Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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dijo en voz baja, pues de repente tuvo miedo de despertar a Tirza y mientras se observaba susurró—: Si esto es lo que quieres saber, si es a eso a lo que te refieres. No me pareces sexi. Nunca me lo has parecido. Puede que a otros hombres sí. Pero no a mí. Me parecías sobre todo presentable. Contigo podía dejarme ver sin avergonzarme, en general, salvo algunas excepciones, por eso te elegí. Porque con mi carrera y mi casa necesitaba una mujer. Y pensé que podías ser tú. Que tú eras la mujer que complementaría mi carrera profesional.

      Acercó un poco más la cara al espejo. Sí, su piel era menos tersa que antes, menos lisa. Había algo que colgaba. Le estaba saliendo papada. Antes... en esa palabra se escondía más que solo su propia historia, y con eso la de ella, y la de Ibi, sin olvidar la de Tirza. En esa palabra se escondía la vida.

      —Pero Jörgen —dijo ella— ¿acaso crees que no lo sabía? ¿Crees que no lo veía? ¿Y que no lo sentía? ¿Crees que no he notado nunca cómo me mirabas, si es que me mirabas? El asco con el que me mirabas. El pánico.

      Él no contestó. Ya no se concentraba en su reflejo. Deslizaba la mirada por el cuarto de baño, por el mármol, la bañera, el toallero que al mismo tiempo era radiador, para tener toallas calientes en las mañanas de invierno. Todo ordenado, todo limpio. Todo como debía ser.

      —Pero tú —le dijo ella— no has visto nada. Nada. Durante todos estos años. Estabas ciego. Yo te quería tan poco como tú a mí. Pero no lo veías. Me parecías demasiado viejo. Pero no lo sentías. Estabas demasiado ocupado. No sé con qué, pero estabas demasiado ocupado.

      —¿Viejo?

      —Demasiado viejo.

      —¿Demasiado viejo? ¿Qué quieres decir? ¿Cuándo es alguien demasiado viejo?

      —Viejo, Jörgen. Sencillamente viejo. Demasiado viejo para mí. Mis amigas me preguntaban: «¿Qué haces con ese vejestorio?». Me parecías lento, no solo en la cama, sino también fuera. Tremendamente lento, rayando lo patético, te comportabas como si tu lentitud te hiciera especial. Y si alguna vez no eras lento, las pocas veces que no lo eras, entonces eras... entonces eras... Da igual. ¿Y sabes por qué me quedé? Porque los hombres que me gustaban, los hombres que me parecían sexis, excitantes, de los que me enamoraba, a veces durante semanas o meses, todos tenían algo malvado. No serían buenos para mis hijos, suponiendo que quisieran hijos, pero ese no era el mayor problema. El problema era que nunca cuidarían tan bien de ellos, pensaba yo, como lo harías tú.

      Hofmeester se acercó al inodoro, arrancó un trozo de papel higiénico, se sonó la nariz y lanzó el papel al inodoro. Observó cómo flotaba en el agua. Después tiró de la cadena. El ruido que produjo la descarga de la cisterna lo alivió, parecía llevarse consigo la tensión que durante un segundo le pareció insoportable.

      —No nos llevamos tanto, ¿verdad? —dijo él, sin apartar la vista de la taza—. Demasiado viejo. ¿De qué estás hablando? ¿Cuántos años de diferencia hay entre nosotros? ¿Es por eso por lo que has venido? ¿Porque te habías olvidado de decirme algo? —soltó una risita.

      La idea resultaba absurda, demasiado absurda, igual que algunas de las quejas del inquilino. Igual de absurda que ser demasiado viejo para que lo despidieran a uno.

      —Nos llevamos bastante. Y cada vez más. La diferencia de edad es cada vez mayor. ¿No lo notas? No se trata de cuánto nos llevamos exactamente. Es algo mental. No tiene nada que ver con los años, con la fecha de nacimiento que figura en tu pasaporte. Tú eres sencillamente viejo, y lo eres desde hace tiempo. Dejaste de ser excitante. Si es que lo fuiste alguna vez. Excitante, ¿te dice algo esa palabra?

      Hofmeester se liberó de la fascinación que ejercía sobre él la taza del inodoro. Se volvió hacia su esposa.

