Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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También lo sabes.

      —No importa, papá. Eres cariñoso a tu manera. A tu manera eres muy cariñoso. Y me gusta que me leas artículos graciosos del periódico mientras cenamos. No siempre me hacen gracia, pero bueno. A ti te la hacen. Y eso es lo principal. Pero ya que estamos hablando, ahora que no estamos leyendo artículos graciosos del periódico, ¿puedo preguntarte algo?

      —Sí, por supuesto —dijo Hofmeester—. Todo, Tirza. Todo lo que quieras.

      —¿Por qué no has echado a la calle a esa mujer?

      Por un instante tuvo el impulso de tirarse del labio inferior, pero lo reprimió. Hofmeester sirvió un poco más de vino, primero a Tirza, después a su esposa y por último a sí mismo. Intentó lanzarle una mirada de complicidad a la esposa, pero ella esbozó una débil sonrisa sin mirarlo realmente. Entonces él dijo:

      —Uno no echa a las mujeres de su casa, Tirza, y menos aún a las mujeres con las que ha engendrado dos hijas. Esa mujer es tu madre. Por eso la he dejado entrar en lugar de echarla a la calle. Ese me parece un buen motivo. Es tu madre. Lo era. Siempre lo será.

      La madre de Tirza miraba como si estuvieran hablando de otra madre. Otra madre con otra hija.

      —Con dificultad, Jörgen —dijo, mientras jugueteaba con las gafas de sol—, con dificultad he engendrado a dos hijas. Y sí que sabías hablar, hablar y hablar. A veces parecía emitirse una radionovela erótica en nuestra cama. Pero para engendrar niños hay que hacer algo, Jörgen. No algo, sino eso. Tienes que meter tu instrumento en el orificio adecuado.

      Los pensamientos de Hofmeester se quedaron colgados en la radionovela erótica. Él se consideraba un hombre callado y discreto, pero al parecer otros no opinaban lo mismo.

      —Nos abandonó —dijo Tirza señalando con el tenedor a la mujer que poco antes le había mostrado los pies a Hofmeester. En el tenedor quedaban restos de comida que cayeron sobre el mantel—. Tal vez tuviera un motivo para abandonarte, papá, seguramente tuviera buenos motivos para hacerlo, pero no tenía ninguno, realmente ninguno, para abandonarme a mí.

      Se le quebró la voz. Hofmeester sintió una ola de pánico. Un pánico terrible.

      —No señales con el tenedor, Tirza —le dijo—. No lo hagas. Podría ocurrir un accidente.

      Se pasó la mano por el pelo como si eso sirviera de algo, como si eso pudiera desviar la conversación llevándola por otros derroteros: los veranos que antes eran mejores. La escuela. O si era preciso África o el transporte público en cualquier lugar del mundo.

      La voz de Tirza sonaba cada vez más fuerte. Hofmeester sabía lo que eso significaba, que ella acabaría llorando. Y él no soportaba las lágrimas. Su propia debilidad le provocaba náuseas. La de sus hijas lo enfurecía.

      Lanzó una mirada a la esposa que bebía tranquilamente su vino y seguía estando allí como si nada fuera con ella. Él tenía que salvar la situación, enseguida, pues nadie más lo haría. Nadie más podía hacerlo.

      —No debes decir eso —dijo Hofmeester—. No nos abandonó. Se dedicó a su desarrollo personal.

      La esposa suspiró y depositó sus cubiertos sobre la mesa.

      —Di mejor que ya no aguantaba estar contigo, Jörgen, Tirza lo sabe tan bien como yo, todo el barrio lo sabe. No hace falta que lo llames desarrollo personal. Tú siempre con tus malditos eufemismos. No había ningún desarrollo personal. Simplemente yo ya no aguantaba. Nadie habría aguantado aquí. Nadie que fuera normal.

      —Bueno —dijo Hofmeester—, pero por ahora llamémoslo desarrollo personal. ¿No es un compromiso razonable? A veces, el desarrollo personal viene a ser lo mismo que no aguantar en algún sitio. Tampoco hay tanta diferencia entre lo uno y lo otro.

