Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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vivo? Entonces, ¿por qué no me has llamado nunca? Ni una sola vez en estos tres años. Yo te lo habría contado. Con todo lujo de detalles. No lo habría mantenido en secreto. Si te hubieses tomado la molestia de llamarme.

      Era típico de ella: desaparecer y esperar que él fuera detrás suyo corriendo para recabar información sobre sus venturas y desventuras, y para preguntarle si necesitaba algo.

      —No me pareció bueno llamarte —dijo Hofmeester—. No quería importunar. Si tienes mucha hambre, puedo freírte un huevo. Además, no tenía tu nuevo número.

      —No he venido aquí a cenar —dijo ella ocupando asiento en el sofá en el que se sentó durante años.

      Hofmeester lo había vuelto a tapizar. Tirza había elegido la tela. Él escogía muchas cosas con Tirza.

      —¿Tal vez te apetezca algo que no sea un huevo?

      —Jörgen, no tengo hambre —no lo dijo, lo constató con énfasis.

      —No hace falta tener hambre para comer. Estoy preparando mi cazuela de pescado al horno. Es famosa. Les encanta a las amigas de Tirza. No comemos porque tengamos hambre, comemos porque es la hora de comer.

      Lo dijo como un profesor que intenta recomendar un libro pese a saber que los alumnos lo van a odiar.

      Aquel tono debía de resultarle familiar a ella, era el tono del corrector, el tono de alguien cuya vida consiste en detectar los errores del otro.

      —Yo no —dijo ella—. No como porque sea la hora de comer. Ya no obedezco normas idiotas. Como porque me apetece. No he venido aquí por tu cazuela de pescado.

      Entonces encendió un cigarrillo. Tenía un bolso nuevo y un pelín demasiado moderno y juvenil para su edad. Lleno de adornos. Hofmeester pensó en los bolsitos de las amigas de Tirza. Después de las fiestas, él se las encontraba a primeras horas de la mañana en la cocina con sus bolsos llenos de abalorios o trocitos de vidrio, hoy en día todo servía de adorno. Hofmeester les pedía disculpas cuando entraba en la cocina en pijama y veía a Tirza y a sus amigas felices, apestando a humo y a veces a comida podrida. Él se servía rápidamente un vaso de leche o cogía una manzana del frutero y corría a refugiarse en su dormitorio o, cuando hacía buen tiempo, en el cobertizo, donde se sentaba, entre el rastrillo y la motosierra, hasta que las chicas se hubiesen ido a la cama o a sus casas. Tirza era popular. Alguna que otra vez, Hofmeester se había encontrado a chicos extraños en el cuarto de baño, chicos que no conocía y que ni siquiera le habían sido presentados, pero que se habían quedado a pasar la noche en su casa. Muchachos a los que Hofmeester tenía que preguntar: «¿Quieres una toalla?», porque Tirza dormía profundamente. Una vez que se quedaba dormida, no había nada que la despertara. Los chicos se levantaban siempre antes que su hija. Aquellos personajes que él se encontraba de tanto en tanto en el cuarto de baño no olían bien. Lo que tenían en común los chicos de Tirza era su mal olor. Sin embargo, ahora ella tenía un novio fijo y Hofmeester todavía no había podido constatar si este apestaba. Se temía lo peor.

      —Vuelves a fumar —dijo sin apartar la vista del bolso de ella.

      Sonaba preocupado y eso lo irritó. Lo que acababa de decir era demasiado personal, como si los cigarrillos de ella le incumbieran. Los pulmones de su esposa eran asunto suyo. De hecho, todo su cuerpo. Su cuerpo ya no le implicaba ningún tipo de responsabilidad.

      —¿Te molesta?

      —No realmente —le dijo—. A mí no. Le pediré a Tirza que traiga un cenicero. He guardado los ceniceros.

      Se volvió hacia el pasillo y gritó:

      —Tirza, ¿puedes traerle un cenicero a mamá?

      Hofmeester se quedó esperando, pero Tirza no respondió. Seguramente estaría hablando por teléfono en su cuarto. La verdadera pasión nunca te abandona. Tirza lo debatía todo con pelos y señales con sus amigas. En una ocasión se lo había contado durante la cena.

