—¿Eran ralicias en verdad? —preguntó Ulanar.
—Lo eran —dijo Mazte—. Olían a ralicias.
—Y estaban muertos de miedo —dijo Luna.
—Nos confundieron con invasores o con muertos —sentenció Ramal.
Mazte, Ramal y los otros siguieron remando lo más rápido que pudieron. Poco después, divisaron la Fortaleza Embilea, los muros altos de piedra gris, las torres que flanqueaban su entrada, las banderas flotando sobre ellas. Luego, el puerto, las casas de los pescadores, los techos de color azul o rojo o blanco, y el embarcadero junto al faro de Édasen.
—Los estofados están sobre el fuego —anunció Mazte Rim.
—Hay gente en el embarcadero —dijo Lar—. Estamos salvados.
Y sus dos hermanos se animaron y dijeron lo mismo, pero ninguno de los adultos de aquel barco cambió su semblante ni su ánimo, pues, de una manera u otra, sabían lo que se avecinaba. La niebla avanzaba desde el mar. La oscuridad reinaba sobre todas las cosas.
Parte 4
El camino del bosque
17
—Hola precioso —susurró Ehta al caballo mientras acariciaba su cabeza—. Eres un animal formidable, sí, sí que lo eres, formidable. Y no, no tienes nada que temer, precioso. Oh, no, nada que temer. He hecho esto muchas veces y estarás bien, te lo aseguro.
—¿Estás lista? —quiso saber Trihsia.
—Siempre lo estoy —respondió Ehta.
Se encontraban junto a la cabaña donde habían pasado los últimos días, muy cerca del valle de las nieblas, en un bosque de pinos altos, antiguos, de raíces que salían de la tierra y ramas largas sin hojas que dejaban pasar la luz débil del sol del amanecer. Sobre ellas, un devorador de serpientes se encontraba colgado de la rama más gruesa de uno de los pinos, engarzado con sus piernas, como los hombres de esa raza suelen hacerlo. El devorador parecía dormido, pero no lo estaba, vigilaba desde lo alto cualquier aparición imprevista. Junto a Trihsia y Ehta se encontraban un chico y un hombre. El chico estaba envuelto en una capa con capucha. El hombre no vestía ni siquiera una camisa, a pesar del clima gélido. Su piel estaba repleta de dibujos, de símbolos: remolinos, serpientes de dos o tres cabezas, letras, espadas, el mapa de un país.
Trihsia tomó la cabeza del caballo y lo empujó hacia abajo, de modo que doblara las patas delanteras. El animal se dejó llevar por la bruja. Ehta entonó una especie de oración sin palabras, semejante a sonidos de aves, pero no lo eran, pues se trataba de una especie de lenguaje. Se encontraban cada una de ellas a ambos lados del caballo. Trihsia se unió a su hermana en la entonación. Sus voces eran apenas susurros, pero se escuchaban en la distancia como la brisa o el sonido de un arroyo.
En el sombrío páramo,
la sombra te protege.
Que la mano del amo
por la noche te lleve.
Erupción de vacío.
Como un oscuro río
hecho de negra nieve.
Si el páramo es sombrío,
que la sombra te lleve.
El chico apenas soportaba escucharlas, le provocaban una especie de repentina tristeza. Sabía que el ritual era necesario, pero detestaba a las brujas. Las conocía desde tiempo atrás. De donde venían, todos conocían la historia de las hermanas, hijas de Anrú.
