Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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querer de él a estas alturas de su vida? Fuera cual fuera el motivo de su regreso, no era él. No la persona en que él se había convertido. ¿Tal vez la que había sido? Pero lo que él había sido, lo que ellos habían sido, ya no era reproducible. Se mirara como se mirara, ella llegaba demasiado tarde.

      Hofmeester apartó la mano de la pared y la observó. Trabajar en el jardín había dejado huellas. Seguía buscando la actitud adecuada. Quería causar la impresión de un hombre que conversa con el cartero: interesado pero algo distraído, como siempre se habla con los carteros.

      La gente se marcha por un motivo, eso es seguro. Y vuelve por un motivo. Uno no se presenta en casa por casualidad al cabo de tres años. Si esto era una ocurrencia, ¿qué debía de ser entonces el resto de la vida?

      Él tenía que preguntarle sin ambages qué quería de él. Por un momento consideró la posibilidad de decirle: ¿Es urgente? Tengo que meter algo en el horno.

      La esposa no había cerrado la puerta. Hofmeester podía ver la calle detrás de ella.

      —¿Cómo has venido hasta aquí? —le preguntó.

      Avanzó un poco, pasó delante de ella, la olió, siguió hasta salir a la calle vacía. Miró a izquierda y a derecha como si creyera que allí fuera pudiera haber un amante esperando educadamente mientras ella lo inspeccionaba todo. Un hombre apuesto con ojos azules. Juvenil. El tipo para el cual el deseo sexual es una molestia con la que otros le incordian a diario. Él conocía a esos tipos, lo visitaban en sus sueños, salpicaban la historia de su vida: el otro hombre que permanecía invisible, pero que siempre estaba allí, cada segundo del día.

      A lo lejos, en la esquina, un niño jugaba con una pelota de tenis. No había ningún amante. Ningún amor de juventud. Era una noche a principios de verano. Una de tantas noches. Aquel prometía ser un verano cálido, húmedo y bochornoso, ideal para los amantes del sol. Hofmeester no era un amante del sol.

      —En taxi —le contestó ella.

      Acto seguido, él volvió a entrar en casa y cerró la puerta. Recogió un folleto publicitario. ¿Qué necesitaba ella? ¿Qué venía a reclamar? Las niñas eran demasiado mayores. Ya no eran de nadie. Tenían novios a los que se referían con seriedad y sobre los que pensaban con aún mayor seriedad. Novios con los que podían imaginarse que pasarían el resto de sus vidas. Él había captado alguna vez conversaciones sobre compromisos, que ni siquiera eran irónicas. Con anillos y todo. El matrimonio estaba iniciando una ofensiva. Era una institución indestructible. Ninguna guerra podía con él. La bomba atómica, tal vez.

      Pero los ojos de su esposa rebatían las reservas de él. Lo miraba amablemente, casi con dulzura. No parecía enfadada ni distante, quizá no viniera a exigirle nada. Estaba emocionada y él no podía hacer como si no se hubiese percatado de ello.

      Sospechó que ella estaba viendo su pasado y que pensaba: Dios, ¿he vivido todos estos años aquí? ¿Es este el hombre con el que he pasado más de dos décadas, intermitentemente, pero aun así? ¿Era esa mi vida? Su esposa veía algo que era innegablemente de ella y que, no obstante, no lograba identificar.

      Ese reencuentro provocó en Hofmeester el deseo de reírse. De soltar una larga risotada para liberarse de una tensión que lo confundía. El malestar desemboca primero en la risa, después en el silencio, más tarde en el sexo hasta que finalmente vuelve el silencio. Sin embargo, la risa que iba a romper con todo, incluido el pasado, no llegó. En su rostro no apareció ni siquiera una sonrisa.

      Ahora que, después de años, volvía a tener delante a la madre de sus hijas, se acordó del nacimiento de Tirza. La espera en el hospital. No quedaban habitaciones individuales libres. Aquella noche, unas diez mujeres habían decidido parir al mismo tiempo. A primeras horas de la mañana, él había vuelto a casa. No había podido soportarlo. Había huido de la sangre y en casa había preparado la cuna, mientras esperaba una llamada del hospital.

      —¿Vienes de lejos? —preguntó.

      —De la estación.

