Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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cogió su copa y dijo:

      —Brindemos, Tirza, por esta visita inesperada de tu madre. Brindemos por estar reunidos todos, casi todos como una... bueno, como una familia. Y por estar sanos.

      La hija había alzado su copa, pero la volvió a depositar sobre la mesa y dijo:

      —Yo no brindo por eso. Y aquí apesta, papá, ¿no lo hueles? Está fumando en casa tan tranquila. Aquí no se puede fumar.

      Tirza era capaz de hablar como una profesora si se lo proponía. Su tutor en la escuela había dicho en una ocasión: «Es una líder nata, toma la iniciativa. Siempre va la primera y arrastra a los demás con ella».

      Se hizo un silencio. De los nervios, Hofmeester se metió otro trozo de pan seco en la boca.

      —Brindemos... —empezó a decir Hofmeester.

      —No —replicó Tirza—. No pienso sumarme a eso. A este disparate.

      Con el tenedor aplastó con fuerza la cazuela de pescado de su padre.

      —Bien —dijo Hofmeester— entonces por la vida. Por tus notas, ¿de acuerdo, Tirza? Por tu graduación. Por tu futuro. Por ti.

      Hofmeester tomó un primer sorbo antes de que nadie pudiera protestar. El vino no estaba suficientemente fresco, pero tenía un pase. En una noche como aquella, muchas cosas tenían un pase.

      Otras veces, las cazuelas de pescado de Hofmeester habían salido mejor, pero mientras se comieran, todo iba bien. Todo estaba bajo control, la noche, la compañía, la familia.

      Después de unos cuantos bocados, la esposa se quitó las gafas de sol de la cabeza y preguntó:

      —Y bien, Tirza, ¿cómo estás? Le decía a tu padre que te has vuelto muy guapa.

      Tirza estaba entretenida soltando un hilo de queso de su cuchillo. La receta también llevaba queso, Hofmeester la había sacado de un libro de cocina francés. Tirza farfulló:

      —Como si eso te importara.

      —Sí que me importa —dijo la esposa—. Incluso me importa muchísimo. He pensado a menudo en ti. Te has vuelto muy guapa.

      —¿Vuelto?

      —Más guapa. De lo que eras. Siempre has sido guapa, pero ahora lo eres de verdad, cómo decirlo, estás en plena flor.

      Y Tirza contestó:

      —Oh, qué gracia.

      Comía a regañadientes. Comía como una niña pequeña. Dejando bien claro que lo hacía de mala gana. Jugaba con la comida.

      —¿Gracia? —preguntó la esposa—. ¿Qué tiene eso de gracioso?

      —Qué gracia que te acuerdes de que antes también era guapa. Qué gracia que te importe cómo estoy. No he percibido mucho interés por tu parte en los últimos años. Mejor dicho: ninguno.

      Tras ese pequeño incidente siguieron comiendo en silencio. Sin embargo, el nerviosismo se había apoderado de Hofmeester, más aún que poco antes, cuando se encontraba en el vestíbulo y miraba la maleta de su esposa. Por eso se metió un par de trozos de pan en la boca. Acabó zampándose todo el contenido de la cesta de pan. Había que acabarlo. Era una lástima tirarlo.

      Cuando casi había vaciado el plato, su esposa preguntó:

      —¿Qué vino es este?

      —Es de Sudáfrica —le contestó Hofmeester—. Tirza y yo hemos descubierto el vino sudafricano.

      —¿Descubierto? —dijo ella soltando una risita—. ¿Qué quieres decir con descubierto? ¿Qué le han descubierto exactamente?

      —Los sábados por la tarde, la bodega de la esquina organiza catas de vinos. Tirza y yo vamos a veces. ¿No es cierto, Tirza?

      La madre de Tirza examinó la etiqueta y dijo:

      —Ay, son como dos tortolitos. Los sábados por la tarde van a catas de vino. Qué romántico. ¿Quién hubiese dicho que acabarían llevándose tan bien?

      —Papá —dijo Tirza.

