—¿Y crees que, como dijo tu madre, se encuentran en el bosque?
—No lo sé —confesó By—, pero debemos estar preparados. Atentos a las señales. Tendremos que tener ojos para ver y oídos para escuchar.
—¿Podremos enfrentarnos a ellos, By? —quiso saber Lobías.
—Lo mejor será no toparnos con ellos —respondió By—. Menos en el bosque. Nunca debes enfrentar a una bruja en un bosque, es lo que dice mi madre.
—Comprendo muy bien lo que dices, By —dijo Lobías—, pero no es un momento para tener miedo. Ya no.
—En eso estoy de acuerdo —confirmó Furth, y de inmediato anunció—: eso que ven es el bosque, Rumin. Y, como bien dijo la niña By, jamás has visto un bosque como ése.
Lobías observó la arbolada a lo lejos y algo creció en él, una especie de temor que no supo explicar ni quiso revelar a sus acompañantes. Su caballo bufó.
—Tranquilo —susurró Lobías a la bestia— Tranquilo —pero, más que a ella, se lo decía a sí mismo. Su recuerdo del bosque y de su abuelo era luminoso. Muy distinto al lugar adonde se encaminaba.
8
—¿Sabes lo que tienes que hacer, Lida? —preguntó Anrú. Caminaban por un estrecho sendero junto a la casa, cada uno con la brida de su caballo.
—Sé bien lo que tengo que hacer —anunció Lida.
—Encontrar al lector es fundamental, mucho depende de eso, hija.
—No dudes que lo sé. Toda mi mente y mi fuerza están enfocadas en esa empresa. Y lo estaban incluso antes de saber tu encomienda. He tenido un sueño en la madrugada. Creo que lo he visto, padre.
—¿Al lector?
—Sí, he visto a alguien que caminaba en la oscuridad, de espaldas. No vi su rostro, pero sabría reconocerlo. Era joven. Muy joven, incluso.
—Es seguro que alguien de la Casa de Or lo acompaña.
—Lo sé, padre, lo sé —agregó Lida—. Pero dime, ¿crees que debo confiar en mi sueño? Si es así, conozco hacia dónde se dirige.
—Eso sólo tú puedes saberlo, hija. Pero he confiado siempre en los sueños y estoy seguro de que tú puedes confiar también.
Anrú había caminado en sus sueños desde que era un niño. Cuando empezó, abrió sus ojos en la oscuridad, dejó la cama y caminó como si no pudiera decidir sus movimientos. Pronto, encontró una colina desprovista de árboles. El niño Anrú sintió el frío en sus pies, pues estaba descalzo, pero no le importó. Observó a unos metros el bosque, los árboles altos, siluetas de sí mismos. Sin temor, avanzó a la oscuridad más profunda del bosque. Allí, encontró a dos hombres sentados en el suelo, separados por una pequeña fogata. Anrú se dirigió hacia ellos.
—No deberías estar aquí —dijo uno, que no era más que una sombra con la forma de un hombre.
—Éste es un reino al que no puedes pertenecer —añadió el otro, semejante al primero.
—¿Están contando historias? —preguntó Anrú, como si lo que acababan de decirle no importara para él.
—Historias que no puedes escuchar —dijo la sombra.
—Historias sobre la maldición que nos hizo perderlo todo.
Sin saber por qué, Anrú habló de algo que no conocía:
—¿Acaso cuentan la historia de cómo un domador llevó la niebla a nuestro valle y nos expulsó de nuestro hogar?
—¿Cómo sabes eso? —preguntó una de las sombras. Su voz denotaba emoción.
—¿Acaso tus oídos escuchan lo que sucede de este lado, niño?
—Creo que lo sé todo —dijo Anrú, sin pensar lo que decía.
—¿Te refieres a la historia que contamos? —preguntó la primera sombra.
—No, creo que cuando digo que lo sé todo, me refiero a todo lo que sucede en este mundo, porque soy el rey de este mundo, y quizás incluso su creador. ¿Acaso la oscuridad no podría tener un rey?
Ésa fue la última frase que dijo, antes de despertar. El niño Anrú abrió los ojos y se levantó de la cama. Salió de la casa, hasta la colina frente a ella, y avanzó hasta los árboles. La niebla se levantaba sobre las raíces de los árboles o bajaba de las frondas. A lo lejos, observó una fogata y dos figuras sentadas, una frente a otra, separadas por el fuego. Anrú caminó hacia ellas. Eran dos ancianos de largas barbas y ojos cerrados, sentados sobre sus piernas.
—He vuelto —anunció Anrú.
Los ancianos giraron el cuello.
—Hueles como la niebla —dijo uno.
—Eres como la niebla misma —añadio el otro.
—¿Eran ustedes?— preguntó Anrú, que se daba cuenta de que éstos tenían facciones y no eran sólo sombras sin rasgos.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó uno de los ancianos.
—No lo sé —dijo Anrú—. ¿Eran ustedes? —insistió.
—Sí, éramos nosotros y nos reconociste en tu sueño. Y dices que no sabes cómo lo hiciste. Quizá sea cierto. Tan cierto como que tampoco sabes quiénes somos.
—No lo sé —dijo el niño.
—Somos el inicio de tu destino —dijo uno de los ancianos.
—Nada ocurre al azar —agregó el otro—. Nada lo es y, por lo que sé, menos contigo.
Años más tarde, Anrú deseó haber entrado en el sueño de Lida para mirar al lector. Estaba seguro de que se trataba de él, y hubiera preferido enfrentarlo en las sombras del sueño antes que en las de la realidad. Pese a ello, confiaba en Lida. Sabía que era una bruja poderosa y que podría encontrarlo. Lida subió a su caballo y se acomodó. Su cabello brilló bajo el sol, cuya luz pálida caía entre el follaje.
—No te confíes —le dijo Anrú a Lida.
—Nunca me confío, padre.
—Tus hermanas son talentosas, aunque imprudentes. Pero tú eres digna de toda mi confianza, lo sabes.
—Lo sé, por eso no voy a fallarte. Encontraré al lector y lo traeré para ti.
—En ti confío, mi niña —dijo el viejo mago.
—Gracias, padre —respondió Lida.
—Una última cosa.
—Dime.
—No te acerques a la Casa de Or. La señora es poderosa, y la hija también.
—No te preocupes, padre. Sé qué hacer.
—Sé que lo sabes.
Lida espoleó su caballo y empezó la cabalgata. Se dirigía a los caminos que llevaban al bosque oscuro, cerca de la Fortaleza Invisible.
9
Ben Ta llegó a buscar