      El barrio había tachado de escandalosa la marcha de su esposa. Durante meses había sido la comidilla de los vecinos. No se hartaban de hablar de ella. Eran progres, odiaban el imperialismo, pero no estaban dispuestos a que les quitaran la posibilidad de murmurar. Por orgullo, él la había defendido en la medida de lo posible cada vez que los cotilleos llegaban a sus oídos en la carnicería, la verdulería o simplemente en la calle. «La situación era insostenible —solía decir entonces—. Es lo mejor para las niñas». Hofmeester fingía que todo había ido bien. Había desmantelado, con una ligera ironía, la desaparición de su esposa. Y cuando la gente le preguntaba si no era difícil para las niñas, él decía sonriendo: «Gran parte de su ropa sigue en el armario de casa, así que el día menos pensado volverá a aparecer en la vida de sus hijas».

      Pero, pese a la ropa, no volvió a aparecer. Hasta esa noche, hacía seis días.

      Sigue teniendo un aspecto bastante bueno, pensó él. Está menos maquillada. Más morena, eso sí, como si fuera a menudo a un salón de bronceado.

      —¿Llego en mal momento?

      Ella formuló la pregunta sin rastro de sorna. Él volvió a mirar la maleta. La maleta también seguía teniendo un aspecto bastante bueno. Después de todos aquellos años.

      —Estaba cocinando, pero tampoco me atrevería a decir que es un mal momento. A fin de cuentas, ¿qué es un mal momento?

      Ella se le acercó como si quisiera abrazarlo. Todo quedó en un apretón de manos, uno bien fuerte.

      —Me preguntaba cómo estarías —le dijo—. Y cómo estaría Tirza.

      Al pronunciar ese nombre esbozó una sonrisa tímida y triste. Y cuando él oyó el nombre de su hija menor se encogió como si hubiese recibido un fuerte latigazo en la espalda.

      Tirza, ¿cómo estaría Tirza?

      Esa era la emoción que él había detectado. Ella se había marchado, pero por lo visto echaba algo de menos. Faltaba un pedazo de su vida. De repente, un día, había dejado de ver crecer a sus hijas. Conocía la pubertad de su hija pequeña principalmente de oídas y tal vez ni siquiera eso.

      Y ahora que ella se había visto cara a cara con esa hija, se daba cuenta de la consecuencia de su vida.

      Le soltó la mano.

      Hofmeester se la secó lo más disimuladamente posible frotándosela en el pantalón. El sudor de otra persona lo angustiaba. Le resultaba demasiado íntimo. Cuanto más invulnerable parecía el otro, más fácil le resultaba a él comportarse como un depredador. Si algo había aprendido de su vida como casero era que el inquilino no debía convertirse en un ser humano, pues los seres humanos te debilitaban. Te hacían ceder hasta que les decías: «Haré que arreglen esto y aquello. ¿Una nueva cama?, pues claro que sí. Un nuevo armario, ¿por qué no?». Hofmeester alquilaba el piso de arriba amueblado. El mobiliario le permitía deshacerse del inquilino si era preciso sin demasiado papeleo legal. Ya solo por ello, el inquilino no debía convertirse en un ser humano, pues de lo contrario Hofmeester notaría surgir el sentimiento de su interior como el hipo y le resultaría imposible deshacerse de él sin miramientos. Detestaba la debilidad. Odiaba la debilidad.

      El sudor de su esposa era sudor débil. Por ello tenía que secárselo. Volvió la vista como si esperara encontrarse a Tirza detrás de él, pero Tirza no estaba. Estaba arriba, en su cuarto, hablando por teléfono. O en la cocina, callada y escuchando la conversación. Como una espía consumada. Él recordó de nuevo los días, las horas que habían precedido al nacimiento de su hija. Qué extraño que aquel nacimiento se le hubiese quedado grabado en la memoria mucho mejor que el de su primogénita. Incluso recordaba la cara del ginecólogo. Un hombre al que él le había entregado después una botella de buen vino, de al menos treinta euros, mientras sostenía a Tirza en brazos.

      —Aquí la tiene —le había dicho mostrándole un bebé arrugado con algunos mechones de pelo castaño, como tantos otros bebés arrugados.

      Tirza había llegado al mundo arrugada y las