Trihsia y Ehta habían llegado a Anrú a través de una tormenta de nieve. El mismo mago había contado la historia muchas veces. Se encontraba parado sobre una colina divisando el occidente, cuando escuchó un sollozo en el viento. El sonido lo inquietó y, casi sin darse cuenta, caminó tratando de encontrarlo. Anduvo bordeando la isla desde el atardecer hasta el amanecer. Con la primera luz encontró a las niñas en un granero abandonado. Ninguna de las dos lloraba. A pesar de que la tormenta arreciaba, y de que el granero no era un lugar para resguardarse, a las niñas, unas bebés entonces, no parecía afectarles el frío. Dormían como si hubieran acabado de tomar la cena aunque, junto a ellas, se encontraba una mujer muerta por congelamiento. Anrú se inclinó para tocar su rostro, que estaba duro como el borde de un glaciar. El mago sopló sobre sus párpados y éstos se cerraron. Entonces dijo: Hija de la niebla del norte, vuelve al polvo de donde todos surgimos. Ve en paz, yo me haré cargo. Luego, volvió a las niñas. Se encontraban envueltas en paños de lana. Ambas llevaban un gorro con una letra tejida al frente: T y E. Guiado por eso, el mago las llamó Trihsia y Ehta. Eran blancas, rubicundas, sonrientes. Mechones de cabello rojo caían de sus cabezas. Al despertar, observaron al mago con ojos que a él le parecieron que mostraban una ternura extraña. Anrú no sabía quiénes eran, pero no tenía duda de que formaban parte de su destino, que ellas lo habían llamado en la tormenta.
Las llevó a su casa y las entregó a las mujeres que lo atendían. Pero no dejó de verlas. Anrú estuvo pendiente de ellas cada día. Y desde que tuvieron la edad de tres años, cenaba con ellas cada noche. Les contaba historias antiguas y recientes. Las entretenía haciendo sonar su flauta, con la que hechizaba pequeños bichos, desde serpientes hasta ratones de campo. Al cumplir los diez años, las hacía soñar con otras tierras. Lugares nunca vistos, exuberantes u oscuros. Si el sueño había sido demasiado sombrío y se quejaban, Anrú les hacía comprender que no debían temer de los sueños ni de las espantosas criaturas que habitaban allí. Que debían ser fuertes. Que era parte de su entrenamiento. Que la suya no era una vida como la de cualquier otro que conocieran, que eran distintas, que la magia habitaba en ellas como un segundo corazón, tan oscuro como una noche de luna nueva. Y las jóvenes aceptaban la explicación de buena gana. Como eran valientes, pronto vencieron el miedo y vieron como un reto las terribles pesadillas que las hacía soñar Anrú, a quien amaban como un padre terrible, pero justo.
Trihsia y Ehta eran chicas risueñas y curiosas, pero letales si resultaba necesario. Ehta era la preferida de Anrú, incluso por encima de Lida.
Las hermanas se encontraban a ambos lados del animal. En el momento preciso, se inclinaron sobre la bestia y soplaron cada una de ellas sobre uno de sus ojos. El animal no se movió. Ni siquiera bufó. Se quedó quieto, petrificado, con los nervios de las patas contraídos. De la boca de las hermanas salió una especie de plaga sombría, como siluetas de diminutas moscas que devoraron en un instante los ojos del caballo. El animal se desvaneció y cayó, sumido en el sueño.
—Eh, chico estúpido —dijo Ehta—, está hecho.
—¿Es necesario? —preguntó el chico—. ¿Acaso es algún tipo de victoria tratarme así?
—Lo que no es necesario es hacer esto con un animal para que vayas de paseo —siguió Ehta—. Eso es lo que no es necesario. Y te advierto que se trata de la última vez, chico estúpido. No me importa quién seas, es la última.
—Ya, déjalo en paz —pidió Trihsia a su hermana.
El chico y el hombre se acercaron al caballo, que respiraba como si durmiera. El chico detestaba a Ehta, pero la necesitaba tanto como al caballo sin ojos para llevar a cabo su cometido.
—¿Volverás a la niebla, entonces? —preguntó Trihsia.
—Antes del amanecer entraremos al páramo —dijo el chico.
—Sabes lo que pienso —dijo la bruja.
—Y sabes también lo que yo pienso, que es un capricho tan estúpido como tú mismo —insistió Ehta.
—He visto la antigua ciudad —dijo el chico—, pero no creo que eso te interese. Ni a mí me interesa contártelo, señora bruja.
Ehta se acercó al chico y amagó un mordisco. El chico no se movió. El devorador de serpientes, colgado del árbol, abrió los ojos, alerta.
—Crees bien