—¿Y qué ha dicho?
—Deberías comerlo de inmediato, te hará bien —dijo Lóriga, y Nu tomó la cuchara y lo probó. El sabor dulce de la miel le pareció delicioso, pero no tenía ánimo para reconocerlo.
—Hubo una batalla —siguió Lóriga—. Y todo ese griterío que escuchaste antes es porque el emisario ha dicho que, en el peor momento, cuando se creía que la Casa de Or caería, llegó desde las colinas del norte un grupo de domadores de tornados. Y fueron ellos los que acabaron con el ejército agresor.
—Domadores de tornados —exclamó Nu, tan sorprendido como emocionado.
—Eso mismo. Eso dijo. Todos están muy exaltados por la noticia.
—Vaya, nuestro Lobías tenía razón.
—Pero no es sólo eso, Nu. Han dicho que un lector del Árbol de Homa los despertó. Hablaron de un extranjero, alguien cuyo nombre no existe en ningún idioma conocido. Escuché a una mujer que dijo que su nombre era el sonido del viento, algo tan antiguo como la tierra misma.
—¿Lobías Rumin?
—Para nosotros sólo es un chico, pero para estas personas se ha convertido en una especie de leyenda venida del pasado.
—¿Quién lo diría? El vendedor de leche.
—El destino es extraño —admitió Lóriga, y en su cabeza apareció la escena de la primera vez que observó a Lobías, flaco y temeroso y, a la vez, molesto por los visitantes inesperados en el establo de su tío Doménico—. Muy extraño, Nu.
Ambos dieron cuenta del contenido de los cuencos, mientras Lóriga contaba cada detalle de lo que había escuchado.
4
El mago tenía por nombre Anrú y no poseía edad. Su capa desprendía el olor del bosque de donde provenía. Sus manos olían a fuego, a ceniza, pero de su cabello emanaba el olor de las ovejas y, sin embargo, no era desagradable. A esa hora del día, vestía con una túnica manchada por el fango o restos de hierba o manchas de la sangre de un domador de tornados.
Bajó de su caballo y entró en la cabaña, donde encontró a tres mujeres que meditaban sentadas en el piso. De un cuenco brotaba un humo sin aroma. Las tres tenían los ojos cerrados y sólo los abrieron cuando la sombra del anciano las cubrió como lo hace una nube gigantesca de lluvia sobre una ciudad.
—¿Están aquí, padre? —preguntó una de las mujeres. No era su hija. Ni lo eran las otras, pero desde que Anrú se había convertido en su maestro, siendo unas chiquillas, cada una de ellas aprendió a llamarle de esa forma.
—Así es, Lida. He visto lo que nadie había visto desde hace varios siglos —dijo Anrú.
—¿Has visto domadores, padre? —preguntó otra.
—Así es, Trihsia —continuó Anrú, mientras tomaba un cuenco y se acercaba a la olla—, he visto domadores de tornados combatir para defender la Casa de Or.
—Entonces, es seguro que hemos perdido la batalla —dijo la tercera, cuyo nombre era Ehta—. ¿Es así, padre?
—Nuestra guerra no es contra la Casa de Or —dijo Anrú, con confianza. Su voz era suave, sin premura, casi leve, lo que inspiraba confianza en sus hijas—. Lo que ha sucedido era lo que esperábamos, así que no podemos estar decepcionados ni temerosos. Lo que ocurrió ayer no tiene la menor importancia, salvo por el hecho de que hemos comprobado que aún están aquí y se hallan preparados para la guerra. Ahora debemos encontrarlos y capturarlos y encerrarlos en la oscuridad.
La cabaña se mantenía tibia gracias al fuego encendido en la chimenea. A un extremo, junto a una ventana, se encontraba una mesa con cuencos repletos de fruta y una olla de té frío. No había camas, pero sí algunas mantas sobre el suelo, en derredor de la chimenea.
—El día es gris —dijo Lida.