      Pero su padre hizo como si no hubiese oído nada. Dijo:

      —Tirza tiene un interés especial en Sudáfrica, en toda aquella región. En realidad, Tirza está interesada en toda África. ¿Lo digo bien? ¿En toda África? Si pudiera, Tirza viajaría en transporte público desde la punta más meridional de Sudáfrica hasta Marruecos, pero se lo he prohibido. Además, allí apenas hay transporte público, claro. ¿Se imaginan el transporte público en Camerún? Mortal. He leído en alguna parte que allí ni siquiera tienen coches fúnebres, que tienen que llevarse a los muertos al cementerio en autobús. Debajo del brazo.

      Se echó a reír. La idea de que alguien tuviera que llevarse a sus familiares muertos debajo del brazo en un autobús hasta el cementerio hacía que la muerte resultara mucho menos intimidante. Bastaba con fingir que no había para tanto, para que tampoco hubiese para tanto. Notó una patada en la pierna. Esa era la señal para que recogiera las migas de la cesta y se las metiera en la boca. La comida era misericordia.

      —¿Así que quieres recorrer África en transporte público?

      La madre de Tirza lo hacía lo mejor que podía, pero no lo conseguía. Tenía las mejores intenciones, siempre las había tenido, pero estaba ocupada por completo consigo misma.

      Tirza no le respondió. Volvió a golpear la pierna de su padre. Tal vez eso fuera una respuesta.

      —Le he dicho —dijo Hofmeester— que el transporte público en África...

      Otra patada.

      —Tirza —dijo Hofmeester cuando hubo vaciado la boca— en este caso no puedo hacer nada. En este caso resulta que no puedo hacer nada. Para variar.

      Tirza se limitó a negar con la cabeza. Siguió meneando la cabeza, como una niña pequeña que debería irse a la cama y que hace caprichos de puro cansancio.

      —No se trata de si puedes hacer algo, papá —le dijo—, se trata de que yo no puedo soportarlo. No lo aguanto. ¿Quieres parar ya? Por favor, ya.

      Lo dijo recalcando cada sílaba.

      Hofmeester la miró. No había tocado la mitad de su porción de cazuela de pescado. Con la otra mitad solo había jugado. Él comprendía poco de las personas. A veces, incluso sus propias hijas se le antojaban incomprensibles. Le resultaban familiares, pero extrañas. Al igual que los chicos con los que Hofmeester se encontraba de vez en cuando por la mañana en el cuarto de baño, también extraños y aun así familiares. Como si se hubiesen pasado toda la noche esperándolo en el cuarto de baño, para que les diera una toalla. Los novios de su hija que lo consideraban tan solo un pretencioso extra, a pesar de que él —ya no quería seguir engañándose por más tiempo— hubiese querido ser otra cosa.

      —¿Qué debo dejar?

      —De hacer esto. Esta conversación. Esta ridícula conversación. Tienes que dejar de tratarme de forma distinta a la de siempre. Tienes que acabar con este teatro, papá. Aunque solo sea porque esa mujer está aquí en la mesa.

      Cuando dijo «esa mujer», su voz se endureció, casi chilló.

      —¿Te trato de forma distinta? —preguntó Hofmeester. Intentaba no perder de vista a su esposa y a su hija. Como si pudieran tirarse de los pelos si él las perdía de vista—. ¿Ha cambiado mi forma de hablar? ¿Mi forma de comer? ¿O es que de pronto he dejado de sorber? —se río de su chiste, pero era el único.

      —No sorbes, pero hablas de otra forma, papá, en serio. Otras veces soy yo la que suele hablar y tú asientes o me preguntas: «¿Qué hace su padre?». Y después fregamos los platos. Y entonces tampoco dices casi nada. Escuchas lo que yo te digo. Y no pasa nada. A veces te pregunto: «¿Qué has hecho de interesante hoy?». Y tú dices: «Poca cosa». Y me parece muy bien. Ese eres tú. No puedes evitarlo. Y eso es más de lo que ella puede hacer. Pero no soporto