      —¿También de mí? —le había preguntado él—. ¿Hablas también de mí?

      —Por supuesto —le había contestado ella—. Eres mi padre, ¿no? ¿Por qué no iba a hablar de ti?

      La esposa seguía fumando.

      —Tirza —gritó Hofmeester algo más fuerte—, un cenicero para tu madre. Por favor.

      Miró el cono de ceniza que crecía lentamente y que no tardaría en caer, no podía apartar los ojos de él, pare­cía hipnotizado, dijo:

      —Siempre es muy servicial. No como antes. Incluso cuando estudiaba para su graduación, insistía en ayudarme.

      Hofmeester hablaba como en sueños, hablaba sin parar, como si hablara más consigo mismo que con ella, como si no hubiese nadie más en el cuarto, solo él. Como si ensayara lo que iba a decir cuando por fin llegaran los demás.

      Al ver que Tirza no se presentaba, él mismo se fue a la cocina a buscar un cenicero. ¿Dónde estaban? Ya nadie fumaba en casa. Hofmeester apenas recibía visitas. La asistente tampoco fumaba. De vez en cuando bebía una copita, pero fumar, eso no. Y cuando las amigas y los novios de Tirza fumaban, cosa que por cierto apenas hacían, salían siempre al jardín. O fumaban asomándose a la ventana. A Tirza no le gustaba el humo, sí los chicos.

      No encontró ningún cenicero. Hofmeester había escondido bien los ceniceros, confiando en no necesitarlos nunca más. Por eso cogió un platito. No era lo correcto, pero de momento serviría. Para Hofmeester la moral se reducía a si algo era o no correcto. Y si algo podía alegar él en su defensa era que había hecho lo correcto.

      Cuando volvió a la sala de estar, vio la ceniza en la mano izquierda de su esposa. Le alcanzó el platito y le preguntó si necesitaba un trapo.

      —Tengo manos a prueba de fuego —dijo ella rién­dose.

      Igual que en otros tiempos. La gente apenas cambia. Encuentra un nuevo entorno para sus obsesiones. Se arruga, se le caen los dientes, se rompe huesos, le reemplazan los órganos por máquinas, pero no cambia.

      Cuando acabó de reír dijo:

      —Si te apetece, si te gustaría que lo hiciera, y sé que te gustaría, me quedaré a cenar, pero no te molestes. Dame los restos. No te desvivas por mí.

      Hofmeester apartó el jarrón con rosas que había sobre la mesa del comedor, las flores se las habían regalado a Tirza unos días antes. Así hizo sitio para que su esposa pudiera comer con ellos. Se preguntó si, para infundirse valor, la esposa que se había presentado de repente había bebido en un bar cercano antes de dirigirse con su male­ta a su antigua casa.

      —Cocinar no es desvivirse —dijo él en voz baja—. Forma parte del trabajo. Tengo una familia y cocino. Es mi tarea.

      La mesa estaba puesta para dos. Él la había preparado mucho antes de que estuviera lista la cena. A veces se ponía con ello justo después de volver a casa del trabajo. Lo hacía porque estaba ansioso por sentarse con Tirza a aquella mesa, porque aquel momento restauraba el equilibrio siempre precario. Tirza y él, en la mesa, comiendo. Eso les daba la apariencia de ser una familia o más que eso, una santa alianza.

      Se fue a buscar un plato en un armario. Entonces se acordó de su tarea. La cazuela de pescado, el horno, había que cocinar. Se quedó de pie, incómodo, con el plato en la mano, como si no supiera si podía dejar sola a la visita. O si debía invitarla a seguirlo a la cocina. Para charlar sobre un lejano pasado. ¿Cómo se preguntaba algo así? «¿Vienes a la cocina?» Entonces dejó el plato en la mesa. Ya estaba preparada para una tercera persona. La esposa. La madre de Tirza.

      Todo había empezado años atrás con una cena compartida. La familia Hofmeester se había gestado con una chuleta de cordero. Jörgen había cocinado para la mujer que más tarde se convertiría en su esposa. Le había gustado más el hombre que la chuleta. Él se acordó de la maleta que estaba en el pasillo. La primera vez que ella había ido a cenar a su casa, le había traído una tarta que ella misma había preparado.

      —La