Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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decía esto, el ginecólogo lo miraba como si le estuviera revelando un secreto profesional.

      —Estamos bien —contestó Hofmeester.

      El paño de cocina se balanceaba sobre su brazo, en la mano izquierda sostenía el folleto publicitario que plegó varias veces y después se metió sin pensarlo en el bolsillo del pantalón.

      —Estamos muy bien —repitió—. Tirza lo ha aprobado todo. Dos nueves. Ochos. Algún que otro siete. Nada por debajo de siete. La semana que viene dará una gran fiesta.

      Lo contó con orgullo, pero cuando acabó de hablar se dio cuenta de lo absurdo que era tener que explicarle esto a la madre de Tirza. Así que esto era por lo que el barrio había hablado mal de ella y quizá también de él. No debes convertirte en un extraño para tus hijos. Ellos sí para ti, pero no al revés.

      Ahora que ya no tenía ningún folleto publicitario en la mano, podía tirar a gusto de su labio inferior, cosa que hacía a menudo cuando no comprendía algo, cuando no lograba solucionar algo.

      —Eso está bien —dijo ella—. Esos nueves. Pero no esperaba menos. ¿Por qué?

      —¿Por qué qué?

      —¿Por qué asignaturas le han dado esos nueves?

      —Por latín. Y por historia. ¿No lo sabías? ¿No te has enterado de nada? ¿De nada en absoluto?

      Su ignorancia lo asombraba, incluso lo irritaba un poco. Alguien que ha decidido regresar, aunque sea temporalmente, debería haberse informado de forma discreta sobre la situación actual de sus hijas y su marido. Seguro que este regreso había sido un arrebato, como tantas cosas en su vida.

      —¿Quién tendría que habérmelo contado? ¿Ibi? Hace un montón que no hablo con ella. Nunca me llama.

      Él advirtió que ella miraba la mano con la que él se agarraba el labio inferior. Sabía que la molestaba ese viejo tic nervioso y paró.

      «Nunca me llama». Su esposa opinaba que las niñas tenían que llamarla. Y no al revés. Todo giraba en torno a ella.

      —Si no molesto —dijo ella—, ¿te parece bien que entremos?

      Era cierto que estaban cada vez más incómodos en el pequeño vestíbulo.

      —Pasa —dijo él—. Acabo de meter algo en el horno. Quiero decir... Ya no está en el horno, pero antes sí.

      Ella lo miró. Ya había agarrado el asa de la maleta dispuesta a entrar en el cuarto, pero entonces la soltó y dijo:

      —Comprendo lo que quieres decir. Comprendo exactamente lo que quieres decir. Eres como, bueno, como siempre. No has cambiado.

      Con eso no habían contado los cristianos y otros creyentes. Con que el reencuentro con los muertos en el paraíso pudiera acabar siendo una aventura de lo más incómoda. Conversaciones de cortesía en el cielo. Un apretón de manos que tendría que haber sido un abrazo.

      Sin decir una palabra, él la ayudó a quitarse el impermeable, un impermeable azul que no conocía. No era barato, eso se veía enseguida. A ella no le gustaban las cosas baratas. Colgó el abrigo con esmero. Poco a poco, Hofmeester recuperaba la calma. Lo volvía a tener todo bajo control. La vida era así. Las personas desaparecían. Y a veces, volvían a aparecer una noche a principios de verano. Justo en el momento en que habías metido la cazuela en el horno, pero, claro, eso no podían saberlo ellas. Cuando volvías la vista atrás desaparecía la cuidadosa planificación, se hacían visibles las ocurrencias, salían a la luz las coincidencias y las circunstancias se conjugaban allí donde miraras.

      Justo ahora que él era la calma y la tranquilidad en persona, ella parecía dudar.

      —¿O hay alguien? —preguntó—. ¿Tienes a alguien?

      Hofmeester oyó que su hija menor venía hacia ellos desde la cocina. Tal como sospechaba, los había estado escuchando. La curiosidad es un signo de inteligencia, pero un hijo inteligente significa también que los padres han de estar siempre alerta. Con un hijo inteligente nunca se sabe quién le toma el pelo a quién. Tirza lo fulminó con la mirada y se fue escaleras arriba. Pasó por delante de su madre, por delante del impermeable azul de su madre que colgaba tan llamativamente del perchero.