—El viento era frío y lleno de malos presagios —añadió Trihsia—. Me ha despertado el graznido del cuervo esta madrugada.
—No hay cuervos en estas tierras, hermana —exclamó Ehta.
—Peor aún —dijo Trihsia—, porque ha sido como les cuento. Lo escuché claramente.
—Los hombres de las montañas avanzaron según lo previsto —siguió contando el anciano Anrú, que bebía el té que se había servido—, pero el látigo hechizó al viento y lo lanzó contra nuestro ejército. Las rimas no mentían. Los pobres montañeses no tuvieron nada que hacer, aunque pelearon con valor.
—Debimos estar allí —dijo Ehta—, debimos enfrentarlos. No tengo miedo de esos miserables.
—No podríamos haber hecho mucho contra ellos —añadió Lida, con voz resignada—, no es ésa la manera de hacerles frente.
—Nunca lo ha sido —concedió Anrú—. Hay otra forma, otro camino. Lo sabemos. Pero hay un hecho aún más inquietante: ha aparecido uno que los ha despertado, un lector del libro del Árbol de Homa. Es lo que se rumora.
—¿Tal cosa puede ser cierta? —preguntó Lida.
—Es lo que se dice —repitió Anrú.
—¿Lo has sentido, maestro? —preguntó Trihsia—. ¿Has escuchado su voz en el viento del norte?
—El viento ha traído palabras extrañas hasta mí —repuso Anrú—. El color del día ha cambiado. Las grandes aves se han escondido en las montañas. Los animales de la sombra han emitido un graznido de terror. Todo eso llegó en la oscuridad de la madrugada. Así que sí. Supongo que es verdad, ha venido uno que no esperábamos, quizás alguien poderoso como el antiguo mago que trajo la niebla al gran valle. No podemos saberlo. Aún no, por eso debemos tener cuidado.
—¿Debemos huir de él, padre? —preguntó Ehta.
—Al contrario, querida Ehta —dijo Anrú—. Lo buscaremos, lo enfrentaremos y acabaremos con él. No vinimos hasta aquí para escondernos en una cabaña en medio del bosque, sino para hallar el antiguo árbol, vinimos para buscar a los domadores, y ahora buscaremos también a ese lector hasta dar con él y exterminarlo. A esta hora, el ejército del señor Mahut debe haber arribado a la orilla de Porthos Embilea, avanzando hacia la reconquista, y no podemos fallarle. No podemos permitir que los domadores vuelvan a luchar contra nuestro ejército.
—No le fallaremos, padre —dijeron Ehta y Trihsia al unísono.
—Te juro que vamos a encontrarlo — aseguró Lida—, yo misma me encargaré de apresar al lector del Gran Árbol donde quiera que se encuentre, y acabaré con él.
5
—Debes volver al árbol, Lobías —dijo la señora Syma.
La señora de la Casa de Or tomó por los hombros a Lobías y le sonrió. Rumin sintió sus manos suaves; si algo de angustia se encontraba dentro de él, aquello lo disipó. Observó sus rasgos, parecidos a los de By. La señora Syma golpeó levemente el hombre derecho de Rumin y le pidió que se acercara a la ventana. By hizo lo mismo.
—¿Tan pronto? —preguntó Lobías Rumin.
El ventanal daba hacia las praderas. Era de cristal, enmarcado con madera de un color verde natural, mate. El piso estaba cubierto con una especie de alfombra de hilo, agradable al andar, mullida, cálida. De pronto, Lobías se sintió cansado, hubiera preferido disfrutar de un buen desayuno en aquel lugar, descalzo, al amparo del fuego de la chimenea.
—No es pronto, lector —siguió la señora de Or—. ¿Qué ves en el campo?
—Es un día gris, señora.
—Pero ¿qué percibes? Dime.
—Veo a unas mujeres que caminan muy juntas y fogatas y soldados. Es lo que veo, señora.
—Las mujeres son maguís, y lloran por los muertos de una batalla, y entonan