La madrugada era fría, gris. En los árboles se acumulaba la escarcha. En la brisa flotaba un olor pestilente a carne chamuscada. De los campos que lo rodeaban, llegaba el brillo de las hogueras y las voces de las mujeres que dedicaban oraciones a los caídos. Una sombra llegó desde atrás y lo sobrepasó. Lobías giró el cuello para encontrar a By.
—Mi madre quiere verte —anunció By.
—¿Es necesario ahora, By? Apenas amanece.
—Esto no ha acabado, Rumin —siguió By—. Hemos ganado una batalla, pero algo más siniestro se cierne en el horizonte. Por todas partes se oyen voces que anuncian que todo esto sólo acaba de empezar. Debemos estar preparados.
Lobías asintió, moviendo la cabeza. Se puso de pie y se limpió la frente con el dorso de la mano.
—Vamos, entonces. Si hay que seguir, mejor hacerlo de inmediato.
2
En una pequeña habitación, Syma, señora de la Casa de Or, se encontraba parada junto a la ventana. Observaba el amanecer cuando entró Furth, cuyos pasos resonaron en la madera del suelo. La señora sintió llegar al guerrero, que se detuvo detrás de ella, pero no le dirigió la mirada durante un largo minuto, atrapada por la visión de unas mujeres con ropa de luto que atravesaban el campo de batalla llorando y entonando antiguas oraciones por los caídos. Era una docena de mujeres que caminaban muy juntas derramando sus lágrimas sobre la tierra. Vestían de negro o de gris, ropajes largos y capuchas. La señora Syma descubrió con sorpresa un rastro de nieve sobre las colinas, pues estaba segura de que no había caído ninguna nevada.
—¿Cómo te encuentras, Furth? —preguntó, sin dejar de mirar a través de la ventana.
—No tengo ni un rasguño, señora.
—Es bueno escuchar eso, guardián —dijo la señora Syma, girando el cuello para mirar al guerrero—. Ha habido una muerte inesperada en la batalla.
—Lo sé, señora —dijo Furth—. Yo mismo he visto el cuerpo del domador. Ninguno de nosotros sabe cómo ha sido posible.
—Hay voces por todas partes, Furth —siguió Syma—. Desde Munizás hasta las colinas Etholias, se dice que un mago ha caminado por estas tierras y envenenado la mente de pueblos enteros. Un presagio del mal, buen Furth. Alguien poderoso, oscuro y maligno, capaz de asesinar a un domador como si se tratara de un polluelo. Los bosques están infestados con su sombra.
—¿Debemos temer, señora?
—Debemos ser precavidos, Furth. Una magia antigua y oscura se cierne sobre estas tierras. El viento enfermo hace temblar las ramas de los árboles.
—Son malos presagios, señora —dijo Furth y la señora de la Casa de Or giró para observar la mancha blanca en las colinas. Cuando lo hizo, la piel de sus brazos se erizó.
—Necesito pedirte que acompañes a Ballaby, Furth. A Ballaby y al chico llamado Rumin. Tienen un largo camino por recorrer y deben ser invisibles.
—Eso es difícil con alguien como ella, señora.
—Lo sé, conozco a mi hija, pero confío en ti. No puedo encomendar esta misión a nadie más.
—¿Adónde debo acompañarlos?
—Dime, Furth, ¿lo viste? ¿Viste al chico leyendo el antiguo libro?
—¿Vuelven acaso al árbol? —quiso saber Furth.
—Es lo que deben hacer, sí.
—Sí, lo vi —dijo Furth—. Y By también lo vio. Y juraría que el chico no comprende la importancia de lo sucedido.
—Eso es evidente, pero dime, ¿su voz era distinta? ¿Cambiaba de alguna manera al leer el libro?
—No podría decirlo, señora. Pero fue extraño.
—¿Qué fue extraño?
—Cuando leía, el viento sopló, o eso creí, y me sentí flotar en un estanque de agua tibia, como si mis pies se elevaran del suelo, o todo mi cuerpo. Y me sentí liviano.
—Como si la realidad fuera otra —susurró la señora Syma.
—Quizá, pero no sé explicarlo con estas palabras —confesó Furth.
—Lo que el joven Lobías leyó era el lenguaje del inicio del mundo, Furth. Cada palabra estaba llena de poder. No hay ninguna cosa más antigua, salvo las piedras y el mismo árbol y el mar y el aire invisible que nos rodea y está dentro de nosotros. Porque ésa es la lengua de la creación del mundo como lo conocemos. ¿Quién la creo? No lo sabemos ahora y no lo sabremos nunca. Pero es así.
—Si me lo permite, quiero decir que no parece un chico especial, señora.
—No tiene que parecerlo, sólo tiene que serlo.
—Si mi misión es llevarlos de vuelta al árbol, lo haré, mi señora —dijo Furth.
—Buen Furth, viejo amigo, asesino implacable, lo sé, sabes que lo sé. La guerra se extiende por las tierras del este y el oeste. Debemos estar atentos. La oscuridad avanza sobre todo como un fuego sombrío. Sólo en ti confiaría, mi terrible amigo.
Furth hizo una reverencia y salió dejando sola a la señora.
3
Un olor indefinible emanaba de dos ollas sobre el fuego, situadas en una esquina del patio interior del recinto. Una mujer llamó a Lóriga con la mano y ésta se acercó. Sobre una mesa había una docena de cuencos y cucharas. La mujer sirvió el contenido de una de las ollas en dos de los cuencos y se los entregó a Lóriga.
—¿Te gusta la miel? —preguntó la mujer.
Lóriga asintió.
—Mucho…
—Ésta es de abejas Hanú —explicó la mujer, mientras tomaba un tarro con miel y metía su cuchara de madera, para luego servirla en cada uno de los cuencos—. Sé que tu esposo está lastimado, así que le pondré doble ración.
Era una mujer mayor, casi anciana. Tenía el cabello recogido con un pañuelo azul. Vestía una falda de tela gruesa, sin zapatos ni sandalias. Bajo el revuelo de la falda asomaban unos dedos rugosos y gruesos, sucios, aunque no malolientes, o al menos no se lo parecieron a Lóriga. La mujer sonreía con amabilidad.
—¿Qué es? —preguntó Lóriga.
—Magia —respondió la mujer—. Magia en forma de trigo, avena y miel, también contiene uvas trituradas. ¿No es lo mejor que has comido?
—Seguro lo será —dijo Lóriga con una sonrisa.
—Ahora lleva a tu marido este potaje, seguro que está hambriento.
Lóriga agradeció la comida y volvió donde se encontraba Nu, quien no había pasado una buena noche. Había tenido pesadillas. Dos veces la misma, como una continuación de la otra. En los últimos días había soñado tres veces que se encontraba en Ralicia, o en su casa o en una fonda sin gente o en la biblioteca, cuando advertía que de una ventana emergía una cabeza o varias de ellas, inexpresivas, de ojos oscuros, sin pupilas. Eran siempre lo mismo: sombras que gritaban y lo perseguían arrastrándose veloces por el suelo. Nu corría para intentar escapar, pero las manos de sus perseguidores lo alcanzaban y lo tomaban de los talones para hacerlo caer. Pese a los malos presagios que creía que vaticinaban estos sueños, no se lo contó a Lóriga. No quería causarle ninguna preocupación