      —¿Que si tengo a alguien? —preguntó Hofmeester después de que su hija hubiese cerrado ruidosamente la puerta de su cuarto. Se echó a reír—. ¿Que si tengo a alguien? No, no realmente. No. Vivo aquí con Tirza. Por supuesto, ella es alguien, pero no como eso a lo que tú te refieres.

      Hofmeester siguió riéndose. No podía parar y se avergonzaba.

      —Pasa —dijo cuando por fin acabó de reírse.

      La precedió hasta el salón. Él se detuvo junto al sofá, pero ella no se sentó. Se dio la vuelta como si quisiera mirarlo todo bien. Como si hubiera alguien más, un extraño, en esta habitación donde había vivido tanto tiempo, donde había estado sentada por las noches, con él, sola y con invitados, donde habían dado fiestas, donde había colocado cunas y parques, donde sus hijas habían gateado por el suelo, donde ella había pintado de vez en cuando naturalezas muertas.

      —No ha cambiado mucho —dijo—. Tú tampoco. Como ya he dicho. En realidad nada. ¿Has hecho pintar las paredes?

      —El librero es nuevo, como podrás ver. Esta silla también. La eligió Tirza. Sí que han cambiado cosas —dijo.

      Ignoró deliberadamente su pregunta. Quien hace como que no ha oído una pregunta, tampoco puede meter la pata. Como casero, él no oía la mayoría de las preguntas. El despiste era una excusa con la que podía aguantar años.

      Ella no miró la silla que había elegido Tirza ni el librero, sino que se puso delante de él y lo examinó. Como un cuadro en un museo que solo conoces por las postales y los catálogos y ahora te encuentras delante del original, e intentas comprender por qué de pronto te decepciona un poco. No mucho, solo un poquito.

      —No has pintado las paredes —dijo ella tras unos segundos—. Lo veo: poco a poco se están poniendo amarillas. Por dentro no cuidas debidamente de la casa. Una casa debe cuidarse también por dentro. En cambio, tú te has conservado bien.

      Sonaba satisfecha. Aunque también asombrada. ¿Con qué esperaba encontrarse? ¿Con un alcohólico? ¿Con un paciente? ¿Con manos temblorosas, una dentadura postiza que encajara mal? ¿Un viejo decrépito con momentos de lucidez? ¿Uno que en esos momentos de lucidez no tuviera nada mejor que hacer que pintar las paredes, barnizar el parqué y renovar las cloacas?

      Al parecer, el hecho de que él se las hubiese arreglado sin ella superaba sus expectativas, pero también la decepcionaba. Igual que la falta de una mano de pintura en las paredes.

      Había una coincidencia más que casual entre el inquilino y la esposa. Ambos encontraban siempre algún techo que necesitaba una mano de pintura, siempre se topaban con algo en la casa que debía reemplazarse. No tenían ni idea de dinero. No podían imaginarse cuánto pedían hoy en día los albañiles por una horita de trabajo. Siempre había una queja, en el caso de la esposa una queja que encima se disfrazaba de amor.

      Ella retrocedió un poco.

      —¿Estás contento de verme? —preguntó.

      La pregunta lo pilló por sorpresa. De hecho, lo apabulló.

      —Contento —dijo Hofmeester mirando su reloj—. Sí, estoy contento, pero también estoy cocinando. De haber sabido que vendrías, habría preparado más. Podrías haber llamado. Seguimos teniendo el mismo número. Pero... —tuvo que hacer una pausa, no por la emoción, sino porque tenía que reflexionar sobre lo que quería decir realmente—. Me alegro de verte. Uno siente curiosidad, al menos yo sí.

      A Hofmeester le asombraba que no le hubiesen salido las palabras que esperaba pronunciar al reencontrarse con esta mujer, de hecho ni siquiera se le habían ocurrido. Ahora que por fin podía pronunciarlas, las había olvidado. Quería parecer encantador. Fuerte. El junco no solo no se había roto, sino que