      —Papá —gritó Tirza—, no seas idiota. No dejes que te trate así.

      —Quiero comer en paz —gritó Hofmeester—, Tirza, eso es lo único que quiero. Comer en paz. He preparado esta cazuela de pescado en paz. Y quiero comérmela en paz. Y lo voy a conseguir. Igual que lo he conseguido durante tres años.

      La hija golpeó la mesa con la mano izquierda. Un tenedor cayó en el suelo.

      —No quiero estar sentada a la mesa con esa mujer —gritó—. No quiero volver a ver a esa mujer nunca más. Nunca más.

      Tirza se levantó.

      —Te odio —chilló—. Habría sido mejor que no hubieses venido aquí. Habría sido mejor que no hubieses vuelto nunca más. Querría que estuvieras muerta.

      Acto seguido, se fue corriendo al piso de arriba.

      Hofmeester se secó varias veces la boca, desplazó la botella de vino unos cuantos centímetros y luego preguntó:

      —¿Quieres un postre?

      La esposa miraba fijamente su copa y sacó un trocito de corcho que se había caído dentro.

      —De pequeña ya era así —dijo con calma.

      —Aún queda algo de ayer —dijo él—. Hice tiramisú. Los miércoles siempre hago tiramisú. Puedo ofrecerte esto. ¿O mejor fruta?

      —Es incapaz de perdonar.

      —También puedo preparar una macedonia.

      — Es incapaz de perdonarse a sí misma. ¿Puedes perdonarte a ti mismo, Jörgen, puedes perdonarte de verdad? —Volvió a ponerse las gafas de sol a modo de diadema.

      —¿Macedonia? ¿Quieres te la prepare? Lo hago en un momento.

      La esposa suspiró.

      —Bien —dijo—, hablemos de otra cosa. Si eso es lo que quieres. ¿Cómo está el limpiacristales?

      —¿Qué limpiacristales?

      —El hombre que venía una vez al mes a limpiar las ventanas, aquel viejo. ¿Cómo está?

      —Ah, ese —dijo Hofmeester—, bueno, está muerto.

      Se quedó sentado en la silla tirándose del labio inferior.

      —He de admitir que has aprendido a cocinar —observó la esposa.

      —Gracias —dijo Hofmeester.

      Entonces se levantó y se fue escaleras arriba, a la habitación de su hija menor. Pero a mitad de las escaleras se lo pensó mejor, se detuvo y regresó al salón. Volvió a sentarse a la mesa.

      La esposa seguía en su sitio. No como una invitada, sino como alguien que estaba en su casa. Lo cual, en el sentido estricto de la palabra era cierto. Nunca se había dado de baja oficialmente. Las tarjetas censales de la esposa seguían llegando allí y Hofmeester tenía por costumbre dejarlas en la pequeña cómoda del pasillo, hasta que pasaban las elecciones y él constataba con cierta melancolía que, una vez más, su esposa no había hecho uso de su derecho de voto.

      —¿Tiene novio?

      —¿Tirza?

      —Sí, Tirza. Por supuesto. ¿Quién si no?

      —A veces me encuentro chicos en el cuarto de baño.

      —¿En el cuarto de baño?

      —En el cuarto de baño, por ahí andan a menudo.

      —¿Qué hacen allí?

      —Lo que hace la gente en el cuarto de baño. Se duchan. Supongo. Van al inodoro. No les pregunto: «¿Qué haces aquí?». No quiero que se sientan incómodos. Esta es la casa de Tirza. También es su casa.

      La esposa suspiró profundamente y depositó la copa sobre la mesa.

      —¿Y qué les dices entonces?

      —Entonces les pregunto, aunque tal vez te sorprenda: «¿Quieres una toalla limpia?». Eso les pregunto. Pero quizá tengas otras sugerencias, quizá tengas mejores ideas, quizá debería preguntarles: «¿Te apetece una