierno hubiera regresado de improviso en medio de la primavera y las aves no hubieran sabido qué hacer, salvo marcharse en una nueva migración.
—No sé cuánta razón llevas, Ben Ta —exclamó Lóriga—, pero cierto es que no se oyen aves en esta región del mundo, y eso es en verdad muy extraño.
Encontraron un muro con muchas puertas, todas cerradas. Llamaron a una que se encontraba justo al borde, junto a unas porquerizas. Era una calle larga, estrecha, y aunque se escuchaban voces detrás de las puertas, no había nadie afuera.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz.
—Soy Ben Ta, Ben Ta de Porthos Embilea.
Poco después, la puerta se abrió. Un chico alto y de rostro afilado, cuya piel era pálida como si no hubiera visto el sol durante días, apareció para hacerlos pasar. Sonreía de manera amable. El cabello cortado con flequillo caía sobre su frente redondeada. Además del chico, también los recibió un aroma penetrante, marino, que salía de una olla puesta sobre el fuego junto a la ventana.
—Pasen, pasen. He preparado algo muy bueno contra el frío —dijo el chico, muy animado.
Los tres entraron a la casa y el chico les mostró unos cojines dispuestos en el suelo, sobre una especie de alfombra, y les indicó que se sentaran.
—Soy Hamundio Thrufiaf, pero pueden decirme Hamundio, o Ham, que es como me llaman mis conocidos. Soy de Alción, pero vengo de mucho más allá ahora. ¿Han comido ya?
—Mi nombre es Lóriga y sí, ya hemos comido.
—Y el mío Nu.
—Lo sé, gente venida de Ralicia. A ver, voy a servirles algo de este delicioso potaje que les hará bien con este clima y esta conversación.
Thruf sirvió unos tazones de lo que resultó ser una sopa de pescado.
—Gracias, barquero —dijo Ben Ta, y Hamundio asintió.
Cuando los cuatro probaron la sopa, Ben pidió al barquero que contara lo que había visto.
—Les he dicho que tenías algo para contarnos, barquero. Y creo que no debes perder tiempo en más preámbulos.
—¿Qué es eso que has visto, Thruf? —preguntó Lóriga.
—Pareces preocupado —dijo Thruf, dirigiéndose a Nu—. Y no creo que sea sólo que estés adolorido, señor ralicia.
—¿Qué viste en el mar, señor de Alción? —quiso saber Nu.
—Hace unos días tomé mi barca y me dirigí al norte, más allá de los arrecifes en la tierra de Alción —dijo el barquero—. Me interné en la niebla, otra vez. Y esta vez vi algo que no esperaba. Si uno navega medio día en dirección al este, se encuentra con el archipiélago de piedra. Son seis pequeñas islas, todas de piedra, sin vegetación, y más allá de estas islas, vi luces. Luces que se movían en la oscuridad.
—¿Y decidiste ir tras ellas? —preguntó Nu.
—Sí, decidí ir tras ellas —dijo el barquero—. Me tomó un día entero, quizá más, y toda mi destreza para llevar mi pequeño barco hasta las luces. Al principio, no lo noté, pero muy pronto me di cuenta de que se movían. Eran veloces. Veloces como un animal marino. Una vez a mi alcance, pude observar las siluetas de docenas de embarcaciones. Barcos como jamás había visto. Lo que transportaban era claramente un ejército.
—¿Cómo puedes saber eso? —quiso saber Lóriga—. ¿Acaso pudiste ver en la oscuridad?
—Hice algo más que eso —afirmó el barquero—. Salí de la niebla cuando estos barcos emergieron. Era su retaguardia. Y los vi dirigirse en dirección a las islas que ustedes conocen como Creontes. Más tarde, divisé las llamas de una ciudad. Escuché los gritos de quienes no lograron huir. Y no pude hacer más que escapar.
”Luego, no sé mucho más, salvo que se dirigieron al sur, hacia el continente.
—¿Hacia Ralicia? —preguntó Nu.
—O Porthos Embilea —susurró Ben Ta, con la mirada perdida—. No quiero asustarlos, pero lo que vi fueron docenas de barcos preparados para la batalla.
—Si lo que se dice acerca del lector del árbol es cierto, debemos encontrar de inmediato a Lobías Rumin —anunció Lóriga.
—No hay tiempo que perder —exclamó Ben Ta.
—Ni en Ralicia ni en Trunaibat están listos para la guerra —se lamentó Nu—, debemos advertirles.
—No, señor ralicia —dijo el barquero—, no hay tiempo para advertirles. Lo que vi, lo vi días atrás, la invasión ha empezado ya. Que el Único ampare a esas buenas personas. Y que la muerte, si es que la encuentran, no sea demasiado terrible.
Parte 3
La invasión
de la isla de Férula
(Sureste de Trunaibat)
10
Mazte Rim se encontraba desayunando en la barra de la fonda conocida como La liebre y la gallina, cuando apareció Ramal Etz. Eran las primeras horas del día, y Mazte y muchos otros pescadores o trabajadores agrícolas tenían la costumbre de desayunar en la fonda antes de comenzar sus tareas.
—Debemos salir de inmediato —pidió Ramal a su amigo.
—¿Qué sucede? —preguntó Mazte.
—No lo sé aún, pero lo más probable es que se trate de algo terrible.
Mazte no esperaba esa respuesta, pero sabía que no bromeaba, podía oler el miedo que emanaba de su interior, así que se levantó y siguió a Ramal. Se alejaron del bullicio de la fonda y llegaron hasta una pequeña colina sin árboles.
—Quiero que huelas el aire, Mazte —pidió Ramal—. Dime si hay algo extraño, algo que nunca hayas sentido antes.
Si se trataba de Mazte Rim, aquélla no era una petición inusual. El joven Mazte tenía un talento peculiar: podía oler el aire mejor que un perro. Desde niño había sido capaz, por ejemplo, de saber cuándo llegaría el otoño, o si los manzanos o ciruelos estaban a punto de florecer. También tenía la capacidad de percibir las tormentas medio día antes de que llegaran a la costa. Decía