Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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se quitó la corbata y la colgó de una silla.

      —El colchón —dijo ella—. ¿Sigue siendo el mismo?

      Lo abolló con las manos, lo comprobó mientras él miraba la corbata, uno de los regalos que recibió tras dos décadas de lealtad a la empresa. Era realmente una bonita corbata. Elegante. La secretaria la había elegido personalmente en los almacenes de Bijenkorf. Era mucho más fácil ser leal a una empresa que a un particular.

      —Que yo sepa, el colchón sigue siendo el mismo.

      —Está viejo —dijo ella—. Entonces ya lo era. No puedes dormir eternamente en el mismo colchón.

      Él asimiló la escena: ella sentada en la cama, haciendo comentarios sobre el colchón. Como si fuera su casa, como si nunca se hubiese ido. Casi era para echarse a reír.

      —¿Te quedas a dormir aquí? —le preguntó él mirando sus libros y periódicos que durante meses, no, años, le habían hecho compañía en la cama como una mujer. En su vida, la carne se había hecho verbo.

      —Me has invitado tú.

      —Pero no aquí —replicó él señalando la cama, el espejo, las mesillas de noche.

      —¿Dónde si no? ¿En el cuarto de Ibi?

      —¿Y esto no te parece un poco raro?

      —¿Raro? ¿Por qué iba a ser raro? ¿Hay alguien que duerma aquí? —preguntó ella—. ¿Estoy en el sitio que pertenece a otra persona? ¿Ocupo un trozo de la cama que no me está reservado?

      —No realmente —admitió Hofmeester después de dudar durante unos segundos—. Aquí no duerme nadie. Quiero decir, yo duermo aquí. Y mis periódicos.

      —Pues bien.

      Él se quitó la camisa y ella se miró los pies descalzos, sentada en la cama.

      —Pero sigue siendo raro —dijo él, más a sí mismo que a ella—. Todo en ti es raro.

      Ella se volvió hacia él, para poder verlo de pie junto a la ventana, con la camisa en las manos. Dijo:

      —Estás muy blanco, más blanco que antes. Es como si cada vez te volvieras más blanco. ¿No tomas nunca el sol? A las mujeres no les gusta la carne blanca.

      Él colgó la camisa con esmero sobre la silla, se sentó y se quitó los zapatos y los calcetines. Metió los calcetines dentro de los zapatos. Los calcetines eran también un obsequio que le había hecho su empresa, una editorial, tras dos décadas de servicio. Dos décadas, ahora ya eran más de tres. A la empresa le gustaba hacerle regalos útiles. Algo que pudiera ponerse. Y, por consiguiente, que pudiera quitarse después. Él dijo:

      —Desde que te fuiste no he tenido quejas. Ni sobre mi carne blanca ni sobre la falta de sol. Sobre nada. Las quejas han desaparecido. Solo el inquilino viene a quejarse de tanto en tanto.

      Cuando él ya no lo esperaba, cuando se había olvidado de su presencia por un segundo, ella dijo:

      — Tu carne es tan blanca que casi da miedo.

      Su voz tampoco había cambiado. Algo en esa voz lo repugnaba desde hacía mucho. Desde el momento en que lo especial, lo excepcional en ella dejó de ser excepcional para convertirse solo en una fuente de irritación.

      Su vestido tenía colores vivos. Era un vestido de verano. Antes, ella se vestía sobre todo de negro. Pantalones vaqueros, muchos vaqueros, eso también. Hasta que una noche, él tuvo que decirle: «Ya no eres una quinceañera. Va siendo hora de que te pongas otro uniforme».

      —Como si estuvieras enfermo —siguió diciendo ella—. Como si te estuvieras muriendo. ¿Te estás muriendo? ¿Es eso? Jörgen, ¿te estás muriendo?

