Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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el lavabo, se inclinó hacia delante, escupió la espuma y se enjuagó la boca. Cuando llegara agosto, Tirza habría desaparecido. Él se quedaría solo, sorprendido como mucho de vez en cuando por el inquilino que había descubierto una nueva avería. Se iniciaría una nueva fase de su vida, la fase sin Tirza.

      —No debes tener miedo —le repitió ella.

      Él cogió una toalla y se secó la boca. En algún lugar del labio tenía un punto doloroso, seguramente se lo había mordido.

      —¿Miedo de qué?

      —De tenerme a tu lado en la cama.

      Él dobló la toalla. Era blanca. No se había quedado del todo limpia al lavarla. Aún quedaban pequeñas manchas de sangre.

      —¿Por qué iba a tener miedo? ¿De qué?

      —De mí.

      —¿De ti? —se echó a reír.

      —¿Dónde está el jabón? —preguntó ella—. Quiero lavarme las manos.

      —Solo hay jabón líquido. Tirza solo usa jabón líquido. Eso cuando usa jabón, porque dice que el jabón no es bueno para la piel, que es mejor lavarse solo con algo de agua, solo algo de agua tibia.

      Abrió un armario y le dio el frasco.

      Ella se quitó el anillo. Él lo observó preguntándose dónde habría dejado su alianza. Entonces ella se lavó las manos.

      —Más tarde, cuando esté tumbada a tu lado —le dijo mientras mantenía las manos debajo del chorro de agua— no debes sentirte incómodo.

      Él se miró en el espejo, se miró el pecho, los hombros, los brazos. Carne blanca, en efecto. Cruda. Más que antes. Y también un poco seca. Le habían dado una crema para eso, para evitar la descamación de la piel. Carne vieja. En el trabajo se había dado cuenta de que muchos hombres viejos creían que aún resultaban atractivos para las mujeres jóvenes, pero lo único que les resultaba atractivo a esas mujeres era su posición, su poder, su dinero. Entre ellos se producía un trágico malentendido, un malentendido que él había observado a menudo. Un malentendido hormonal.

      —Quiero decir que no debes pensar nada —dijo ella—, perdona que me exprese con tanta torpeza, pero quiero decir que no significa nada.

      Ahora Hofmeester también se lavó las manos.

      —¿El qué no significa nada?

      —Que yo esté aquí. Mi presencia.

      —Nunca he pensado que significara nada —le dijo él—. Estás aquí y necesitas una cama. Una persona tiene que dormir. Lo saben incluso los niños. No le he atribuido ningún significado, me lo he tomado todo tal como ha venido. Me lo tomo todo tal como viene.

      —Sí, eso ya lo sé, una persona tiene que dormir, pero yo me refería a que no ejerces ningún atractivo sexual sobre mí. Que no debes tener miedo de eso. Que no has de hacer nada que no te apetezca. Dios, ¿por qué tengo que explicártelo todo? ¿Por qué no me ayudas un poco?

      Hofmeester se lavó las manos a conciencia. Como si se hubiese pasado el día entero con las manos en la tierra. Como si hubiese trabajado en el jardín. Mañana por la mañana no debía olvidar sacar un cepillo del armario debajo del fregadero de la cocina, donde guardaba los cepillos de dientes, y llevarlo al cuarto de baño. Cada cual su cepillo de dientes. La felicidad empieza con un reparto justo de la propiedad.

      —En principio hago pocas cosas que no me apetezcan. Pero no se trata de apetito. Pongámoslo así: no haces las cosas porque te apetezcan, sino porque debes hacerlas.

      Se rascó el brazo derecho. Allí le había picado un insecto. Tal vez anoche mientras estaba en el jardín con los brazos desnudos para mirar su manzano, sus tomates y sus calabazas. Las calabazas eran como la mala hierba. Si lo hacías bien, las calabazas se extendían muy deprisa. Fue una noche bonita, la noche más hermosa de toda la temporada. Todavía no hacía calor, pero sí buen tiempo. La promesa del calor.