      —Tienes razón —le dijo—. Entre nosotros no había deseo. Pero el deseo no es lo más grande, lo más bonito, lo principal, lo único. Por ejemplo, el olor que esparcías me resultaba repelente. Pero nunca dije nada, porque lo que importa no es el olor. Si lo que importara fuera el olor después de tener dos hijas, entonces algo andaría mal. ¿No? Ya no hay que darle más importancia a los olores.

      —¿Qué olor? —preguntó ella dando un paso hacia él—. ¿De qué olor me estás hablando?

      Él levantó el dedo índice y lo hundió en el esternón de su esposa. Lo hizo sin pensar.

      —Lo sabes. Lo sabes muy bien. Tu olor. El olor que esparces. Siempre, las veinticuatro horas del día.

      Se apartó de ella, en dirección a la lavadora. Se quedó de pie, apoyado en la lavadora, en actitud despreocupada y pensativa, y con los brazos cruzados. Era una pose. Él no estaba tan tranquilo como aparentaba. Estaba tenso. Cada rechazo, todo aquello en lo que él reconocía el rechazo, lo acosaba. En la vida había reconocido el rechazo. Por eso, la vida lo había acosado.

      —¿De qué estás hablando? ¡Olor! ¿Crees que puedes permitírtelo? ¿Porque te las hayas arreglado unos años sin mí? ¿Crees que de repente eres alguien? ¿Mejor que yo? ¿Más fuerte?

      El toallero radiador había sido un regalo. Se lo habían instalado mientras ellos hacían el curso «Cómo hacer sushi y sashimi en casa». Había sido idea de un consejero matrimonial. «Hagan algo juntos —les había dicho—. Preparen algo juntos. Háganse de vez en cuando un regalo. Sean especiales el uno para el otro.»

      —Puede que seas más joven que yo —le dijo él—, lo cual, efectivamente, es cierto. Puede que siempre me hayas considerado viejo y lento, rayando a lo patético, lo cual, por cierto, es una observación bastante subjetiva...

      —Un viejo caballo de tiro.

      —Déjame acabar. Puedes creer todo eso y proclamarlo, pero el olor que difundías era insoportable.

      Hofmeester empezó a masajearse la mano derecha como hacía a veces cuando se había pasado el día escribiendo cartas y correos electrónicos.

      —¿Podrías describirme ese olor? —le preguntó ella—. ¿Podrías ser más exacto? ¿Te refieres a hedor? ¿Es eso lo que dices, que apesto? ¿Estamos hablando de pestilencia?

      Se había puesto delante de él. Él no podía retroceder, puesto que detrás estaba la lavadora. Podía distinguir cada uno de los poros de la piel de ella, el negro del lápiz de cejas. Quizá ella tuviera razón. Lo repugnaba, sí, pero la repugnancia no era motivo de divorcio, sino el no va más de la intimidad. El destino final de la intimidad. Allí donde desembocaba irremediablemente. La familiaridad de la repugnancia, su inmutabilidad, la melancolía que despertaba. El deseo de poder sentir asco del otro una vez más. Y por ello sentirlo también siempre un poco de uno mismo.

      —No necesariamente pestilencia. La pestilencia es cosa de las alcantarillas. El inquilino se queja a menudo de eso. No todos los olores desagradables merecen el apelativo de pestilencia. Maticemos.

      —Apesto, ¿es eso lo que dices? ¿Es eso lo que intentas decirme?

      —No, no —dijo él—, como siempre no me escuchas. Un olor desagradable no es pestilencia, un olor desagradable es solo eso, y seguro que no soy el primero que te lo dice, no seas tan ingenua. No te hagas la inocente.

      —¿De dónde venía la pestilencia? ¿Si puede saberse?

      Él la miró a la cara, fue solo un instante, pero suficiente. En la cabeza de ella sucedían cosas curiosas, se producían cortocircuitos. De vez en cuando caía un relámpago. Él lo había olvidado o lo había reprimido.

      —¿Por qué quieres saberlo? ¿Acaso no te he dicho que no importa? Quiero acabar con esta conversación.

      Ella le agarró el brazo, el brazo en el que sentía comezón porque le había picado algún bicho.

      —Quiero saberlo —dijo ella—. Tengo derecho a saberlo.

      La palabra «derecho» sonó dura y eficaz. Como si en efecto tuviera derecho a algo que ahora venía a exigir. Su parte del botín.

      —De tu boca —le dijo él—. Sobre todo después de