      Él se fue al cuarto de baño, encendió la luz y ella lo siguió descalza. Sus zapatos seguían estando en el piso de abajo, junto al sofá. La vio mirarlo en el espejo del lavabo. Ella había cambiado. Tenía arrugas donde antes no las había, su cara parecía más llena o más fina. Él se dio cuenta ahora, a la luz brillante del cuarto de baño. En aquellos cambios mínimos se escondían tres años. Hay pocas cosas que sean tan aterradoras y que por ello provoquen tanto odio como la mujer que envejece. Ella resume el deterioro, ha vuelto para vengarse del deseo.

      Hofmeester carraspeó, desplazó un tarro de crema de manos.

      —Mi neceser está abajo en mi maleta —dijo ella—. No tengo ganas de ir a buscarlo. Me he quedado sin fuerzas. Estoy cansada. ¿Tienes un cepillo de dientes?

      En el lavabo había dos cepillos de dientes. Ella los miró.

      —El verde es de Tirza —dijo Hofmeester.

      Ella cogió el cepillo azul, le puso dentífrico y empezó a cepillarse los dientes, mientras se observaba en el espejo.

      Hofmeester contempló, consternado, cómo su cepillo de dientes desaparecía en la boca de su mujer. Cómo aquel cepillo se movía a uno y otro lado de su boca. Había algo que lo irritaba, algo lo asqueaba, la idea de que su cepillo de dientes estuviera ahora en su boca le resultaba insoportable. Quería gritar: «Déjalo, cerda asquerosa, déjalo de inmediato», y sacarle el cepillo de dientes de la boca, pero dijo:

      —Puedo ir abajo a buscarte uno nuevo. Tal vez sea más higiénico.

      —No te molestes —contestó ella con la boca llena de espuma—. Estoy muy bien.

      —¿Qué dices?

      —Que no te molestes —repitió ella—. Eso he dicho. Así ya me está bien.

      Él esperó a que acabara de limpiarse los dientes. Tardó mucho. Después, él enjuagó el cepillo a conciencia. Ella se quedó junto al lavabo, pensativa, pero cómoda. Como si hubiese estado allí el día anterior y la semana anterior, un mes antes. Y él siguió enjuagando. Fregó el cepillo de dientes como si pudiera contagiarle algo. Una idea. Una creencia. Una enfermedad.

      Ahora Hofmeester vio que su mujer tenía las piernas más gordas. Ligeramente hinchadas, no tan esbeltas como antes, menos inaccesibles. Pero también él estaba cambiado. Le habían hecho dos operaciones de mandíbula. Se podía ver, él lo veía, y ella tenía que haberse dado cuenta, pero no había dicho nada sobre eso, como tampoco sobre casi todo lo demás. Y al igual que ella, él tampoco había formulado preguntas. ¿Por qué iba a hacerlo?

      Entonces pensó en Tirza. Aún estaría allí unas semanas. Solo unas semanas, nada más. Después se iría de viaje, a recorrer el mundo con su novio que él todavía no conocía, pero que conocería en la fiesta, la gran fiesta. En una ocasión, él le preguntó:

      —¿Es uno de los chicos que me he encontrado por la mañana temprano en el cuarto de baño?

      Ella lo miró riéndose y le dijo:

      —Ay, no papi, esos eran rollos de una noche.

      Él sonrió y murmuró:

      —Ajá.

      Hofmeester nunca había relacionado directamente el mundo de los rollos de una noche con el de su hija, y ahora que ella lo hacía de forma tan casual, él se quedó desconcertado. No es que estuviera realmente conmocionado, como mucho un pelín preocupado. Algo le resultaba incómodo en la combinación de aquellas palabras: hija y rollo de una noche. Algo incómodo. Solo eso.

      —Les he ofrecido toallas limpias a los chicos —dijo, sin poder esconder la incomodidad y por lo visto Tirza se dio cuenta, pues añadió:

      —Papá, no te preocupes. Sé lo que me hago, no soy tonta.

      —No, no —le contestó él—, por supuesto.

      Después dio media vuelta para seguir con lo que estaba haciendo, aunque había olvidado qué era exactamente.

      Mientras empezaba a cepillarse los dientes, de pie junto a su esposa, recordó aquella conversación con Tirza, y los chicos que habían estado allí, a menudo en la penumbra, temerosos de encender la luz. Como si supieran