      —No hablo del trabajo —dijo ella—. No hablo de limpiar la casa ni de cuidar a unos padres con demencia. Hablo de sexo. No es una cuestión de deber, es una cuestión de deseo. Te he dicho: «No tienes que hacer nada que no te apetezca», para evitar que pensaras que he venido aquí con la esperanza de volver a empezar algo, de que volvamos a enrollarnos, porque no lo espero, y tampoco lo deseo. No me apetece. Ya no lo deseo. Solo quería ver cómo te iba. A ti y a Tirza.

      —No te entiendo. No entiendo nada. Estás desvariando. Y es tarde. Vámonos a dormir.

      —Quiero decir que no debemos tener sexo, no vamos a empezar con eso otra vez.

      Hablaba como si se lo explicara a un niño al que le cuesta entender, un niño con problemas de aprendizaje.

      —Estupendo —dijo él mientras se secaba las manos—. Porque eso complicaría las cosas.

      —¿Qué cosas?

      —Este hogar. Aquí todo va fenomenal. Todo está organizado. Hay una asistenta. Una nueva. Viene de Ghana. Hay un padre que no viene de Ghana. Hay una hija. Hay dinero, comida, amor, quizá te asombre, pero hay amor. Y durante las últimas semanas que Tirza esté aquí no quiero complicaciones, ni problemas, ni tensiones que aumenten más y más hasta resultar insoportables. Las notas de Tirza han mejorado enormemente desde que te fuiste. No digo que exista una relación, pero es mucha casualidad. ¿No crees? ¿Es casual?

      Colocó el cepillo de dientes azul con cuidado junto al verde, como hacía todas las noches.

      —No estorbaré —dijo ella—. No daré problemas.

      Él se apoyó con ambas manos en el lavabo. Aunque no hacía mucho calor en el cuarto de baño, sintió el sudor en las axilas.

      —¿Por qué has venido? —preguntó, apartando la mirada de ella—. ¿Qué quieres? ¿Qué nos queda por hablar?

      —Yo no he dicho eso. No quiero nada. Mirar cómo les va. Eso quería. Y no quiero hablar de nada en absoluto.

      Lo agarró por el lóbulo de la oreja, el lóbulo de su oreja izquierda, y lo pellizcó. Él no apartaba la vista de la lavadora. Al principio la tenían en la cocina, pero dado que allí molestaba, la habían trasladado al cuarto de baño. Fue una de las últimas cosas de las que se encargó su esposa, antes de marcharse.

      —¿Te molesta que esté aquí? —le preguntó—. ¿Molesto? ¿Me marcho?

      Él se frotó las manos para comprobar si tenía la piel áspera y seca y se preguntó si sus manos delataban la edad que tenía. Lo había leído en algún sitio. La lucha contra el envejecimiento se había desplazado de la cara a las manos.

      —No lo sé —dijo él—. No sé si molestas. Si quieres que te sea sincero, no lo sé. Tal vez hubiese sido mejor que no vinieras, pero estás aquí. No pasa nada. Y quieres quedarte a dormir. Tampoco pasa nada.

      Ella seguía sujetando su lóbulo entre los dedos.

      —¡Ay, Jörgen! —dijo—. Mi Jörgen.

      Le soltó el lóbulo.

      —¿Sabes? Nunca me he sentido atraída por ti. Nunca. Ni siquiera al principio. ¿Sabes lo que es eso, la fuerza de atracción? Quiero decir, ¿te dice algo esa expresión? Algo que no sea solo teoría.

      Él se pasó la mano por la cara. Notó que le salía la barba y acercó la cara al espejo, no mucho, solo unos centímetros.

      —¿Fuerza de atracción, qué fuerza de atracción? ¿De qué me estás hablando?

      —La bestia —dijo ella—, eso es la fuerza de atracción. La bestia. Algo sobre lo que no puedes reflexionar porque está allí. Porque simplemente está. No es algo que puedas racionalizar. Nada que puedas eliminar. Es algo que es más fuerte que tú. Eso es la fuerza de atracción. Es lo que le pasa a veces de pronto a la gente cuando ve a otra persona. Es algo que también puede morir, casi siempre acaba muriendo, entonces sigues viendo